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Bernarda se refugió en el trapiche. La casa quedó al garete, y si no naufragó desde entonces fue por la mano maestra de Dominga de Adviento, que terminó de formar a Sierva María como quisieron sus dioses. El marqués se había enterado apenas del derrumbe de la esposa. Del trapiche llegaban voces de que vivía en estado de delirio, que hablaba sola, que escogía los esclavos mejor servidos para compartirlos en sus noches romanas con sus antiguas compañeras de escuela. La fortuna venida por agua, por agua se le iba, y estaba a merced de los pellejos de miel y los costales de cacao que mantenía escondidos por aquí y por allá para no perder tiempo cuando la acosaban las ansias. Lo único seguro que le quedaba entonces eran dos múcuras repletas de doblones de a cien y de a cuatro, en oro puro, que en tiempos de vacas gordas había enterrado debajo de la cama. Era tanto su deterioro, que ni el marido la reconoció cuando volvió de Mahates por última vez, al cabo de tres años continuos, poco antes de que el perro mordiera a Sierva María.

A mediados de marzo, los riesgos del mal de rabia parecían conjurados. El marqués, agradecido con su suerte, se propuso enmendar el pasado y conquistar el corazón de la hija con la receta de felicidad aconsejada por Abrenuncio. Le consagró todo su tiempo. Trató de aprender a peinarla y a tejerle la trenza. Trató de enseñarla a ser blanca de ley, de restaurar para ella sus sueños fallidos de noble criollo, de quitarle el gusto del escabeche de iguana y el guiso de armadillo. Lo intentó casi todo, menos preguntarse si aquel era el modo de hacerla feliz.

Abrenuncio siguió visitando la casa. No le era fácil entenderse con el marqués, pero le interesaba su inconsciencia en un suburbio del mundo intimidado por el Santo Oficio. Así se les iban los meses del calor, él hablando sin ser oído bajo los naranjos floridos, y el marqués pudriéndose en la hamaca a mil trescientas leguas marinas de un rey que nunca lo oyó nombrar. En una de esas visitas fueron interrumpidos por el lamento lúgubre de Bernarda.

Abrenuncio se alarmó. El marqués se hizo el sordo, pero el quejido siguiente fue tan desgarrador que no pudo ignorarlo.

“Quienquiera que sea está necesitando un responso”, dijo Abrenuncio

“Es mi esposa en segundas nupcias” dijo el marqués.

“Pues tiene el hígado deshecho”, dijo Abrenuncio.

“¿Cómo lo sabe?”

“Porque se queja con la boca abierta”, dijo el médico.

Empujó la puerta sin permiso y trató de ver a Bernarda en la penumbra del cuarto, y no estaba en la cama. La llamó por su nombre, y ella no le contestó. Entonces abrió la ventana y la luz metálica de las cuatro se la mostró en carne viva, desnuda y abierta en cruz en el suelo, y envuelta en el fulgor de sus flatos letales. Su piel tenía el color mortecino de la atrabilis rebosada. Levantó la cabeza, encandilada por el resplandor de la ventana abierta de golpe, y no reconoció al médico a contraluz. A él le bastó una mirada para ver su destino.

«Te está cantando la lechuza, hija mía», le dijo:,

Le explicó que aún era tiempo de salvarla, siempre que se sometiera a una cura urgente de purificación de la sangre. Bernarda lo reconoció, se incorporó como pudo, y se soltó en improperios. Abrenuncio los soportó impasible mientras volvía a cerrar la ventana. Ya de salida se detuvo ante la hamaca del marqués y precisó el pronóstico:

«La señora marquesa morirá a más tardar el 15 de septiembre, si es que antes no se cuelga de una viga».

El marqués, inalterable, dijo:

«Lo único malo es que el 15 de septiembre esté tan lejos».

Seguía adelante con el tratamiento de felicidad para Sierva María. Desde el cerro de San Lázaro veían por el oriente las ciénagas fatales, y por el occidente el enorme sol colorado que se hundía en el océano en llamas. Ella le preguntó qué había del otro lado del mar, y él le contestó: «El mundo».

Para cada gesto suyo encontró en la niña una resonancia inesperada. Una tarde vieron aparecer en el horizonte, con las velas a reventar, la Flota de Galeones.

La ciudad se transformó. Padre e hija se solazaron con los títeres, con los tragadores de fuego, con las incontables novedades de feria que llegaron al puerto en aquel abril de buenos presagios.

Sierva María aprendió más cosas de blancos en dos meses que nunca antes. Tratando de hacerla otra, también el marqués se volvió distinto, y lo fue de un modo tan radical que no pareció una mudanza del carácter sino un cambio de naturaleza.

La casa se llenó de cuantas bailarinas de cuerda, cajas de música y relojes mecánicos se habían visto en las ferias de Europa. El marqués desempolvó la tiorba italiana. La encordó, la afinó con una perseverancia que sólo podía entenderse por el amor, y volvió a acompañarse las canciones de antaño cantadas con la buena voz y el mal oído que ni los años ni los turbios recuerdos habían cambiado. Ella le preguntó por esos días si era verdad, como decían las canciones, que el amor lo podía todo.

«Es verdad», le contestó él, «pero harás bien en no creerlo».

Feliz con las buenas nuevas, el marqués empezó a pensar en un viaje a Sevilla para que Sierva María se restableciera de sus pesares callados y terminara su educación del mundo. Las fechas y el rumbo estaban ya acordados, cuando Caridad del Cobre lo despertó de la siesta con la noticia brutaclass="underline"

«Mi pobre niña, señor, ya se está volviendo perro».

Llamado de urgencia, Abrenuncio desmintió la superstición popular de que los arrabiados terminaban por ser iguales al animal que los mordió. Comprobó que la niña tenía un poco de fiebre, y aunque ésta se consideraba una enfermedad en sí misma y no un síntoma de otros males, no la pasó por alto. Le advirtió al atribulado señor que la niña no estaba a salvo de cualquier mal, pues el mordisco de un perro, con rabia o sin ella, no preservaba contra nada. Como siempre, el único recurso era esperar. El marqués le preguntó:

«¿Es lo último que puede decirme?»

«La ciencia no me ha dado los medios para decirle nada más», le replicó el médico con la misma acidez. «Pero si no cree en mí le queda todavía un recurso: confíe en Dios».

El marqués no entendió.

«Hubiera jurado que usted era incrédulo», dijo.

El médico no se volvió siquiera a mirarlo:

«Qué más quisiera yo, señor».

El marqués no se confió a Dios, sino a todo el que le diera alguna esperanza. En la ciudad había otros tres médicos graduados, seis boticarios, once barberos sangradores y un número incontable de curanderos y dómines en mesteres de hechicería, a pesar de que la Inquisición había condenado a mil trescientos a distintas penas en los últimos cincuenta años, y ejecutado a siete en la hoguera. Un médico joven de Salamanca le abrió a Sierva María la herida sellada y le puso unas cataplasmas cáusticas para extraer los humores rancios. Otro intentó lo mismo con sanguijuelas en la espalda.

Un barbero sangrador le lavó la herida con la orina de ella misma y otro se la hizo beber. Al cabo de dos semanas había soportado dos baños de hierbas y dos lavativas emolientes por día, y la habían llevado al borde de la agonía con pócimas de estibio natural y otros filtros mortales.

La fiebre cedió, pero nadie se atrevió a proclamar que la rabia estuviera conjurada. Sierva María se sentía morir. Al principio había resistido con el orgullo intacto, pero a las dos semanas sin ningún resultado tenía una úlcera de fuego en el tobillo, la piel escaldada por sinapismos y vejigatorios, y el estómago en carne viva. Había pasado por todo: vértigos, convulsiones, espasmos, delirios, solturas de vientre y de vejiga, y se revolcaba por los suelos aullando de dolor y de furia.