Durante la cena le leyó al obispo con un ánimo nuevo. Lo acompañó en las oraciones de la noche, como siempre, y mantuvo los ojos cerrados para pensar mejor en Sierva María mientras rezaba. Se retiró a la biblioteca más temprano que de costumbre, pensando en ella, y cuanto más pensaba más le crecían las ansias de pensar. Repitió en voz alta los sonetos de amor de Garcilaso, asustado por la sospecha de que en cada verso había una premonición cifrada que tenía algo que ver con su vida. No logró dormir. Al alba se dobló sobre el escritorio con la frente apoyada en el libro que no leyó. Desde el fondo del sueño oyó los tres nocturnos de los maitines del nuevo día en el santuario vecino. «Dios te salve María de Todos los Ángeles», dijo dormido. Su propia voz lo despertó de pronto, y vio a Sierva María con la bata de reclusa y la cabellera a fuego vivo sobre los hombros, que tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Delaura, con Garcilaso, le dijo de voz ardiente: «Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero». Sierva María sonrió sin mirarlo. Él cerró los ojos para estar seguro de que no era un engaño de las sombras. La visión se había desvanecido cuando los abrió, pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias.
CUATRO
El padre Cayetano Delaura fue invitado por el obispo a esperar el eclipse bajo la pérgola de campánulas amarillas, el único lugar de la casa que dominaba el cielo del mar. Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo. El obispo se abanicaba despacio, en una hamaca colgada de dos horcones con cabrestantes de barco, donde acababa de hacer la siesta. Delaura se mecía a su lado en un mecedor de mimbre. Ambos estaban en estado de gracia, tomando agua de tamarindo y mirando por encima de los tejados el vasto cielo sin nubes. Poco después de las dos empezó a oscurecer, las gallinas se recogieron en las perchas y todas las estrellas se encendieron al mismo tiempo. Un escalofrío sobrenatural estremeció el mundo. El obispo oyó el aleteo de las palomas retrasadas buscando a tientas los palomares en la oscuridad.
«Dios es grande», suspiró. «Hasta los animales sienten».
La monja de turno le llevó un candil y unos vidrios ahumados para mirar el sol. El obispo se enderezó en la hamaca y empezó a observar el eclipse a través del cristal.
«Hay que mirar con un solo ojo», dijo, tratando de dominar el silbido de su respiración. «Si no, se corre el riesgo de perder ambos».
Delaura permaneció con el cristal en la mano sin mirar el eclipse. Al cabo de un largo silencio, el obispo lo rastreó en la penumbra, y vio sus ojos fosforescentes ajenos por completo a los hechizos de la falsa noche.
«¿En qué piensas?», le preguntó.
Delaura no contestó. Vio el sol como una luna menguante que le lastimó la retina a pesar del cristal Oscuro. Pero no dejó de mirar.
«Sigues pensando en la niña», dijo el obispo.
Cayetano se sobresaltó, a pesar de que el obispo tenía aquellos aciertos con más frecuencia de la que hubiera sido natural. «Pensaba que el vulgo puede relacionar sus males con este eclipse», dijo. El obispo sacudió la cabeza sin apartar la vista del cielo.
«¿y quién sabe si tienen razón?», dijo. «Las barajas del Señor no son fáciles de leer».
«Este fenómeno fue calculado hace milenios por los astrónomos asirios», dijo Delaura.
«Es una respuesta de jesuita», dijo el obispo.
Cayetano siguió mirando el sol sin el cristal por simple distracción. A las dos y doce parecía un disco negro, perfecto, y por un instante fue la media noche a pleno día. Luego el eclipse recobró su condición terrenal, y empezaron a cantar los gallos del amanecer. Cuando Delaura dejó de mirar, la medalla de fuego persistía en su retina.
«Sigo viendo el eclipse», dijo, divertido. «Adonde quiera que mire, ahí está».
El obispo dio el espectáculo por terminado. «Se te quitará dentro de unas horas», dijo. Se estiró sentado en la hamaca, bostezó y dio gracias al Señor por el nuevo día.
Delaura no había perdido el hilo.
«Con mis respetos, padre mío», dijo, «no creo que esa criatura esté poseída».
Esta vez el obispo se alarmó de veras.
«¿Por qué lo dices?»
«Creo que sólo está aterrorizada», dijo Delaura.
«Tenemos pruebas a manta de Dios», dijo el obispo. «¿O es que no lees las actas?»
Sí. Delaura las había estudiado a fondo, y eran más útiles para conocer la mentalidad de la abadesa que el estado de Sierva María. Habían exorcizado los lugares donde la niña estuvo en la mañana de su ingreso, y cuanto había tocado. A quienes estuvieron en contacto con ella los habían sometido a abstinencias y depuraciones. La novicia que le robó el anillo el primer día fue condenada a trabajos forzados en el huerto. Decían que la niña se había complacido descuartizando un chivo que degolló con sus manos, y se comió las criadillas y los ojos aliñados como fuego vivo.
Hacía gala de un don de lenguas que le permitía entenderse con los africanos de cualquier nación, mejor que ellos mismos entre sí, o con las bestias de cualquier pelaje. Al día siguiente de su llegada, las once guacamayas cautivas que adornaban el jardín desde hacía veinte años amanecieron muertas sin causa. Había fascinado a la servidumbre con canciones demoníacas que cantaba con voces distintas de la suya. Cuando supo que la abadesa la buscaba, se hizo invisible sólo
para ella.
«Sin embargo», dijo Delaura, «creo que lo que nos parece demoníaco son las costumbres de los negros, que la niña ha aprendido por el abandono en que la tuvieron sus padres».
«¡Cuidado!», lo alertó el obispo.
«El Enemigo se vale mejor de nuestra inteligencia que de nuestros yerros».
«Pues el mejor regalo para él sería que exorcizáramos una criatura sana», dijo Delaura.
El obispo se encrespó.
«¿Debo entender que estás en rebeldía?»
«Debe entender que mantengo mis dudas, padre mío», dijo Delaura.
«Pero obedezco con toda humildad».
Así que volvió al convento sin convencer al obispo. Llevaba en el ojo izquierdo un parche de tuerto que le había puesto su médico mientras se le borraba el sol impreso en la retina. Sintió las miradas que lo siguieron a lo largo del jardín y de los corredores sucesivos hasta el pabellón de la cárcel, pero nadie le dirigió la palabra. En todo el ámbito había como una convalecencia del eclipse.
Cuando la guardiana le abrió la celda de Sierva María, Delaura sintió que el corazón se le reventaba en el pecho y apenas si podía tenerse en pie.
Sólo por sondear su humor de esa mañana le preguntó a la niña si había visto el eclipse. En efecto, lo había visto desde la terraza. No entendió que él llevara un parche en el ojo si ella había mirado el sol sin protección y estaba bien. Le contó que las monjas lo habían visto de rodillas y que el convento se había paralizado hasta que empezaron a cantar los gallos. Pero a ella no le había parecido nada del otro mundo.
«Lo que vi es lo que se ve todas las noches», dijo.
Algo había cambiado en ella que Delaura no podía precisar, y cuyo síntoma más visible era un átimo de tristeza. No se equivocó. Apenas habían empezado las curaciones, la niña fijó en él sus ojos ansiosos y le dijo con voz trémula:
«Me voy a morir».
Delaura se estremeció.
«¿Quién te lo dijo?»
«Martina», dijo la niña.
«¿La has visto?»
La niña le contó que había ido dos veces a su celda para enseñarla a bordar, y habían visto juntas el eclipse. Le dijo que era buena y suave y que la abadesa le había dado permiso de hacer las clases de bordado en la terraza para ver los atardeceres en el mar.