Cuando volvió de Siracusa, Madeleine estaba en la misma mesa que aquella mañana, sentada, con el mismo libro entre las manos. Después de contarle breve e insulsamente el drama que él y Kim habían representado, se había ido a acostar.
Se terminó el café y fue a servirse una segunda taza. Mientras lo hacía, Madeleine cerró el libro y lo deslizó unos centímetros hacia el centro de la mesa.
– A lo mejor no deberías tomar tanto café -dijo.
– Probablemente tengas razón. -De todos modos, se llenó la taza, pero, como si fuera una concesión a su mujer, le agregó solo un sobre de sacarina, en lugar de los dos de costumbre.
Madeleine continuó observándolo. Tenía la impresión de que le preocupaba algo más importante que su consumo de cafeína.
Después de apagar la cafetera y volver a la ventana, preguntó en voz baja: -¿Puedo ayudarte en algo?
La pregunta tuvo un extraño efecto sobre él. Parecía abarcarlo todo, pero al mismo tiempo era muy simple.
– No creo. -Incluso a él mismo su respuesta le pareció inadecuada.
– Bueno -dijo ella-, dímelo si se te ocurre algo.
El tono amable de su esposa le hizo sentirse un completo inepto. Trató de animarse cambiando de tema.
– Bueno, ¿qué tienes hoy en la agenda?
– La clínica, naturalmente. Y puede que no esté en casa para cenar. Puede que vaya a casa de Betty después del trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Te parece bien?
Solía hacer aquella pregunta en contextos de lo más diverso: podía plantearla respecto a ir a algún sitio, o sobre plantar algo en el jardín, o acerca de una receta de cocina. Gurney, al que aquella respuesta, no sabía muy bien por qué, le parecía de lo más irritante, siempre le respondía lo mismo: -Por supuesto que me parece bien.
Y después siempre se hacía el silencio entre los dos.
Madeleine volvió a abrir Guerra y paz.
Dave se tomó el café en el estudio, sentado a su escritorio y pensando en la situación en la que se iba a meter, solo y muy poco preparado, en la cabaña de Max Clinter.
De repente le sobrevino una nueva idea, una nueva preocupación. Dejó el café en el escritorio y se acercó al coche de Madeleine.
Veinte minutos después volvió a entrar, satisfecho de que su temor hubiera resultado infundado: no había ningún dispositivo electrónico indeseado en el coche de su mujer.
– ¿De qué iba ese viajecito? -preguntó ella, mirándolo por encima del libro cuando Dave atravesó la cocina de camino al estudio.
Lo mejor opción era contarle la verdad. Le dijo lo que había estado buscando y por qué, y describió lo que había descubierto en el coche de Kim y en el suyo.
– ¿Quién crees que los instaló? -El tono de Madeleine era plano, pero había cierta tirantez en las comisuras de los ojos.
– No estoy seguro. -Técnicamente eso era cierto.
– ¿Ese tal Meese? -sugirió ella, casi con esperanza.
– Tal vez.
– ¿O tal vez la persona que incendió nuestro granero y puso una trampa en la escalera de Kim?
– Tal vez.
– ¿Tal vez el Buen Pastor en persona?
– Tal vez.
Madeleine respiró hondo.
– ¿Significa eso que te ha estado siguiendo?
– No necesariamente. Desde luego no de cerca. Lo habría notado. Puede que solo quiera saber dónde estoy.
– ¿Por qué iba a querer saberlo?
– Prevención de riesgos. Sensación de control. Deseo natural de saber dónde está su enemigo en todo momento.
Ella lo miró con la boca apretada. Estaba claro que se le ocurría otra forma más violenta de emplear aquella información.
Estaba a punto de disipar parte del miedo de su esposa explicándole que ya había desconectado el localizador que había encontrado en su Outback, pero entonces le preguntaría por qué no había desconectado también el del Miata.
La respuesta, en realidad, era simple. El Pastor podría creer que se había agotado la batería, pero costaría creer que la versión conectada a la batería había fallado, y menos aún al mismo tiempo. No quería contarle todo aquello a Madeleine, porque sabía que se inquietaría ante la idea de que el Buen Pastor pudiera seguir localizando a Kim. Y la capacidad de Gurney para afrontar diversos problemas abiertos al mismo tiempo tenía un límite.
– Bueno, papá, ¿vas a contarnos cómo os fue?
Al oír la voz de Kyle, Gurney se volvió y vio que entraba en la cocina. Iba descalzo, con vaqueros y camiseta, y llevaba el pelo mojado, después de haberse dado una ducha.
– Más o menos como te dije anoche.
– Anoche en realidad no dijiste demasiado.
– Supongo que quería acostarme pronto. Estaba a punto de derrumbarme. Pero todo fue bien. Sin problemas técnicos. Creo que todo sonó bastante creíble.
– ¿Ahora qué?
Delante de Madeleine, no podía hablar de todo lo que tenía planeado. Sabía que lo que se había propuesto era demasiado arriesgado.
– Básicamente, tomo posiciones y espero a que él caiga en la trampa -respondió del modo más natural del que fue capaz.
Kyle parecía escéptico.
– ¿Tan sencillo?
Gurney se encogió de hombros. Madeleine había dejado de leer y estaba mirándolo.
– ¿Cuáles fueron las palabras mágicas? -insistió Kyle.
– ¿Perdón?
– ¿Qué dijisteis en tu… escena improvisada…? ¿Qué va a hacer que ese tipo aparezca?
– Creamos la impresión de que podría tener una forma de deshacerse de mí. Es difícil recordar las palabras precisas… -Sonó el teléfono.
Miró la pantalla del móvil y reconoció el número de Kim. Agradeció la interrupción. Pero la gratitud duró apenas tres segundos.
Parecía que estuviera hiperventilando.
– ¿Kim? ¿Qué pasa?
– Dios… Dios…
– ¿Kim?
– Sí.
– ¿Qué sucede? ¿Qué pasa?
– Robby está muerto.
– ¿Qué?
– Está muerto.
– ¿Robby Meese está muerto?
– Sí.
– ¿Dónde?
– ¿Qué?
– ¿Puedes decirme dónde está?
– Está en mi cama.
– ¿Qué ha ocurrido?
– No lo sé.
– ¿Cómo terminó en tu cama?
– ¡No lo sé! ¡Solo sé que está aquí! ¿Qué hago?
– ¿Estás en el apartamento?
– Sí, ¿puedes venir?
– Dime qué ha ocurrido.
– No sé qué ha ocurrido. He venido del hotel esta mañana para coger algunas cosas. He entrado en el dormitorio y…
– ¿Kim?
– ¿Sí?
– Has entrado en el dormitorio…
– Está ahí. En mi cama.
– ¿Cómo sabes que está muerto?
– Está boca abajo. He intentado darle la vuelta y despertarlo. Tiene… Tiene el mango de algo clavado en el pecho.
Las ideas se agolpaban en la mente de Gurney; las piezas de todo aquel puzle se levantaron en un remolino.
– ¿Dave?
– ¿Sí, Kim?
– ¿Puedes venir, por favor?
– Escúchame, Kim. Llama a Emergencias.
– ¿Puedes venir?
– Kim, que yo esté allí no va a ayudar. Has de llamar a Emergencias. Has de hacerlo ahora mismo. Después me vuelves a llamar. ¿Entendido?
– Sí.
Cuando Gurney colgó, Kyle y Madeleine lo estaban mirando. Cinco minutos después seguía contándoles la llamada con el máximo detalle posible. Kim volvió a llamar.
– Me han dicho que la policía está de camino -dijo, un poco más calmada.
– ¿Estás bien?
– Supongo. No lo sé. Hay una nota de suicidio.
– ¿Qué?
– Una nota de suicidio de Robby. En mi ordenador.
– ¿Has mirado tu ordenador?
– Acabo de verlo. Está en la pantalla, delante de mí. Estaba encendido.
– ¿Estás segura de que es una nota de suicidio?
– Por supuesto que estoy segura. ¿Qué otra cosa podría ser?
– ¿Qué dice?
– Es horrible.
– ¿Qué dice?
– No quiero leerla en voz alta. No puedo.