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«He conocido la nieve».

Cayetano no se alarmó. En otra época se habló de un virrey que quiso traer la nieve de los Pirineos para que la conocieran los aborígenes, pues ignoraba que la teníamos casi dentro del mar en la Sierra Nevada de Santa Marta. Tal vez, con sus artes novedosas, don Rodrigo de Buen Lozano había coronado la hazaña.

«No», dijo la niña. «Fue en un sueño».

Lo contó: estaba frente a una ventana donde caía una nevada intensa, mientras ella arrancaba y se comía una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo. Delaura sintió un aletazo de pavor.

Temblando ante la inminencia de la última respuesta, se atrevió a preguntarle:

«¿ Cómo terminó?»

«Me da miedo contárselo», dijo Sierva María.

Él no necesitó más. Cerró los ojos y rezó por ella. Cuando terminó era otro.

«No te preocupes», le dijo. «Te prometo que muy pronto serás libre y feliz, por la gracia del Espíritu Santo».

Bernarda no se había enterado hasta entonces de que Sierva María estaba en el convento. Lo supo casi por casualidad, una noche en que encontró a Dulce Olivia barriendo y ordenando la casa, y la confundió con una alucinación de las suyas. En busca de alguna explicación racional, se dio a registrar cuarto por cuarto, y en el recorrido cayó en la cuenta de que no había visto a Sierva María desde hacía tiempo. Caridad del Cobre le dijo lo que sabía: «El señor marqués nos avisó que se iba muy lejos y que no la veríamos más». Como la luz estaba encendida en el dormitorio del marido, Bernarda entró sin tocar. Estaba desvelado en la hamaca, entre el humo de las bostas que ardían a fuego lento para espantar a los mosquitos. Vio a la extraña mujer transfigurada por la bata de seda, y también pensó que era una aparición, porque estaba pálida y mustia, y parecía venir de muy lejos. Bernarda le preguntó por Sierva María.

«Hace días que no está con nosotros», dijo él.

Ella lo entendió en el peor sentido y tuvo que sentarse en el primer sillón que encontró para tomar a lento.

«Quiere decir que Abrenuncio hizo lo que había que hacer», dijo.

El marqués se santiguó:

«jDios nos libre!»

Le contó la verdad. Tuvo el cuidado de explicarle que no la había informado a tiempo porque quiso tratarla, de acuerdo con lo que ella quería, como si hubiera muerto. Bernarda lo escuchó sin parpadear con una atención que no le había merecido en doce años de mala vida común.

«Sabía que iba a costarme la vida», dijo el marqués, «pero en pago de la de ella».

Bernarda suspiró: «Quiere decir que ahora nuestra vergüenza es de dominio público». Vio en los párpados del marido el destello de una lágrima, y un temblor le subió de las entrañas. Esta vez no era la muerte sino la certidumbre ineludible de lo que tarde o temprano tenía que suceder. No se equivocó. El marqués se levantó de la hamaca con sus últimas fuerzas, se derrumbó frente a ella y se soltó en un llanto áspero de viejo inservible. Bernarda capituló por el fuego de las lágrimas de hombre que se escurrieron por sus ingles a través de la seda. Confesó, con todo lo que odiaba a Sierva María, que era un alivio saber que estaba viva.

«Siempre he entendido todo, menos la muerte», dijo.

Volvió a encerrarse en su cuarto, a melaza y cacao, y cuando salió al cabo de dos semanas era un cadáver errante. El marqués había notado trajines de viaje desde muy temprano, y no les prestó atención. Antes que calentara el sol vio salir a Bernarda por el portón del patio en una mula mansa, y seguida por otra con el equipaje. Muchas veces se había ido así, sin muleros ni esclavos, sin despedirse de nadie ni dar razones de nada. Pero el marqués supo que aquella vez se iba para no volver, porque además del baúl de siempre llevaba las dos múcuras repletas de oro puro que tuvo enterradas durante años debajo de la cama.

Tirado a la bartola en la hamaca, el marqués recayó en el terror de que lo acuchillaran los esclavos, y les prohibió entrar en la casa aun durante el día. Así que cuando Cayetano Delaura fue a visitarlo por orden del obispo, tuvo que empujar el portón y entrar sin ser invitado, porque nadie respondió a los aldabonazos. Los mastines se alborotaron en sus jaulas, pero él siguió adelante. En el huerto, con la chilaba sarracena y el gorro toledano, el marqués hacía la siesta en la hamaca, cubierto por completo por los azahares de los naranjos. Delaura lo con-

templó sin despertarlo, y fue como ver a Sierva María decrépita y hecha trizas por la soledad. El marqués despertó, y tardó en reconocerlo por el parche en el ojo. Delaura levantó la mano con los dedos extendidos en señal de paz.

«Dios lo guarde, señor marqués», dijo. «¿Cómo está?»

«Aquí», dijo el marqués. «Pudriéndome».

Apartó con una mano lánguida las telarañas de la siesta y se sentó en la hamaca. Cayetano se excusó por entrar sin ser invitado. El marqués le explicó que nadie hacía caso del aldabón porque se había perdido la costumbre de recibir visitas.

Delaura habló en tono solemne: «El señor obispo, muy atareado y mal del asma, me manda en representación suya». Una vez cumplido el protocolo inicial, se sentó junto a la hamaca y fue al asunto que le abrasaba las entrañas.

«Quiero informarle que me ha sido encomendada la salud espiritual de su hija», dijo.

El marqués lo agradeció y quiso saber cómo estaba.

«Bien», dijo Delaura, «pero quiero ayudarla a que esté mejor».

Explicó el sentido y el método de los exorcismos. Le habló de la potestad que dio Jesús a sus discípulos para expulsar de los cuerpos los espíritus inmundos, y sanar enfermedades y flaquezas. Le contó la lección evangélica de Legión y los dos mil cerdos endemoniados. Sin embargo, lo primordial era establecer si Sierva María estaba en realidad poseída. Él no lo creía, pero requería la ayuda del marqués para disipar cualquier duda. Ante todo, dijo, quería saber cómo era la hija antes de entrar en el convento.

«No lo sé», dijo el marqués. «Siento que la conozco menos cuanto más la conozco».

Lo atormentaba la culpa de haberla abandonado a su suerte en el patio de los esclavos. A eso atribuía sus silencios, que podían durar meses; las explosiones de violencia irracional, la astucia con que se burlaba de la madre colgándoles a los gatos el cencerro que ella le ponía en el puño. La mayor dificultad para conocerla era su vicio de mentir por placer.

«Como los negros», dijo Delaura.

«Los negros nos mienten a nosotros, pero no entre ellos», dijo el marqués.

En el dormitorio, Delaura separó con una sola mirada lo que fue la profusa utilería de la abuela y los objetos nuevos de Sierva María: las muñecas vivas, las bailarinas de cuerda, las cajas de música.

Sobre la cama, tal como la hizo el marqués, seguía la maletita con que la llevó al convento. La tiorba cubierta de polvo estaba de cualquier modo en un rincón. El marqués explicó que era un instrumento italiano caído en desuso, y magnificó las facultades de la niña para tocarla. Empezó afinándola por distracción, y no sólo terminó tocándola de buena memoria, sino cantando la canción que cantaba con Sierva María.

Fue un instante revelador. La música le dijo a Delaura lo que el marqués no había acertado a decirle de la hija. Éste, a su vez, se conmovió tanto que no pudo terminar la canción. Suspiró: