Cae la noche y a la terraza empiezan a llegar familias. Son todos españoles, bien vestidos y alimentados, por lo que no suscitan las ansias de intervenir del policía paticorto. De hecho, más bien parecen cohibirle. Los hombres tienen aspecto atlético, con sus polos de manga corta ajustados al torso, y las mujeres son rubias y elegantes, mucho más que su desfondada mujer. Sospecho que me encuentro ante otra aparición de la respetada aristocracia militar de Melilla. Ellos son oficiales de academia, con toda seguridad. Conozco a los oficiales de academia; una vez fui reprendido por uno de ellos por no rendirle pleitesía de forma adecuadamente convincente, cuando yo me creía un brillante escéptico de diecinueve años y no supe percatarme de que a sus ojos no era más que una mierda de soldado. Los recién llegados se apoderan inmediatamente de la situación, de las atenciones del camarero y hasta del dueño, que sale a tomar nota de la comanda. El paticorto y sus acompañantes no tardan en despejar. También nosotros nos retiramos, dejando todo el terreno a los reyes del mambo. Es el suyo un reino restringido, y la comida que les traen con mucha ceremonia no parece gran cosa, pero su orgullo resulta patente. Tiene algo de triste la imagen de los hombres y mujeres de poco más de treinta años reducidos a aquel espacio donde esa simple cena en la terraza se convierte en un acontecimiento. Pero también es hermosa la noche que comienza y de la que son dueños indiscutidos.
De regreso hacia el hotel pasamos frente al puerto y junto a una estatua que muestra a un militar en uniforme de campaña. Lleva un sombrero y bajo él tardamos en reconocerle. También nos despista que el personaje está representado en su edad juvenil, que no es la que ha quedado en la memoria colectiva. Disipando nuestras dudas, la leyenda del pedestal le identifica como el comandante Franco. Un homenaje de la ciudad al hombre que con Millán Astray llegó en las horas más oscuras al frente de quienes venían a socorrerla. Justo enfrente de donde está la estatua desembarcó la Legión en julio de 1921, para reforzar la casi simbólica guarnición de Melilla.
Los legionarios bajaron al muelle cantando La Madelón, y el hombre al que representa la estatua, lo dejó escrito, sintió una viva emoción ante el entregado recibimiento de aquellos hombres y mujeres aterrorizados por la perspectiva de ser pasados a cuchillo por los rifeños. Hay un relato menos glorioso y lucido de la llegada de aquellas tropas, el que hace Arturo Barea en La ruta. Según Barea, después de pasarse toda la travesía mareados y vomitando, por lo mala que estaba la mar, aquellos soldados se desparramaron por las tabernas y burdeles de Melilla, y todos los moros de la ciudad tuvieron que esconderse porque un legionario le rebanó las orejas al primero que se tropezó. Para la conciencia de las gentes, que prefiere una historia sin ángulos oscuros, quedó sólo que la Legión salvó la ciudad (aunque los rifeños no tenían en realidad intención de asaltarla). Fue unos pocos días después de aquel desembarco cuando Lola Montes cantó en Melilla la canción El novio de la muerte, que acababa de estrenar en Málaga, y que la Legión tomaría en seguida como himno en sustitución de La Madelón. Todas estas circunstancias dan una idea de la estrecha relación existente entre la ciudad, la Legión y su más célebre jefe, y explica en parte por qué fracasó el intento de llevarse la estatua del embrión de dictador a un lugar menos eminente. Hay que reconocer, sin ninguna simpatía por lo que Franco acabó representando, que la imagen del comandante legionario (al contrario de lo que sucede con la del obeso general sublevado o con la del caudillo decrépito) posee un cierto atractivo, y que se contempla sin disgusto. El escultor ha sabido representar la audacia del joven oficial y ha silenciado la ambición del futuro déspota, convirtiéndolo en una especie de alegre aventurero colonial.
Volvemos al hotel, donde hemos decidido cenar por estricta comodidad. Pedimos hamburguesas, sin ninguna pretensión gastronómica. Nos las sirve una camarera bastante simpática, que parece empeñada en sostener, con nuestra colaboración espontánea, la ficción de que en realidad hemos puesto a prueba la habilidad del cocinero con una exquisita petición. Las hamburguesas son desde luego muy dignas, y así se lo confirmamos cuando se interesa por nuestra opinión al respecto. Alargamos un poco la sobremesa mirando la televisión. Como era de prever, en todo el rato que la miramos dista de aparecer en ella nada que tenga el más mínimo interés, pero atendemos sabiendo que durante varios días vamos a estar desprovistos de cualquier posibilidad de escuchar y ver todas esas tonterías familiares. También de ellas, al fin y al cabo, se construye el hogar.
Recuerdo que hay un aspecto organizativo que no tenemos solucionado: carecemos de moneda marroquí. En todo el día no hemos encontrado un solo banco abierto. Cuando le preguntamos al hombre triste de la recepción (que hemos sabido que es catalán, como la cadena a la que pertenece el hotel), se ríe fatigadamente y responde:
– Cambiad en la calle. Es donde cambiamos todos, aquí.
En la calle quiere decir, naturalmente, en el mercado negro. Nuestras guías sobre Marruecos, al hablar sobre el asunto de la moneda (el dirham, no convertible), advierten contra la tentación de conseguirla en el mercado negro. Los turistas alemanes y franceses para los que están escritas esas guías obedecerán ciegamente ese consejo, y lo mismo haremos nosotros cuando estemos en Marruecos, pero aquí en Melilla parece que la regla es otra.
El encargado catalán del hotel nos informa:
– Os lo deben dar a catorce y pico.
Si piden más, buscad otro cambista.
El encargado describe con cierto fatalismo estas pequeñas miserias de la intendencia cotidiana melillense. Sin duda lamenta que de todos los hoteles de la cadena, presente en Canarias, Mallorca y otros lugares apetecibles, hayan tenido que enviarle al de Melilla. Como los reclutas que vimos en Melilla la Vieja (también catalanes, casualmente), se resigna pero no lo asume. Ha relajado sus habilidades profesionales hasta el extremo de tutear a los clientes y de sestear manifiestamente ante el mostrador donde se pasa el día, como si le importase un bledo lo que piensen de él. A pesar de todo, colabora y nos da algunas otras informaciones útiles sobre el paso de la frontera. Diez años atrás, cuando aún no había empezado a caérsele el pelo ni sus superiores habían concebido la vejación de deportarle a Melilla, debió de ser un empleado modélico que halagaba educadamente a las clientas en francés y en inglés, en italiano y en alemán.
Para ayudar a la digestión, salimos a dar un paseo nocturno. La temperatura en la calle, con la brisa del mar, es simplemente perfecta. Esquivamos las desganadas invitaciones de quienes atienden los lúgubres bazares que siguen abiertos en la calle de nuestro hotel y subimos hacia la avenida principal. Está prácticamente vacía, lo mismo que las calles adyacentes. Atravesamos hasta el Parque Hernández, en el que a esta hora el ambiente resulta de lo más agradable. No serán más allá de las diez y media, pero tampoco queda apenas gente en el parque. Algunas parejas de marroquíes, una familia, también marroquí, que va de retirada, y algunos hombres jóvenes de diversos orígenes, incluidos algunos centroafricanos. Paseamos sin prisa bajo los árboles, entre los que merodea una legión de gatos. Un par de viejas mujeres les dan de comer en una esquina del parque. Llegamos hasta la verja frente a la Comandancia General y después desandamos sin prisa el camino. De todas las sensaciones llama mi atención el olor dulce y tibio de las plantas, que me recuerda el olor de otros jardines meridionales de mi infancia y de mi adolescencia. Es casi absoluta la quietud que reina en el parque, prolongación nocturna del relativo letargo que con pocas excepciones hemos advertido en la ciudad. Dudo si será porque ha hecho un día demasiado caluroso, o porque es sábado, o porque es julio y la gente está de vacaciones en otra parte. Pero la impresión que nos llevamos de la ciudad es la de un lugar medio abandonado, donde la poca vida que se percibe viene sobre todo de la fracción africana, legal o ilegal, de la población.
Y sin embargo, dicen que hace cuarenta o cincuenta años Melilla era un lugar magnífico para vivir. Recuerdo el testimonio de una amiga que entonces era niña en la ciudad norteafricana, y a la que todavía hoy se le empañan los ojos al recordar aquella existencia apacible bajo la luz incomparable de África, conviviendo con sus vecinos de origen marroquí (según ella, la gente más cálida y generosa que ha conocido nunca) y disfrutando de placeres que no ofrecía la Península. Cuenta la antigua niña melillense que su padre tenía una caseta enorme en la playa del Club Militar (aunque no era miembro del ejército ni especialmente adinerado) y que en los cálidos días del verano se pasaban allí las horas, como en una colonia de vacaciones. También existía entonces su porción de racismo, como lo probaron alguna vez los chavales moros que se atrevían a entrar en la playa acotada para los españoles y a los que se expulsaba inmediata y contundentemente. Pero en conjunto la vida transcurría suave, y el futuro parecía despejado. Bajo estos mismos árboles, los melillenses paseaban entonces llenos de orgullo y confianza. No es desde luego ésa la sensación que ahora, a finales de los noventa, transmite la ciudad.
Salimos del parque. La plaza de España está igualmente desierta, mientras la rodeamos de vuelta hacia el hotel. Nos detenemos durante un momento a mirar las murallas iluminadas de la ciudadela. Guardaremos en nuestra memoria esa imagen nocturna, despojándola piadosamente de los andamios que atestiguan la habitual precipitación de los fastos públicos (y es que se supone que la restauración de las murallas, cuyo retraso proclaman esos andamios, debía de servir para conmemorar el quinto centenario que ahora se cumple). En cualquier caso, Melilla la Vieja, en lo alto de la noche de julio, tiene ese aspecto privilegiado y sutil de las cosas soñadas. Así la recordaremos.