«Ajá», dijo él, sin parpadear.
«¿y te dijo cuándo te vas a morir?»
La niña afirmó con los labios apretados para no llorar.
«Después del eclipse», dijo.
«Después del eclipse pueden ser los próximos cien años», dijo Delaura.
Pero tuvo que concentrarse en las curaciones para que ella no notara que tenía un nudo en la garganta. Sierva María no dijo más. Él volvió a mirarla, intrigado por su silencio, y vio que tenía los ojos húmedos.
«Tengo miedo», dijo ella.
Se derrumbó en la cama y se soltó en un llanto desgarrado. Él se sentó más cerca y la reconfortó con paliativos de confesor. Sólo entonces supo Sierva María que Cayetano era su exorcista y no su médico.
«¿Y entonces por qué me cura?», le preguntó.
A él le tembló la voz:
«Porque te quiero mucho».
Ella no fue sensible a su audacia.
Ya de salida, Delaura se asomó a la celda de
Martina. Por primera vez de cerca vio que tenía la piel picada de viruela, el cráneo pelado, la nariz demasiado grande y los dientes de rata, pero su poder de seducción era un fluido material que se sentía de inmediato. Delaura prefirió hablar desde el umbral.
«Esa pobre niña tiene ya demasiados motivos para estar asustada», dijo.
«Le ruego que no se los aumente».
Martina se desconcertó. Nunca se le habría ocurrido pronosticar a nadie el día de su muerte, y mucho menos a una niña tan encantadora e indefensa. Sólo la había interrogado sobre su estado, y por tres o cuatro respuestas se dio cuenta de que mentía por vicio. La seriedad con que Martina lo dijo le bastó a Delaura para comprender que Sierva María le había mentido también a él. Le pidió perdón por su ligereza, y le rogó que no le hiciera ningún reclamo a la niña.
«Yo sabré bien lo que hago», concluyó.
Martina lo envolvió en su hechizo. «Sé quién es su reverencia», dijo, «y sé que siempre ha sabido muy bien lo que hace».
Pero Delaura llevaba un ala herida, por la comprobación de que Sierva María no había necesitado la ayuda de nadie para incubar en la soledad de su celda el pánico de la muerte.
En el curso de esa semana, la madre Josefa Miranda le hizo llegar al obispo un memorial de quejas y reclamos, escrito de su puño y letra. Pedía que se relevara a las clarisas de la tutela de Sierva María, considerada por ella como un castigo tardío por culpas ya purgadas de sobra. Enumeraba una nueva lista de sucesos fenomenales incorporados a las actas, y sólo explicables por un contubernio descarado de la niña con el demonio. El final era una za personal contra ella, y del abuso de llevar comida al convento contra las prohibiciones de la regla.
El obispo le mostró el memorial a Delaura tan pronto como regresó a casa, y él lo leyó de pie, sin que se le moviera un músculo de la cara. Termino enfurecido.
«Si alguien está poseído por todos los demonios es Josefa Miranda», dijo. «Demonios de rencor, de intolerancia, de imbecilidad. ¡Es detestable!»
El obispo se admiró de su virulencia. Delaura lo notó, y trató de explicarse en un tono tranquilo.
«Quiero decir», dijo, «que le atribuye tantos poderes a las fuerzas del mal, que más bien parece devota del demonio».
«Mi investidura no me permite estar de acuerdo contigo», dijo el obispo.
«Pero me gustaría estarlo».
Lo reprendió por cualquier exceso que hubiera podido cometer, y le pidió paciencia para sobrellevar el genio aciago de la abadesa. «Los Evangelios están llenos de mujeres como ella, aun con peores defectos», dijo. «y sin embargo Jesús las enalteció». No pudo continuar, porque el primer trueno de la estación retumbó en la casa y se escapó rodando por el mar, y un aguacero bíblico los apartó del resto del mundo. El obispo se tendió en el mecedor y naufragó en la nostalgia.
«¡Qué lejos estamos!», suspiró.
«¿De qué?»
«De nosotros mismos», dijo el obispo «¿Te parece justo que uno necesite hasta un año para saber que es huérfano?» y a falta de respuesta, se desahogó de su añoranza: «Me llena de terror la sola idea de que en España hayan dormido ya esta noche».
«No podemos intervenir en la rotación de la tierra», dijo Delaura.
«Pero podríamos ignorarla para que no nos duela», dijo el obispo. «Más que la fe, lo que a Galileo le faltaba era corazón».
Delaura conocía aquellas crisis que atormentaban al obispo en sus noches de lluvias tristes desde que la vejez se lo tomó por asalto. Lo único que podía hacer era distraerlo de sus bilis negras hasta que lo venciera el sueño.
A fines de abril se anunció por bando la llegada inminente del nuevo virrey, don Rodrigo de Buen Lozano, de paso para su sede de Santa Fe. Venía con su séquito de oidores y funcionarios, sus criados y sus médicos personales, y un cuarteto de cuerda que le había regalado la reina para sobrellevar los tedios de las Indias. La virreina tenía algún parentesco con la abadesa y había pedido que la alojaran en el convento.
Sierva María fue olvidada en medio de la abrasión de la cal viva, los vapores del alquitrán, el tormento de los martillazos y las blasfemias a gritos de las gentes de toda ley que invadieron la casa hasta la clausura. Un andamio se derrumbó con un estrépito colosal, y un albañil murió y siete obreros más quedaron heridos. La abadesa atribuyó el desastre a los hados maléficos de Sierva María, y aprovechó la nueva ocasión para insistir en que la mandaran a otro convento mientras pasaba el jubileo. Esta vez el argumento principal fue que la vecindad de una energúmena no era recomendable para la virreina. El obispo no le contestó.
Don Rodrigo de Buen Lozano era un asturiano maduro y apuesto, campeón de pelota vasca y de tiro a la perdiz, que compensaba con sus gracias los veintidós años que le llevaba a la esposa. Se reía con todo el cuerpo, aun de sí mismo, y no perdía ocasión de demostrarlo. Desde que percibió las primeras brisas del Caribe, cruzadas de tambores nocturnos y fragancias de guayabas maduras, se quitó los atuendos primaverales y andaba despechugado por entre los corrillos de las señoras.
Desembarcó en mangas de camisa, sin discursos ni alardes de lombardas. En honor suyo se autorizaron fandangos, bundes y cumbiambas, aunque estaban prohibidos por el obispo, y corralejas de toros y peleas de gallos en descampado.
La virreina era casi adolescente, activa y un poco díscola, e irrumpió en el convento como un ventarrón de novedad. No hubo rincón que no registrara, ni problema que no entendiera, ni nada bueno que no quisiera mejorar. En el recorrido del convento quería agotarlo todo con la facilidad de una primeriza. Tanto, que la abadesa creyó prudente ahorrarle la mala impresión de la cárcel.
«No vale la pena», le dijo.
«Sólo hay dos reclusas, y una está poseída por el demonio».
Bastó decirlo para despertar su interés. De nada le valió que las celdas no hubieran sido preparadas ni las reclusas advertidas. Tan pronto como se abrió la puerta, Martina Laborde se arrojó a sus pies con una súplica de perdón.
No parecía fácil después de una fuga frustrada y otra conseguida. La primera la había intentado seis años antes, por la terraza del mar, con otras tres monjas condenadas por distintas causas y con diversas penas. Una lo logró. Fue entonces cuando clausuraron las ventanas y fortificaron el patio bajo la terraza. El año siguiente, las tres restantes amarraron a la guardiana, que entonces dormía dentro del pabellón, y escaparon por una puerta de servicio. La familia de Martina, de acuerdo con su confesor, la devolvió al convento. Durante cuatro años largos siguió siendo la única presa, y no tenía derecho a visitas en el locutorio ni a la misa dominical en la capilla. De modo que el perdón parecía imposible. Sin embargo, la virreina prometió interceder ante el esposo.