Lorenzo Silva
Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos
Para mi hermano Manuel y para Eduardo Gutiérrez, imprescindibles compañeros de viaje.
Para mi familia marroquí, mis tíos Isabel y Mohammed y mis primas Meryem y Mouna, por ayudarme a mirar desde más cerca.
… que es razón averiguada, que aquello que más cuesta, se estima y se debe estimar en más.
Miguel de Cervantes, Quijote, I, Xxxviii}.
Palabra preliminar
Todo viaje tiene sus limitaciones. El que refleja este libro lo realicé hace cuatro años, y antes de nada debo advertir que es hijo de su momento.
Algunas cosas han cambiado desde entonces, aunque quizá no tantas como a mí me habría gustado. Los marroquíes siguen llevando, en general, una vida dura, y los españoles seguimos, en gran medida, dándoles la espalda.
La segunda limitación de este viaje literario son los conocimientos e impresiones de su autor. No pretendo ser un experto en Marruecos, ni tampoco en los acontecimientos históricos que asoman en más de una ocasión a estas páginas. Sólo soy un viajero más o menos atento y un lector curioso, y mi relato no pasa de reflejar mi experiencia y mis apreciaciones personales en esa doble condición.
Finalmente, debo constatar las muchas cosas que no pude o no tuve tiempo de ver y saber. Desde entonces, he subsanado alguna de esas omisiones.
He conocido algo mejor la vida y a las gentes de Ceuta y Melilla, por ejemplo, y posiblemente mi visión de esta última ciudad no sería hoy igual a la estampa algo desolada y solitaria que muestra el principio del libro, deudora de la percepción que tuve de ella un particular fin de semana del verano de 1997. Escribo además estas líneas en tierras africanas con la luz de Ceuta entrando por la ventana y la imagen de un embriagado anochecer sobre la medina de Tetuán todavía reciente en la memoria. Mi viaje de entonces no alcanzó a ninguna de estas dos ciudades, cosa que lamento por lo que falta y podría haberse incluido.
Pese a todo, no he querido enmendar el texto, escrito en 1998, salvo allí donde advertí algún error. Pido disculpas por los que quedarán, a pesar de todas las precauciones. Los viajes son así, insuficientes e imperfectos, y probablemente así deban quedar contados.
Ceuta, 6 de mayo de 2001
Jornada Primera. Melilla
1. La llegada. Las razones
La primera imagen de Melilla la obtenemos desde el aire, mientras nuestro minúsculo aeroplano da las preceptivas vueltas de aproximación a la pista de aterrizaje que se ha conseguido habilitar en el poco terreno disponible. Lo más honrado que puede decirse de esta impresión de pájaro es que no resulta en exceso halagüeña. Desde arriba, la ciudad queda delatada no sólo en su angostura, sino también en su desamparada promiscuidad con los alrededores. Para bien o para mal, la vista aérea no reconoce rayas divisorias, y al observador le resulta imposible ceñir la mirada a Melilla, una superficie de unos pocos kilómetros cuadrados arrinconada contra una playa. Sin querer, los ojos se van en seguida a lo demás, a los relieves y elevaciones por los que se desparraman las casas blancas de Marruecos. El país limítrofe alcanza su más apabullante presencia en el monte Gurugú, al que la ciudad queda inapelablemente sometida.
Con una maniobra ajustada, el avión toma tierra. Tras cumplir el consabido ritual de desabrochado de cinturones y recuperación de bultos, nos asomamos a la escalerilla. Una bofetada de aire tropical, caliente y húmedo, nos sacude el rostro y el cuerpo. Es la primera sensación del aire de África, que en nuestro caso tiene esa contundencia con que los desplazamientos aéreos le hacen sentir a uno el cambio de ambiente. Estamos, además, a finales de julio, cuando más inclemente, por caluroso, es el clima aquí.
En el pequeño edificio terminal del aeropuerto, los pasajeros del avión son casi en su totalidad recibidos por personas del lugar. Incluso los que no tienen a nadie esperando se mueven con ese desembarazo que distingue a los que no llegan por primera vez a un sitio. Todos ellos son residentes, actuales o antiguos, o familiares de residentes. No hay un solo turista, salvo que pueda contársenos como tales (y puede, quizá) a nosotros tres. A esta ciudad nadie viene si no tiene alguna razón perentoria o ineludible para venir, y menos en julio, época en la que tantos otros y apetecibles destinos se ofrecen al ocioso. Cuando días atrás, en Madrid, hemos dicho que hoy volaríamos a Melilla, quienes nos escuchaban lo han considerado casi invariablemente una extravagancia. La única excepción al estupor y la incomprensión ha sido una mujer nacida en la ciudad, y que quizá siente por ella la ceguera del cariño. Esta mujer, con todo, ha juzgado algo extraño el resto de nuestro itinerario por Marruecos, que en parte ha recorrido ella misma.
Todos los pasajeros tienen un coche esperando a la puerta, salvo nosotros, que nos vemos obligados a coger un taxi que aguarda sin mucha esperanza a la salida del edificio terminal. Es un Mercedes antediluviano, sucio y corroído, el primero de los miles que veremos durante nuestro viaje. Al volante se sienta un notorio ex legionario, y es imposible equivocarse por la planta, los tatuajes y las insignias en el salpicadero (entre ellas, una de las fuerzas expedicionarias en Bosnia). Hasta lleva la bandera con el águila en la correa del reloj. Le damos la dirección de nuestro hotel, en el centro. Lo ubica, naturalmente, porque no hacerlo implicaría una colosal desmemoria para alguien en su circunstancia. Durante el trayecto, siento la comezón de interrogarle y tratar de sacarle la historia que le llevó allí, al Tercio, y luego, tras licenciarse, le hizo taxista en la exigua ciudad colonial. He tratado con otros ex legionarios, en Málaga, cuando iba allí a pasar el verano con mi familia, y les he oído narrar de corrido a mi padre sus peripecias. Pero quizá éste no participe de la locuacidad proverbial de aquellos, y de hecho su gesto, un poco reconcentrado, no lo augura. Como voy sentado a su lado y me resulta violento no cambiar palabra, elijo un tema neutro y le pido algunas precisiones geográficas sobre la situación del aeropuerto y los puestos fronterizos. En rigor no las necesitamos, gracias al estudio previo del mapa de la ciudad, pero me permiten ir ablandando su costra. Al cabo de pocos minutos llegamos a las inmediaciones del centro y pasamos bajo el puente del antiguo ferrocarril de las minas. Lo reconozco por las fotografías que he visto de él. Eran fotografías de otro tiempo, exactamente de los oscuros días del desastre de 1921, cuando hasta aquí llegaban los cañonazos de los rifeños, pero apenas ha cambiado su inconfundible silueta de hormigón. No obstante mi certeza, consulto con el conductor si ése es el puente del antiguo ferrocarril de las minas. El ex legionario pone un gesto de ostensible asombro. Los forasteros que caen por el aeropuerto deben de ser en general fastidiados padres que acuden de mala gana a la jura de bandera de sus desgraciados hijos, a los que la crueldad del sorteo militar destinó a este agujero africano. Seguramente no es habitual que se interesen por los monumentos de la ciudad, y mucho menos que los señalen como quien reconoce algo que esperaba ver. Desde ese momento es mucho más amable, pero el trayecto se acaba y la ocasión de ahondar ya se ha perdido. Al cabo de cinco minutos estamos ante el hotel, y el ex legionario, a quien hemos dado una razonable propina, nos ayuda a descargar los bultos y se despide con una advertencia amistosa:
– Tengan cuidado con los moros chicos.
En ese momento, un remolino de cinco o seis niños y niñas de no más de nueve años se organiza a nuestro alrededor. Es el primer contacto con la mendicidad de Marruecos, abnegada y acuciante como ninguna otra que hayamos conocido, y que en la ciudad española incrustada en el lomo de su miseria se ejerce regularmente a las puertas de los hoteles. Desde temprana edad, los moros, como los llama con superioridad el taxista y cualquier otro español que haya vivido aquí un par de meses, saben que no se puede esperar mucho de los residentes, que están insensibilizados a su portentoso aparato petitorio. Los forasteros, los que recalan en los hoteles, son las víctimas predilectas. Por eso los niños se agarran a nuestros macutos, a las piernas, nos tiran de la ropa. Con esfuerzo (nadie sale a espantarlos, como ocurriría en cualquier otro negocio del implacable occidente o incluso del mismo Marruecos), conseguimos entrar en el hotel. En el mostrador nos aguarda muy ligeramente, sin ninguna curiosidad, un hombre de aspecto amargado. Lo único un poco llamativo que percibo en su mirada es una extrañeza desvaída, la que le produce ver entrar a tres tipos de unos treinta años con aspecto de exploradores. Quién puede tener nada que explorar aquí, a esa edad y en estas fechas, en vez de irse a ligar a Mallorca o a Benidorm? Una décima de segundo después, el hombre del mostrador se provee de una esforzada sonrisa comercial y nos da la bienvenida. Confirma que tenemos una reserva, toma nuestros datos y hace que nos acompañen a las habitaciones. Cada uno toma posesión de la suya. Son dignas, aunque viejas. El aspecto del hotel (las paredes, los muebles, las tapicerías) le hace a uno remontarse a como era la Península en 1970. Después, paseando por las calles de Melilla, abandonadas no pocas de ellas a su suerte por las autoridades, podremos confirmar esa impresión de desfase temporal.
La ventana de mi habitación da a un patio mezquino y sucio. Al asomarme a ella percibo junto a mí la presencia de un aparato antediluviano de aire acondicionado, que arranca con un frágil estruendo varios segundos después de apretar el interruptor. Elijo ese momento y el asmático arrullo de la máquina para hacerme yo mismo, como comprobación, la pregunta: Qué hago aquí, en Melilla, este sábado de finales de julio de 1997? Nada de lo que veo debilita, sin embargo, mi convicción acerca de la conveniencia y aun la necesidad de este viaje. Todo lo contrario. Vengo a Melilla porque esperaba encontrar más o menos esto, un lugar que ha quedado descolgado del tiempo, como un residuo dejado por la historia. Vengo en parte por esa historia, y por eso vengo a finales de julio. Fue a finales de julio de 1921 cuando el ejército español sufrió en la zona de Melilla uno de sus más sonados reveses, quizá el que encabezaría con toda justicia el apretado libro que podría titularse Grandes derrotas de la historia militar española. Cuando menos, es el descalabro más extraordinario del siglo, y aunque casi todos los españoles de mi generación tienen o han debido tener un abuelo o un tío abuelo que participó en aquella infausta guerra, una espesa capa de silencio y de vergüenza la ha mantenido ajena a la conciencia de mis compatriotas. Hace poco se cumplieron 75 años del desastre, y como siempre que se conmemora un número redondo (o semirredondo), salió algún libro y hubo alguna reseña, pero todo se apagó rápidamente, frente a la pujanza de otros asuntos cruciales con los que la actualidad nacional reclamaba entonces la atención del público. Incluso los intentos de refrescar la memoria fueron más bien anecdóticos: mapitas esquemáticos con las líneas y las posiciones dibujadas, frías cifras de muertos (15.000, 20.000) y fotografías viejas que todos miraban con indiferencia, aunque se tratara de cadáveres pudriéndose al sol. Hay que admitir, indudablemente, que no tenían el lujo de colores con que la televisión nos acerca las masacres del momento. También se pudo ver, no obstante, una fotografía nueva, y por tanto en color. Mostraba a alguien sonriente que se había desplazado con ocasión del aniversario a la llanura de Annual, a unos ciento veinte kilómetros de Melilla. Allí, en Annual, estaba el campamento en el que comenzó el holocausto. En la fotografía era una llanura verde de aspecto inofensivo, casi bucólico, porque el conmemorador en cuestión parecía haber viajado allí en el frescor de la primavera.