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Al almuerzo se comió un plato con las criadillas y los ojos del chivo, guisados en manteca de cerdo y sazonados con especias ardientes.

A esa hora todo el convento sabía ya que la niña estaba allí, menos Josefa Miranda, la abadesa. Era una mujer enjuta y aguerrida, y con una mentalidad estrecha que le venía de familia. Se había formado en Burgos, a la sombra del Santo Oficio, pero el don de mando y el rigor de sus prejuicios eran de dentro y de siempre. Tenía dos vicarias capaces, pero estaban de sobra, porque ella se ocupaba de todo y sin ayuda de nadie.

Su rencor contra el episcopado local había empezado casi cien años antes de su nacimiento. La causa primera, como en los grandes pleitos de la historia, fue una divergencia mínima por asuntos de dinero y jurisdicción entre las clarisas y el obispo franciscano. Ante la intransigencia de éste, las monjas obtuvieron el apoyo del gobierno civil, y ese fue el principio de una guerra que en algún momento llegó a ser de todos contra todos.

Respaldado por otras comunidades, el obispo puso el convento en estado de sitio para rendirlo por hambre, y decretó el Cessatio a Divinis. Es decir: el cese de todo servicio religioso en la ciudad hasta nueva orden. La población se dividió en pedazos, y las autoridades civiles y religiosas se enfrentaron apoyadas por unos o por otros. Sin embargo, las clarisas seguían vivas y en pie de guerra al cabo de seis meses de asedio, hasta que se descubrió un túnel secreto por donde las abastecían sus partidarios. Los franciscanos, esta vez con el apoyo de un nuevo gobernador, violaron la clausura de Santa Clara y dispersaron a sus monjas. Se necesitaron veinte años para que se calmaran los ánimos y se restituyera a las clarisas el convento desmantelado, pero al cabo de un siglo Josefa Miranda seguía cocinándose a fuego lento en sus rencores. Los inculcó en sus novicias, los cultivó en sus entrañas más que en su corazón, y encarnó todas las culpas de su origen en el obispo De Cáceres y Virtudes y en todo el que tuviera algo que ver con él. De modo que su reacción era previsible, cuando le avisaron, de parte del obispo, que el marqués de Casalduero había llevado al convento a su hija de doce años con síntomas mortales de posesión demoníaca. Sólo hizo una pregunta:

«¿Pero es que existe un tal marqués?» La hizo con doble veneno, porque era asunto del obispo, y porque siempre negó la legitimidad de los nobles criollos, a los cuales llamaba «nobles de gotera».

A la hora del almuerzo no había podido encontrar a Sierva María en el convento. La tornera le había dicho a una vicaria que un hombre de luto le entregó al amanecer una niña rubia, vestida como una reina, pero no había averiguado nada sobre ella, porque era justo el momento en que los mendigos estaban disputándose la sopa de cazabe del domingo de ramos. Como prueba de su dicho le entregó el sombrero de cintas de colores. La vicaria se lo mostró a la abadesa cuando estaban buscando a la niña, y la abadesa no dudó de quién era. Lo agarró con la punta de los dedos y lo reparó a la distancia del brazo.

«Toda una señorita marquesa con un sombrero de maritornes», dijo. «Satanás sabe lo que hace».

Había pasado por ahí a las nueve de la mañana, camino del locutorio, y se había demorado en el jardín discutiendo con los albañiles los precios de una obra de aguas, pero no vio ala niña sentada en el banco de piedra. Tampoco la vieron otras monjas que debieron pasar por allí varias veces. Las dos novicias que le quitaron el anillo juraron que no la habían visto cuando pasaron por allí después de que cantaron la tercia. La abadesa acababa de hacer la siesta cuando oyó una canción de una sola voz que llenó el ámbito del convento. Tiró del cordón que pendía al lado de su cama, y una novicia apareció al instante en la penumbra del cuarto. La abadesa le preguntó quién cantaba con tanto dominio

«La niña», dijo la novicia.

Todavía adormilada, la abadesa murmuró: «Qué voz tan bella». y enseguida dio un salto:

«¡Cual niña!»

«No sé», le dijo la novicia. «Una que tiene el traspatio alborotado desde esta mañana».

«¡Santísimo Sacramento!», gritó la abadesa.

Saltó de la cama. Atravesó el convento a las volandas, y llegó hasta el patio de servicio guiándose por la voz. Sierva María cantaba sentada en un banquillo, con la cabellera extendida por los suelos, en medio de la servidumbre hechizada. Tan pronto como vio a la abadesa dejó de cantar. La abadesa levantó el crucifijo que llevaba colgado del cuello.

«Ave María Purísima», dijo.

«Sin pecado concebida», dijeron todos.

La abadesa blandió el crucifijo como un arma de guerra contra Sierva María. «Vade retro», gritó. Los criados retrocedieron y dejaron a la niña sola en su espacio, con la vista fija y en guardia.

«Engendro de Satanás», gritó la abadesa. «Te has hecho invisible para confundirnos».

No lograron que dijera una palabra. Una novicia quiso llevarla de la mano, pero la abadesa se lo impidió aterrada. «No la toques», gritó. y luego a todos:

«Nadie la toque».

Terminaron por llevarla a la fuerza, pataleando y tirando al aire dentelladas de perro, hasta la última celda del pabellón de la cárcel. En el camino se dieron cuenta de que estaba embarrada de sus excrementos, y la lavaron a baldazos en el establo.

«Tantos conventos en esta ciudad y el señor obispo nos manda los zurullos», protestó la abadesa.

La celda era amplia, de paredes ásperas y el techo muy alto, con nervaduras de comején en el artesonado. Junto a la puerta única había una ventana de cuerpo entero con barrotes de madera torneada y los batientes atrancados con un travesaño de hierro. En la pared del fondo, que daba al mar, había otra ventana alta condenada con crucetas de madera. La cama era una base de argamasa con un colchón de lienzo relleno de paja y percudido por el uso. Había un poyo para sentarse y una mesa de obra que servía al mismo tiempo de altar y lavatorio, bajo un crucifijo solitario clavado en la pared. Allí dejaron a Sierva María, ensopada hasta la trenza y tiritando de miedo, al cuidado de una guardiana instruida para ganar la guerra milenaria contra el demonio.

Se sentó en el catre, mirando los barrotes de hierro de la puerta blindada, y así la encontró la criada que le llevó el platón de la merienda a las cinco de la tarde. No se inmutó. La criada trató de quitarle los collares y ella la agarró por la muñeca y la obligó a soltarlos. En las actas del convento que empezaron a levantarse esa noche la criada declaró que una fuerza del otro mundo la había derribado.

La niña permaneció inmóvil mientras la puerta se cerró y se oyeron los ruidos de la cadena y las dos vueltas de la llave en el candado. Vio lo que había de comer: unas piltrafas de cecina, una torta de cazabe y una jicara de chocolate. Probó el cazabe, lo masticó y lo escupió. Se acostó boca arriba. Oyó el resuello del mar, el viento de agua, los primeros truenos de abril cada vez más cerca. Al amanecer del día siguiente, cuando volvió la criada con el desayuno, la encontró durmiendo sobre los matorrales de paja del colchón, que había destripado con los dientes y las uñas.

Al almuerzo se dejó llevar de buenos modos al refectorio de las internas sin votos de clausura. Era un salón amplio, con una bóveda alta y ventanas grandes, por donde entraba a gritos la claridad del mar y se oía muy cerca el estruendo de los cantiles. Veinte novicias, jóvenes la mayoría, estaban sentadas frente a una doble fila de mesones bastos.

Tenían hábitos de estameña ordinaria y la cabeza rapada, y eran alegres y bobaliconas, y no ocultaban la emoción de estar comiendo su pitanza de cuartel en la misma mesa de una energúmena.

Sierva María estaba sentada cerca de la puerta principal, entre dos guardianas distraídas, y apenas si probaba bocado. Le habían puesto una bata igual a la de las novicias, y las chinelas todavía mojadas.