– Pasa, siéntate, Dave. Solo tardaré un minuto -dijo Kim, natural. Se alejó por el pasillo, se metió en el cuarto de baño y cerró con estrépito la puerta.
Gurney caminó por la sala, se sonó la nariz, se aclaró la garganta varias veces y se sentó ruidosamente en el sofá. Al cabo de unos minutos, Kim volvió y los dos dejaron los móviles en la mesa.
– Bueno…, ¿quieres tomar algo?
– Sí, tengo sed. ¿Qué hay?
– Lo que quieras.
– Eh, un zumo, si puede ser.
– Creo que sí; dame un segundo. -Kim recorrió el pasillo hasta la cocina.
Gurney oyó un entrechocar de vasos y el grifo abriéndose y cerrándose.
La chica volvió con dos vasos de agua vacíos. Le pasó uno a él, lo entrechocó con el suyo y dijo: -Salud. -Se sentó de lado en el sofá, para verlo.
– Salud. ¿Cómo es que estás tomando vino? ¿Para no sentirte tan mal por el contrato con RAM?
Ella dejó escapar un sonoro suspiro.
– Todo esto es una pesadilla.
– La televisión es así, supongo.
– Quieres decir que tendría que estar encantada de trabajar con el gusano de Rudy.
– No -dijo Gurney-, pero tienes que pensar en tu futuro.
– No estoy segura de que quiera esa clase de futuro. ¿Acaso -dijo como si bromeara- estás interesado en aprovechar la oportunidad que te ha ofrecido Getz de tener tu propio programa?
– Ni hablar -dijo Dave. Tosió y se aclaró la garganta-. ¿Me lo puedes volver a llenar? -Señaló el teléfono móvil de Kim.
Kim asintió y lo cogió.
– Sí que tienes sed. -Se levantó ruidosamente y le dio un manotazo a su vaso, que, en realidad, estaba vacío-. ¡Mierda! ¡Lo siento!
La chica salió hacia el pasillo.
Gurney sonrió. Kim tenía talento.
Sonó su teléfono. Contestó y empezó a hablar.
– ¿Max?… Claro, adelante… ¿Qué quiere decir?… ¿Por qué lo pregunta?… ¿Qué?… ¿En serio?… Sí, sí, por supuesto… Claro… No, no, el mensaje de Facebook era falso… Ah, bien pensado… ¿Seguro?… Mire, lo que dice tiene todo el sentido, pero hay que confirmar esa identificación, y me refiero a confirmarla al cien por cien, sin dejar cabos sueltos… Es absolutamente increíble, pero… Puede… Tal vez tenga razón… Claro… ¿Cuándo?… Sí, lo llevaré todo… Muy bien… Sí… Tenga cuidado… Mañana a medianoche… ¡Seguro!
Gurney dejó su teléfono en la mesa, murmurando.
– ¡Vamos!
Kim volvió a la sala.
– Tu zumo -dijo, como si le estuviera entregando un vaso-. ¿Quién ha llamado? Pareces entusiasmado.
– Era Max Clinter. Parece que el Buen Pastor por fin ha cometido algunos errores. Para empezar, en casa de Ruth Blum y en el taller de coches. Eso ya lo sabía, pero Max acaba de descubrir otra cosa y… sabemos quién es.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Habéis identificado al Buen Pastor?
– Sí. Al menos estoy convencido al noventa por ciento. Pero quiero estar seguro del todo. Es demasiado importante para dejar cabos sueltos.
– ¿Quién es? ¡Dímelo!
– Todavía no.
– ¿Todavía no?
– No puedo arriesgarme a cometer un error, no ahora. Hay demasiado en juego. Voy a reunirme con Clinter mañana por la noche, en su cabaña. Tiene algo que quiere que vea. Si encaja con lo que ya tenemos, cerraremos el lazo… y el Pastor será historia.
– ¿Por qué esperar hasta mañana por la noche? ¿Por qué no ahora mismo?
– Clinter ha estado fuera desde que recibió un mensaje del Buen Pastor para que condujera por el barrio de Ruth, en Aurora. Se asustó. Ni siquiera quiere estar en el condado de Cayuga durante el día. Dice que mañana a medianoche es lo antes que puede estar en la cabaña.
– ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creer que sepas quién es el Buen Pastor y no me lo digas! -Sonó aterrorizada, casi fuera de sí.
– Es más seguro de este modo. -Esperó un par de segundos, como si reflexionara sobre algo-. Creo que, por ahora, deberías ir a un hotel. Será mejor que no llames la atención. ¿Por qué no recoges tus cosas y nos largamos de aquí?
44
No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el aparcamiento de uno de los hoteles de la vía de servicio de la I-88.
Eran casi las siete y media, y el anochecer de finales de marzo se había convertido en noche. Habían encendido las luces del aparcamiento, lo que creó una atmósfera visual que no era ni oscuridad ni luz diurna; en un planeta que tuviera un sol azul gélido y donde todos los colores fueran apagados y fríos aquella sería la luz del día.
Kim se había unido a Gurney en el asiento delantero del Outback para hablar de su improvisación y sobre si su plan habría funcionado. Kim fue la primera en plantear una pregunta práctica.
– ¿Crees que el Pastor morderá el anzuelo?
– Creo que sí. Podría sospechar. Probablemente es la clase de persona que sospecha de todo, pero tendrá que hacer algo. Y para hacer algo, ha de aparecer. En el escenario que hemos planteado, el riesgo de no hacer nada sería más grande que el que correría al actuar. Eso lo comprenderá. Es un tipo muy lógico.
– Así pues, ¿lo hemos hecho bien?
– Lo has hecho mejor que bien. Has quedado muy natural. Ahora, escúchame: pasa esta noche en este hotel. No abras la puerta a nadie, bajo ninguna circunstancia. Si alguien trata de convencerte para que abras la puerta, llamas inmediatamente a seguridad. ¿Vale? Telefonéame en cuanto te levantes por la mañana.
– ¿Alguna vez vamos a estar a salvo?
Gurney sonrió.
– Eso espero. Creo que todos estaremos a salvo después de mañana por la noche.
Kim se estaba mordiendo el labio inferior.
– ¿Cuál es tu plan?
Gurney se echó hacia atrás en el asiento y contempló la desagradable iluminación del aparcamiento.
– Mi plan es dejar que el Buen Pastor dé un paso adelante y se condene. Pero eso será mañana por la noche. Esta noche el plan es ir a casa y dormir lo que no he dormido desde hace dos días.
Kim asintió.
– Vale. -Hizo una pausa-. Bueno, será mejor que vaya a la habitación.
Kim cogió su bolso, salió del coche y entró en el hotel.
Después de que entrara en el vestíbulo del hotel, Gurney bajó del coche y fue a la parte de atrás. Se tumbó boca arriba y metió la mano debajo. No le costó mucho quitar el localizador GPS del soporte del parachoques. De nuevo en su asiento, abrió el dispositivo con un pequeño destornillador y desconectó la batería.
A partir de ese momento y hasta cuando acabara toda aquella historia, no quería que nadie supiera dónde estaba.
45
El Señor me lo dio. El Señor me lo quitó.
Esa noche Gurney disfrutó de siete horas ininterrumpidas de sueño, algo que necesitaba. Aun así, a la mañana siguiente se despertó con una sensación de pavor: un miedo indescriptible que solo se alivió, en parte, después de ducharse, vestirse y enfundarse su Beretta.
A las ocho de la mañana estaba mirando por la ventana de la cocina: el sol era un disco blanco frío en la neblina matinal. Había tomado la mitad de su primera taza de café del día, esperando que surtiera efecto. Madeleine continuaba sentada a la mesa del desayuno con sus copos de avena, su tostada y Guerra y paz.
– ¿Has estado despierta leyendo eso toda la noche? -preguntó.
Ella pestañeó por la interrupción, visiblemente confundida y molesta.
– ¿Qué?
Dave negó con la cabeza. Había intentado gastar una broma, pero no le había salido muy bien.
– No importa, lo siento.