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«¿ Y ahora?»

«Ahora nada», dijo él. «Me basta con que lo sepas».

No pudo seguir. Llorando en silencio pasó su brazo por debajo de la cabeza de ella para que le sirviera de almohada, y ella se enroscó en su costado. Permanecieron así, sin dormir, sin hablar, hasta que empezaron a cantar los gallos, y él tuvo que apurarse para llegar a tiempo a la misa de cinco. Antes que se fuera, Sierva María le regaló el precioso collar de Oddúa: dieciocho pulgadas de cuentas de nacar y coral. El pánico había sido reemplazado por la zozobra del corazón. Delaura no tenía sosiego, hacía las cosas de cualquier modo, flotaba, hasta la hora feliz en que huía del hospital para ver a Sierva María. Llegaba jadeando a la celda ensopado por las lluvias perpetuas, y ella lo esperaba con tal ansiedad que la sola sonrisa de él le devolvía el aliento. Una noche fue ella quien tomó la iniciativa con los versos que aprendía de tanto oírlos. «Cuando me paro a contemplar mi estado ya ver los pasos por donde me has traído», recitó. y preguntó con picardía:

«¿Cómo sigue?»

«Yo acabaré, que me entregué sin arte a quien sabrá perderme y acabarme», dijo él. Ella lo repitió con la misma ternura, y continuaron así hasta el final del libro, saltando versos, pervirtiendo y tergiversando los sonetos por conveniencia, jugueteando con ellos a su antojo con un dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los gallos, y ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol, y salió sin ver a Cayetano en la cama.

«Lucifer es un bicho», se burló él cuando recobró el aire. «También a mí me ha vuelto invisible».

Sierva María tuvo que refinar su astucia para que la vigilante no volviera a entrar en la celda aquel día. Tarde en la noche, después de una jornada entera de retozos, se sentían amados desde siempre.

Cayetano, entre broma y de veras, se atrevió a zafarle a Sierva María el cordón del corpiño. Ella se protegió el.pecho con las dos manos, y hubo un destello de furia en sus ojos y una ráfaga de rubor le encendió la frente. Cayetano le agarró las manos con el pulgar y el índice, como si estuvieran a fuego vivo, y se las apartó del pecho. Ella trató de resistir, y él le opuso una fuerza tierna pero resuelta.

«Repite conmigo», le dijo: «En fin a vuestras manos he venido».

Ella obedeció. «Do sé que he de morir», prosiguió

él, mientras le abría el corpiño con sus dedos helados. Ella lo repitió casi sin voz, temblando de miedo: «Para que sólo en mí fuese probado cuánto corta una espada en un rendido». Entonces la besó en los labios por primera vez. El cuerpo de Sierva María se estremeció con un quejido, soltó una tenue brisa de mar y se abandonó a su suerte. Él se paseó por su piel con la yema de los dedos, sin tocarla apenas, y vivió por primera vez el prodigio de sentirse en otro cuerpo. Una voz interior le hizo ver qué lejos había estado del diablo en sus insomnios de latín y griego, en los éxtasis de la fe, en los yermos de la pureza, mientras ella convivía con todas las potencias del amor libre en las barracas de los esclavos. Se dejó guiar por ella, tanteando en las tinieblas, pero se arrepintió en el último instante y se desbarrancó en un cataclismo moral. Permaneció bocarriba con los ojos cerrados.

Sierva María se asustó de su silencio y su quietud de muerte, y lo tocó con un dedo.

«¿Qué le pasa?», le preguntó.

«Déjame ahora», murmuró él. «Estoy rezando».

En los días siguientes sólo tuvieron instantes de sosiego mientras estaban juntos. No se saciaron de hablar de los dolores del amor. Se agotaban a besos, declamaban llorando a lágrima viva versos de enamorados, se cantaban al oído, se revolcaban en cenagales de deseo hasta el límite de sus fuerzas; exhaustos pero vírgenes. Pues él había decidido mantener su voto hasta recibir el sacramento, y ella lo compartió.

En las pausas de la pasión intercambiaron pruebas excesivas. Él le dijo que sería capaz de cualquier cosa por ella. Sierva María le pidió con una crueldad infantil que se comiera por ella una cucaracha. Él la atrapó antes de que ella pudiera impedirlo, y se la comió viva. En otros desafíos vesánicos él le preguntó si se cortaría la trenza por él, y ella dijo que sí, pero le advirtió en broma o en serio que en ese caso tendría que casarse con ella para cumplir la condición de la manda. Él llevó a la celda un cuchillo de cocina,y le dijo: «Veamos si es cierto». Ella se volvió de espaldas para que él pudiera cortar de raíz. Lo instó: «Atrévase». No se atrevió. Días después, ella le preguntó si se dejaría degollar como un chivo. Él dijo que sí con firmeza. Ella sacó el cuchillo y se dispuso a probarlo. Él saltó de terror con el escalofrío final. «Tú no», dijo. «Tú no». Ella, muerta de risa, quiso saber por qué, y él le dijo la verdad:

«Porque tú sí te atreves».

En los remansos de la pasión empezaron a disfrutar también de los tedios del amor cotidiano.

Ella mantenía la celda limpia y en orden para cuando él llegaba con la naturalidad del marido que volvía a casa. Cayetano la enseñaba a leer y escribir y la iniciaba en el culto de la poesía y la devoción del Espíritu Santo, a la espera del día feliz en que fueran libres y casados.

Al amanecer del 27 de abril, Sierva María empezaba a dormirse después que Cayetano abandonó la celda, cuando entraron a buscarla sin anuncio para iniciar los exorcismos. Fue el ritual de un condenado a muerte. La llevaron a rastras al abrevadero, la lavaron a baldazos, la despojaron a tirones de sus collares y le pusieron el camisón brutal de los herejes. Una monja de jardinería le cortó la cabellera hasta la altura de la nuca con cuatro mordiscos de unas cizallas de podar, y la arrojó a la hoguera encendida en el patio. La monja peluquera acabó de tundirle los cabos del tamaño de media pulgada, como lo usaban las clarisas debajo del velo, y fue echándolos al fuego a medida que los cortaba.

Sierva María vio la deflagración dorada y oyó la crepitación de la leña virgen y sintió el tufo acre de cuerno quemado sin que se le moviera un músculo de su rostro de piedra. Por último le pusieron una, camisa de fuerza, la taparon con un trapo fúnebre y dos esclavos la llevaron a la capilla en una parihuela de soldados.

El obispo había convocado al Cabildo Eclesiástico, compuesto por prebendados esclarecidos, y estos habían escogido a cuatro de los suyos para que lo asistieran en el procedimiento de Sierva María. En un último acto de afirmación el obispo se sobrepuso a las miserias de su salud. Dispuso que la ceremonia no fuera en la catedral, como en otras ocasiones memorables, sino en la capilla del convento de Santa Clara, y asumió en persona la ejecución del exorcismo. Las clarisas encabezadas por la abadesa estuvieron en el coro desde antes de los maitines, y allí los cantaron con acompañamiento de órgano, conmovidas por la solemnidad del día que despuntaba.

Enseguida entraron los prelados del Cabildo Eclesiástico, los prebostes de tres órdenes y los principales del Santo Oficio. Aparte de estos últimos, no había ni habría ningún civil. El obispo entró el último en atuendo de gran ceremonia, llevado en andas por cuatro esclavos y con un aura de aflicción inconsolable. Se sentó frente al altar mayor,junto al catafalco de mármol de los funerales grandiosos, en una poltrona giratoria que le facilitaba el manejo del cuerpo. A las seis en punto, los dos esclavos llevaron a Sierva María en la parihuela, con la camisa de fuerza y todavía tapada con el paño morado. El calor se hizo insoportable durante la misa cantada. Los bajos del órgano retumbaban en el artesonado, y apenas si dejaban grietas para las voces insípidas de las clarisas invisibles detrás de las celosías del coro. Los dos esclavos medio desnudos que habían llevado la parihuela de Sierva María permanecieron en guardia junto a ella. La descubrieron al final de la misa y la dejaron tendida como una princesa muerta sobre el catafalco de mármol. Los esclavos del obispo lo pusieron junto a ella en la poltrona, y los dejaron solos en un amplio espacio frente al altar mayor.