Al término del examen, Delaura se hizo llevar un estuche de curaciones, pero impidió que entrara la monja boticaria. Ungió las heridas con bálsamos y alivió con soplos suaves el escozor de la carne viva, admirado de la resistencia de la niña ante el dolor. Sierva María no contestó a ninguna de sus preguntas, ni se interesó por sus prédicas, ni se quejó de nada.
Fue un comienzo descorazonador que persiguió a Delaura hasta el remanso de la biblioteca.
Era el ámbito más grande de la casa del obispo, sin una sola ventana, y las paredes cubiertas por vidrieras de caoba con libros numerosos y en orden. En el centro había un mesón con cartas de marear, un astrolabio y otras artes de navegación, y un globo terráqueo con adiciones y enmiendas hechas a mano por cartógrafos sucesivos a medida que iba aumentando el mundo. Al fondo estaba el rústico mesón de trabajo con el tintero, el cortaplumas, las plumas de pavo criollo para escribir, el polvo de cartas y un florero con un clavel podrido. Todo el ámbito estaba en penumbra, y tenía el olor del papel en reposo, y la frescura y el sosiego de una floresta.
Al fondo del salón, en un espacio más reducido, había una estantería cerrada con puertas de tablas ordinarias. Era la cárcel de los libros prohibidos conforme a los espurgatorios de la Santa Inquisición, porque trataban de «materias profanas y fabulosas, y historias fingidas». Nadie tenía acceso a ella, salvo Cayetano Delaura, por hacerla pontificia para explorar los abismos de las letras extraviadas.
Aquel remanso de tantos años se convirtió en su infierno desde que conoció a Sierva María. No volvería a reunirse con sus amigos, clérigos y laicos, que compartían con él los deleites de las ideas puras, y organizaban torneos escolásticos, concursos literarios, veladas de música. La pasión se redujo a entender las marrullerías del demonio, y a eso consagró sus lecturas y reflexiones durante cinco días con sus noches, antes de volver al convento. El lunes, cuando el obispo lo vio salir con paso firme, le preguntó cómo se sentía.
«Con las alas del Espíritu Santo», dijo Delaura.
Se había puesto la sotana de algodón ordinario que le infundía un ánimo de leñador, y llevaba el alma acorazada contra el desaliento. Falta le hacían.
La guardiana contestó sus saludos con un gruñido, Sierva María lo recibió con un mal ceño, y era difícil respirar en la celda por los restos de comidas viejas y excrementos regados por el suelo. En el altar, junto a la lámpara del Santísimo, estaba intacto el almuerzo del día. Delaura cogió el plato y le ofreció a la niña una cucharada de frijoles negros con la manteca cuajada. Ella lo esquivó. Él insistió
varias veces, y la reacción de ella fue igual. Delaura se comió entonces la cucharada de frijoles, la saboreó, y se la tragó sin masticar con gestos reales de repugnancia.
«Tienes razón», le dijo.
«Esto es infame».
La niña no le prestó la menor atención. Cuando le curó el tobillo inflamado se le crispó la piel y sus ojos se humedecieron. Él la creyó vencida, la alivió con susurros de buen pastor, y al fin se atrevió a zafarle las correas para darle una tregua al cuerpo estragado. La niña flexionó los dedos varias veces para sentir que aún eran suyos y estiró los pies entumidos por las amarras. Entonces miró a Delaura por primera vez, lo pesó, lo midió, y se le fue encima con un salto certero de animal de presa. La guardiana ayudó a someterla y a amarrarla. Antes de salir, Delaura sacó del bolsillo un rosario de sándalo y se lo colgó a Sierva María encima de sus collares de santería.
El obispo se alarmó cuando le vio llegar con la cara arañada y un mordisco en la mano que dolía de sólo verlo. Pero más lo alarmó la reacción de Delaura, que mostraba sus heridas como trofeos de guerra y se burlaba del peligro de contraer la rabia. Sin embargo, el médico del obispo le hizo una curación severa, pues era de los que temían que el eclipse del lunes siguiente fuera el preludio de graves desastres.
En cambio, Martina Laborde, la vulneraria, no halló la menor resistencia en Sierva María. Se había asomado en puntillas a la celda, como al azar, y la había visto amarrada de pies y manos en la cama.
La niña se puso en guardia, y mantuvo sus ojos bajos y alerta hasta que Martina le sonrió. Entonces sonrió también y se entregó sin condiciones. Fue como si el alma de Dominga de Adviento hubiera saturado el ámbito de la celda.
Martina le contó quién era, y por qué estaba allí para el resto de sus días, a pesar de que había perdido la voz de tanto proclamar su inocencia. Cuando le preguntó a Sierva María las razones de su encierro, ella pudo decirle apenas lo que sabía por su exorcista:
«Tengo adentro un diablo».
Martina la dejó en paz, pensando que mentía, o que le habían mentido, sin saber que ella era una de las pocas blancas a quienes les había dicho la verdad. Le hizo una demostración del arte de bordar, y la niña le pidió que la soltara para tratar de hacerla igual. Martina le mostró las tijeras que llevaba en el bolsillo de la bata con otros útiles de costura.
«Lo que quieres es que te suelte», le dijo.
«Pero te advierto que si tratas de hacerme mal tengo cómo matarte».
Sierva María no puso en duda su determinación.
Se hizo soltar, y repitió la lección con la facilidad y el buen oído con que aprendió a tocar la tiorba. Antes de retirarse, Martina le prometió conseguir el permiso para ver juntas, el lunes próximo, el eclipse total de sol.
Al amanecer del viernes, las golondrinas se despidieron con una amplia vuelta en el cielo, y rociaron calles y tejados con una nevada de añil nauseabundo. Fue dificil comer y dormir mientras los soles del mediodía no secaron el fiemo empedernido y las brisas de la noche depuraron el aire.
– Pero el terror prevaleció. Nunca se había visto que las golondrinas cagaran en pleno vuelo ni que la hedentina de su estiércol estorbara para vivir.
En el convento, desde luego, nadie dudó de que Sierva María tuviera poderes bastantes para alterar las leyes de las migraciones. Delaura lo sintió hasta en la dureza del aire, el domingo después de la misa, mientras atravesaba el jardín con una canastilla de dulces de los portales. Sierva María, ajena a todo, llevaba todavía el rosario colgado del cuerpo, pero no le contestó el saludo ni se dignó mirarlo. Él se sentó a su lado, masticó con deleite una almojábana de la canastilla, y dijo con la boca llena:
«Sabe a gloria».
Acercó a la boca de Sierva María la otra mitad de la almojábana. Ella la esquivó, pero no se volvió hacia la pared, como las otras veces, sino que le indicó a Delaura que la guardiana los espiaba.
Él hizo un gesto enérgico con la mano hacia la puerta.
«Quítese de ahí», ordenó.
Cuando la guardiana se apartó, la niña quiso saciar sus hambres atrasadas con la media almojabana, pero escupió el bocado. «Sabe a mierda de golondrina», dijo. Sin embargo, su humor cambió.
Facilitó la curación de las peladuras que le escocían la espalda, y le prestó atención a Delaura por primera vez cuando descubrió que tenía la mano vendada. Con una inocencia que no podía ser fingida le preguntó qué le había pasado.
«Me mordió una perrita rabiosa con una cola de más de un metro», dijo Delaura.
Sierva María quiso ver la herida. Delaura se quitó la venda, y ella tocó apenas con el índice el halo solferino de la inflamación, como si fuera una brasa, y rió por primera vez.
«Soy más mala que la peste», dijo.
Delaura no le contestó con los Evangelios sino con Garcilaso:
“Bien puedes hacer esto con quien pueda sufrirlo”
Se fue enardecido por la revelación de que algo inmenso e irreparable había empezado a ocurrir en su vida. La guardiana le recordó al salir, de parte de la abadesa, que estaba prohibido llevar comida de la calle por el riesgo de que alguien les mandara alimentos envenenados, como ocurrió durante el asedio. Delaura le mintió que había llevado la canastilla con licencia del obispo, y sentó una protesta formal por la mala comida de las reclusas en un convento célebre por su buena cocina.