«Ya ves», dijo furioso, «es así como hubiéramos sido».
Ella se levantó sin terminar. Quitó la mesa, lavó los platos y las cazuelas con una rabia sórdida, y a medida que los lavaba iba rompiéndolos en el fregadero. Él la dejó llorar, hasta que vació los escombros de la vajilla como una avalancha de granizo en el cajón de la basura. Se fue sin despedirse. El marqués no supo nunca, ni lo supo nadie, en qué momento Dulce Olivia había dejado de ser ella, y sólo seguía siendo una aparición en las noches de la casa. El infundio de que Cayetano Delaura era hijo del obispo había sustituido al más antiguo de que eran amantes desde Salamanca. La versión de Dulce Olivia, confirmada y pervertida por Sagunta, decía en efecto que Sierva María estaba secuestrada en el convento para saciar los apetitos satánicos de Cayetano Delaura, y que había concebido un hijo de dos cabezas. Sus saturnales, decía Sagunta, habían contaminado a la comunidad enera de las clarisas.
El marqués no se repuso jamás. Tantaleando en el tremedal de la memoria buscó un refugio contra el terror, y sólo encontró el recuerdo de Bernarda enaltecido por la soledad. Trató de conjurarlo con las cosas que más odiaba de ella, sus vientos fétidos, sus repostadas ríspidas, sus juanetes de gallo, y cuanto más quería envilecerla más se la idealizaban los recuerdos. Derrotado por la añoranza le mandó recados de tanteos al trapiche de Mahates donde la suponía desde que se fue, y allí estaba. Le mandó razón de que olvidara sus rencores y regresara a casa, para que ambos tuvieran al menos con quién morir. Ante la falta de respuesta, se fue a buscarla.
Tuvo que remontar los afluentes de la memoria.
La hacienda que había sido la mejor del virreinato, estaba reducida a la nada. Era imposible distinguir el camino entre la maleza. Del ingenio solo quedaban los escombros, las máquinas carcomidas por el óxido, las osamentas de los dos últimos bueyes todavía uncidas al brazo del trapiche. El pozo de los suspiros era lo único que parecía con vida a la sombra de los totumos. Antes de divisar la casa entre las breñas calcinadas de los cañaverales, el marqués percibió el perfume de los jabones de Bernarda, que había terminado por ser su olor natural, y se dio cuenta de cuán ansioso estaba por verla. En la baranda del pórtico, sentada en un mecedor y comiendo cacao con la mirada inmóvil en el horizonte, allí estaba. Tenía una saya de algodón rosado y el cabello todavía húmedo por el baño reciente en el pozo de los suspiros.
El marqués la saludó antes de subir los tres escalones del portaclass="underline" «Buenas tardes». Bernarda le contestó sin mirarlo, como si el saludo hubiera sido de nadie. El marqués subió a la baranda, y desde allí recorrió el horizonte completo con una mirada continua por encima de la maleza. Hasta donde alcanzaba la vista no había sino monte salvaje y sólo los totumos del pozo. «¿ Qué se ha hecho la gente?», preguntó. Bernarda, igual que su padre, volvió a contestarle sin mirarlo. «Se han ido todos»,
dijo. «No hay un ser vivo en cien leguas a la redonda».
Él entró en busca de un asiento. La casa estaba desportillada, y unos arbustos de florecitas moradas despuntaban por entre los ladrillos del piso. En el comedor estaba la mesa antigua con las mismas sillas carcomidas por el comején, el reloj parado en una hora de quién sabía cuándo, y todo en un aire de un polvo invisible que se sentía al respirar. El marqués se llevó una de las sillas, se sentó junto a Bernarda, y le dijo en voz muy baja:
«He venido por usted».
Bernarda no se inmutó, pero hizo con la cabeza una afirmación apenas perceptible. Él le contó su estado: la casa solitaria, los esclavos agazapados detrás de los arbustos con los cuchillos listos, las noches interminables.
«Aquello no es vida», dijo
«Nunca lo ha sido», dijo ella.
«Tal vez pudiera serlo», dijo él.
«No me diría tal cosa si de veras supiera cuánto lo odio», dijo ella.
«También yo he creído siempre que la odio»,
dijo él, «y ahora me sucede que no lo sé a ciencia cierta».
Bernarda le abrió entonces sus entrañas para que él se viera dentro a la luz del día. Le contó cómo fue que su padre la mandó con el pretexto de los arenques y los encurtidos, cómo lo engañaron con el truco viejo de la lectura de la mano, cómo acordaron que ella lo violara cuando él se hacía el desentendido, y cómo habían planeado la maniobra fría y certera de concebir a Sierva María para atraparlo de por vida. Lo único que él debía agradecerle era que no hubiera tenido corazón para el último acto acordado con su padre, que era echarle un chorro de láudano en la sopa para no tener que sufrirlo.
«Yo misma me puse la soga al cuello», dijo. «Pero no me arrepiento. Era demasiado esperar que además de todo tuviera que amar a esa pobre sietemesina, o a usted, que ha sido la causa de mis desgracias».
Con todo, el último peldaño de su degradación había sido la pérdida de Judas Iscariote. Buscándolo en otros se había entregado a la fornicación sin freno con los esclavos del trapiche, que era lo que más asco le daba antes de atreverse la primera vez. Los escogía en cuadrillas y los despachaba en fila india en la guardarraya de los platanales hasta que la miel fermentada y las tabletas de cacao resquebrajaron sus encantos, y se volvió hinchada y fea, y los ánimos no le alcanzaron para tanto cuerpo. Entonces empezó a pagar. Primero con oropeles a los más jóvenes, según la belleza y el calibre, y al final en oro puro con los que pudiera. Tardó demasiado en descubrir que escapaban en masa a San Basilio de Palenque para ponerse a salvo de su hambrina insaciable.
«Entonces supe que hubiera sido capaz de matarlos a machetazos», dijo, sin una lágrima. «y no sólo a ellos sino también a usted y a la niña, y al baratero de mi padre, y a todo el que se había cagado en mi vida. Pero ya no era nadie para matar a nadie.
Permanecieron en silencio viendo el atardecer sobre las breñas. Un tropel de animales remotos se oyó en el horizonte, y una voz de mujer inconsolable los llamó por sus nombres, uno por uno, hasta que se hizo noche. El marqués suspiró:
«Ya veo que no tengo nada que agradecerle».
Se levantó sin prisas, volvió a poner la silla en su lugar, y se fue por donde había venido, sin despedirse y sin una luz. Lo único que se encontró de él, dos veranos más tarde, en una vereda sin rumbo, fue la osamenta carcomida por los gallinazos.
Martina Laborde había hecho aquel día una sesión de bordado que duró la mañana entera para terminar una labor atrasada. Almorzó en la celda de Sierva María, y luego fue a la suya para hacer la siesta. Por la tarde, ya en las últimas puntadas, le habló con una rara tristeza.
«Si alguna vez sales de este encierro, o si salgo primero, acuérdate siempre de mí», le dijo. «Ha de ser mi única gloria».
Sierva María no lo entendió hasta el día siguiente, cuando la guardiana la despertó a gritos porque Martina no amaneció en su celda. Habían registrado a fondo el convento y no hallaron ni un rastro. La única noticia que se tuvo de ella fue un papel escrito con su letra florida que Sierva María encontró debajo de la almohada: Rezaré tres veces al día porque seais muy felices.
Estaba todavía aturdida por la sorpresa, cuando entró la abadesa con la vicaria y otras reverendas de infantería, y con una patrulla de guardias armados de mosquetes. Tendió una mano colérica para tocar a Sierva María, y le gritó:
«Eres cómplice y serás castigada».
La niña levantó la mano libre con una determinación que paralizó a la abadesa en su sitio.
«Los vi salir», dijo.
La abadesa quedó atónita.
«¿No estaba sola?»
«Eran seis», dijo Sierva María.
No parecía posible, y menos aún que salieran por la terraza, cuya única vía de escape era el patio fortificado. «Tenían alas de murciélago», dijo Sierva María aleteando con los brazos. «Las abrieron en la terraza, y se la llevaron volando, volando, hasta el otro lado del mar». El capitán de la patrulla se santiguó espantado y cayó de rodillas.