La música mejoró tanto la armonía conyugal, que doña Olalla se atrevió a dar el paso que le faltaba. Una noche de tormenta, tal vez fingiendo un miedo que no sentía, se fue a la recámara del marido intacto.
“Soy dueña de la mitad de esta cama”, le dijo, “y vengo por ella”.
Él se mantuvo en sus trece. Segura de convencerlo por la razón o por la fuerza, ella siguió en los suyos. La vida no les dio tiempo. Un 9 de noviembre estaban tocando a dúo bajo los naranjos, porque el aire era puro y el cielo alto y sin nubes, cuando un relámpago los cegó, un estampido sísmico los sacó de quicio, y doña Olalla cayó fulminada por la centella.
La ciudad sobrecogida interpretó la tragedia como una deflagración de la cólera divina por una culpa inconfesable. El marqués ordenó funerales de reina, en los cuales se mostró por primera vez con los tafetanes negros y la color macilenta que había de llevar hasta siempre. Al regreso del cementerio lo sorprendió una nevada de palomitas de papel sobre los naranjos del huerto. Atrapó una al azar, la deshizo, y leyó: Ese rayo era mío.
Antes de terminar el novenario había hecho donación a la iglesia de los bienes materiales que sustentaron la grandeza del mayorazgo: una hacienda de ganado en Mompox y otra en Ayapel, y dos mil hectáreas en Mahates, a sólo dos leguas de aquí, con varios hatos de caballos de monta y de paso, una hacienda de labranza y el mejor trapiche de la costa caribe. Sin embargo, la leyenda de su fortuna se fundaba en un latifundio inmenso y ocioso, cuyos linderos imaginarios se perdían en la memoria más allá de los pantanos de La Guaripa y los bajos de La Pureza hasta los manglares de Urabá. Lo único que conservó fue la mansión señorial con el patio de la servidumbre reducido al mínimo, y el trapiche de Mahates. A Dominga de Adviento le entregó el gobierno de la casa. Al viejo Neptuno le mantuvo la dignidad de cochero que le concedió el primer marqués, y lo encargó de velar por lo poco que quedaba de la caballeriza doméstica.
Por primera vez solo en la tenebrosa mansión de sus mayores, apenas si podía dormir en la oscuridad, por el miedo congénito de los nobles criollos de ser asesinados por sus esclavos durante el sueño. Despertaba de golpe, sin saber si los ojos febriles que se asomaban por los tragaluces eran de este mundo o del otro. Iba en puntillas a la puerta, la abría de pronto, y sorprendía a un negro que lo aguaitaba por la cerradura. Los sentía deslizarse con pasos de tigre por los corredores, desnudos y embadurnados de grasa de coco para que no pudieran atraparlos. Aturdido por tantos miedos juntos ordenó que las luces permanecieran encendidas hasta el amanecer, expulsó a los esclavos que poco a poco se apoderaban de los espacios vacíos, y llevó a la casa los primeros mastines amaestrados en artes de guerra.
El portón se cerró. Relegaron los muebles franceses cuyos terciopelos apestaban por la humedad, vendieron los gobelinos y las porcelanas y las obras maestras de relojería, y se conformaron con hamacas de lampazo para entretener el calor en las recámaras desmanteladas. El marqués no volvió a misa ni a retiros, ni llevó el palio del Santísimo en las procesiones, ni guardó fiestas ni respetó cuaresmas, aunque siguió puntual en el pago de los tributos a la Iglesia. Se refugió en la hamaca, a veces en el dormitorio por los sopores de agosto, y casi siempre para la siesta bajo los naranjos del huerto. Las locas le tiraban sobras de cocina y le gritaban obscenidades tiernas, pero cuando el gobierno le ofreció el favor de mudar el manicomio, se opuso por gratitud con ellas.
Vencida por los desaires del pretendido, Dulce Olivia se consoló con la añoranza de lo que no fue. Se escapaba de la Divina Pastora por los portillos del huerto cada vez que podía. Amansó e hizo suyos los mastines de presa con cebos de buen amor, y dedicaba sus horas de sueño a cuidar de la casa que nunca tuvo, a barrerla con escobas de albahaca para la buena suerte y a colgar ristras de ajo en los dormitorios para espantar a los mosquitos. Dominga de Adviento, cuya mano derecha no dejaba nada al azar, murió sin descubrir por qué los corredores amanecían más limpios de como anochecían, y las cosas que ordenaba de un modo amanecían de otro. Antes de cumplir un año de viudo, el marqués sorprendió por primera vez a Dulce Olivia fregando los trastos de cocina que le parecían mal tenidos por las esclavas.
«No creí que te atrevieras a tanto», le dijo.
«Porque sigues siendo el pobre diablo de siempre», le contestó ella.
Así se reanudó una amistad prohibida que por lo menos una vez se pareció al amor. Hablaban hasta el amanecer, sin ilusiones ni despecho, como un viejo matrimonio condenado a la rutina. Creían ser felices, y tal vez lo eran, hasta que uno de los dos decía una palabra de más, o daba un paso de menos, y la noche se pudría en un pleito de vándalos que desmoralizaba a los mastines. Todo volvía entonces al principio, y Dulce Olivia desaparecía de la casa por largo tiempo.
A ella le confesó el marqués que su desprecio por las fortunas terrestres y los cambios de su modo de ser no habían sido por devoción sino por el pavor que le causó la pérdida súbita de la fe cuando vio el cuerpo de la esposa carbonizado por el rayo. Dulce Olivia se ofreció para consolarlo. Le prometió ser su esclava sumisa tanto en la cocina como en la cama. Él no se rindió.
«Nunca más me casaré», le juró.
Antes de un año, sin embargo, se había casado a escondidas con Bernarda Cabrera, la hija de un antiguo capataz de su padre venido a más en el comercio de ultramarinos. Se habían conocido cuando éste la encargó de llevar a la casa los arenques en salmuera y las aceitunas negras que eran la debilidad de doña Olalla, y cuando ella murió siguió llevándoselas al marqués. Una tarde en que Bernarda lo encontró en la hamaca del huerto le leyó el destino escrito a flor de piel en su mano izquierda. El marqués se impresionó tanto con sus aciertos que siguió llamándola a la hora de la siesta aunque no tuviera nada que comprar, pero pasaron dos meses sin que él tomara la iniciativa de nada. Así que ella lo hizo por él. Lo acaballó en la hamaca por asalto y lo amordazó con las faldas de la chilaba que él llevaba puesta, hasta dejarlo exhausto. Entonces lo revivió con un ardor y una sabiduría que él no habría imaginado en los placeres desmirriados de sus amores solitarios, y lo despojó sin gloria de su virginidad. Él había cumplido cincuenta y dos años y ella veintitrés, pero la diferencia de edades era la menos perniciosa.
Siguieron haciendo el amor en la siesta, de prisa y sin corazón, a la sombra evangélica de los naranjos. Las locas los alentaban con canciones procaces desde las terrazas, y celebraban sus triunfos con aplausos de estadio. Antes de que el marqués tomara conciencia de los riesgos que lo acechaban, Bernarda lo sacó del estupor con la novedad de que estaba encinta de dos meses. Le recordó que no era negra, sino hija de indio ladino y blanca de Castilla, de modo que la única aguja para zurcir la honra era el matrimonio formal. Él le dio largas hasta que el padre de ella llamó al portón a la hora de la siesta con un arcabuz arcaico en bandolera. Era de verba lenta y ademanes suaves, y le entregó el arma al marqués sin mirarlo a la cara.
«¿Sabe qué es eso, señor marqués?», le preguntó.
El marqués no sabía qué hacer con el arma en las manos.
«Hasta donde alcanza mi ciencia, creo que es un arcabuz», dijo. y preguntó, de veras intrigado:
«¿Para qué lo usa?»
«Para defenderme de los piratas, señor», dijo el indio, todavía sin mirarlo a la cara. «Ahora lo traigo por si su merced me quiere hacer la gracia de matarme antes que yo lo mate».