«¿Sabes quién es Dios?»
La niña negó con la cabeza.
Había relámpagos y truenos remotos en el horizonte, el cielo estaba encapotado, y el mar áspero. A la vuelta de una esquina les salió al paso el convento de Santa Clara, blanco y solitario, con tres pisos de persianas azules sobre el muladar de una playa. El marqués lo señaló con el índice.
«Ahí lo tienes», dijo. y después señaló a su izquierda: «Verás el mar a toda hora desde las ventanas». Como la niña no le hizo caso, le dio la única explicación que le daría jamás sobre su destino:
«Vas a temperar unos días con las hermanitas de Santa Clara».
Por ser domingo de ramos había en la puerta del torno más mendigos que de costumbre. Algunos leprosos que se disputaban con ellos las sobras de las cocinas se precipitaron también con la mano extendida hacia el marqués. Él les repartió limosnas exiguas, una a cada uno, hasta donde le alcanzaron los cuartillos. La tornera lo vio con sus tafetanes negros, y vio a la niña vestida de reina, y se abrió paso para atenderlos. El marqués le explicó que llevaba a Sierva María por orden del obispo. La tornera no lo dudó por el talante con que lo dijo.
Examinó el aspecto de la niña, y le quitó el sombrero.
«Aquí están prohibidos los sombreros», dijo.
Se quedó con él. El marqués quiso darle también la maletita, y ella no la recibió:
«No le hará falta nada».
La trenza mal prendida se desenrolló casi hasta el piso. La tornera no creyó que fuera natural. El marqués trató de enrollarla. La niña lo apartó, y se la arregló sin ayuda con una habilidad que sorprendió a la tornera.
«Hay que cortársela», dijo.
«Es una manda a la Santísima Virgen hasta el día que se case», dijo el marqués.
La tornera se inclinó ante la razón. Tomó a la niña de la mano, sin darle tiempo para una despedida, y la pasó por el torno. Como el tobillo le dolía al caminar, la niña se quitó la chinela izquierda. El marqués la vio alejarse, cojeando del pie descalzo, y con la chinela en la mano. Esperó en vano que en un raro instante de piedad se volviera a mirarlo. El último recuerdo que tuvo de ella fue cuando acabó de atravesar la galería del jardín, arrastrando el pie lastimado, y desapareció en el pabellón de las enterradas vivas.
TRES
El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales, y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío.
Había un sendero de piedras entre matas de plátano y helechos silvestres, una palmera esbelta que había crecido más alto que las azoteas en busca de la luz, y un árbol colosal, de cuyas ramas colgaban bejucos de vainilla y ristras de orquídeas. Debajo del árbol había un estanque de aguas muertas con un marco de hierro oxidado donde hacían maromas de circo las guacamayas cautivas.
El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados y los rezos
y cánticos de las horas canónicas. Este bloque se comunicaba con la capilla por una puerta interior, para que las monjas de clausura pudieran entrar en el coro sin pasar por la nave pública, y oir misa y
cantar detrás de una celosía que les permitía ver sin ser vistas. El precioso artesonado de maderas nobles, que se repetía en los cielos de todo el convento, había sido construido por un artesano español que
le dedicó media vida por el derecho de ser sepultado en una hornacina del altar mayor. Allí estaba, apretujado tras las losas de mármol con casi dos siglos de abadesas y obispos, y otras gentes principales.
Cuando Sierva María entró en el convento las monjas de clausura eran ochenta y dos españolas, todas con sus servicios, y treinta y seis criollas de las grandes familias del virreinato. Después de hacer sus votos de pobreza, silencio y castidad, el único contacto que tenían con el exterior eran las escasas visitas en un locutorio con celosías de madera por donde pasaba la voz pero no la luz.
Estaba junto a la puerta del torno, y el uso era reglamentado y restringido, y siempre en presencia de una escucha.
A la izquierda del jardín estaban las escuelas, los talleres de todo, con una población profusa de novicias y maestras de artesanías. Estaba la casa de servicio, con una cocina enorme de fogones de leña, un mesón de carnicería y un gran horno de pan. Al fondo había un patio siempre empantanado por las lavazas donde convivían varias familias de esclavos, y por último estaban los establos, un corral de chivos, la porqueriza, el huerto y las colmenas, donde se criaba y se cultivaba cuanto hacía falta para el buen vivir.
Al final de todo, lo más lejos posible y dejado de la mano de Dios, había un pabellón solitario que durante sesenta y ocho años sirvió de cárcel a la Inquisición, y seguía siéndolo para clarisas descarriadas. Fue en la última celda de ese rincón de olvido donde encerraron a Sierva María, a los noventa y tres días de ser mordida por el perro y sin ningún síntoma de la rabia.
La tornera que la había llevado de la mano se encontró al final del corredor con una novicia que iba para las cocinas, y le pidió que la llevara con la abadesa. La novicia pensó que no era prudente someter al fragor del servicio a una niña tan lánguida y bien vestida, y la dejó sentada en uno de los bancos de piedra del jardín para recogerla más tarde. Pero la olvidó de regreso.
Dos novicias que pasaron después se interesaron por sus collares y sus anillos, y le preguntaron quién era. Ella no contestó. Le preguntaron si sabía castellano, y fue como hablarle a un muerto.
«Es sordomuda», dijo la novicia más joven.
«O alemana», dijo la otra.
La más joven empezó a tratarla como si careciera de los cinco sentidos. Le soltó la trenza que tenía enrollada en el cuello y la midió por cuartas. «Casi cuatro», dijo, convencida de que la niña no la oía.
Empezó a desbaratarla, pero Sierva María la intimidó con la mirada. La novicia se la sostuvo y le sacó la lengua.
«Tienes los ojos del diablo», le dijo.
Le quitó un anillo sin resistencia, pero cuando la otra trató de arrebatarle los collares se revolvió como una víbora y le dio en la mano un mordisco instantáneo y certero. La novicia corrió a lavarse la sangre.
Cuando cantaron la tercia Sierva María se había levantado una vez para tomar agua en el estanque. Asustada, regresó al banco sin beber, pero volvió cuando se dio cuenta de que eran cánticos de monjas. Quitó la nata de hojas podridas con un golpe diestro de la mano, y bebió en el cuenco hasta saciarse sin apartar los gusarapos. Luego orinó detrás del árbol, acuclillada y con un palo listo para defenderse de animales abusivos y hombres ponzoñosos, como se lo enseñó Dominga de Adviento.
Poco después pasaron dos esclavas negras que reconocieron los collares de santería y le hablaron en lengua yoruba. La niña les contestó entusiasmada en la misma lengua. Como nadie sabía por qué estaba allí, las esclavas la llevaron a la cocina tumultuosa, donde fue recibida con alborozo por la servidumbre. Alguien se fijó entonces en la herida del tobillo y quiso saber qué le había pasado. «Me lo hizo madre con un cuchillo», dijo ella. A quienes le preguntaron cómo se llamaba, les dio su nombre de negra: María Mandinga.
Recuperó su mundo al instante. Ayudó a degollar un chivo que se resistía a morir. Le sacó los ojos y le cortó las criadillas, que eran las partes que más le gustaban. Jugó al diábolo con los adultos en la cocina y con los niños del patio, y les ganó a todos. Cantó en yoruba, en congo y en mandinga, y aun los que no entendían la escucharon absortos.