Ahora sólo queda cruzar la barrera española y entrar en la tierra de nadie, que es una extensión amplia, de unos cien metros, o quizá más. Al vernos así, cargados y a pie, los policías españoles y los muchos compatriotas que van hacia Marruecos en sus coches nos miran con cierta extrañeza. Avanzamos por la desolada tierra de nadie bajo el sol que empieza a pegar fuerte. Al fondo se ve BeniEnzar, el comienzo de Marruecos. Hay un montón de bloques cuadrados, viejos y sucios, y en medio de ellos el puesto con la bandera roja y la estrella verde de cinco puntas. En dirección contraria, a nuestra izquierda, siguen pasando marroquíes rumbo a Melilla. También nos miran, con una especie de sorna. Es una mirada nueva, que nos advierte que estamos a punto de perder el privilegio que nos asiste en nuestro territorio (el de ser nosotros los dueños, los normales, y ellos los irregulares, los intrusos). De camino hacia el puesto marroquí, nos metemos por una especie de pasillo entre una barandilla y un muro que hay a mano derecha. Al vernos, un gendarme nos ordena que salgamos y pasemos por la parte de fuera. Obedecemos y cuando llegamos a su altura nos señala una caseta prefabricada, que es donde parece que debemos presentar nuestros pasaportes.
Nunca habíamos cruzado una frontera así, a pie, y cargando cada uno con una impedimenta que nos hace parecer refugiados. Hay que reconocer que la frontera de Beni-Enzar, con su aspecto caótico, es una frontera especialmente sugerente para atravesarla de esta guisa. Desde el interior de la caseta prefabricada un gendarme coge nuestros pasaportes y nos alarga unos impresos. Encima de la caseta hay un aparato de aire acondicionado, pero sus efectos benefician a los gendarmes que hay dentro, no a nosotros, que debemos hacer todo el trámite a pleno sol ante la minúscula ventanilla. En el formulario se incluyen preguntas inconstitucionales, como nuestras profesiones y alguna otra por el estilo. Pero recuerdo que ahora no nos protege la Constitución española, precisamente. Contestamos dócilmente, aproximándonos más o menos a la verdad. Entre otras cosas nos piden que digamos a dónde vamos, lo que tampoco es anormal ni abusivo, pero nos plantea una dificultad inesperada. En realidad vamos a muchos sitios, así que decidimos poner el lugar por donde tenemos previsto salir. Dudo un instante cómo se escribe Tánger en francés. Igual, salvo el acento, recuerdo al fin.
El gendarme tarda un buen rato en ficharnos. Somos los únicos peatones que cruzan la frontera hacia Marruecos. Nuestros compatriotas pasan casi todos confortablemente arrellanados en sus 4*4 climatizados. Desde ellos nos compadecen por nuestra condición pedestre, que nos asimila a los desharrapados que cruzan en sentido inverso. Oímos el tecleo de una máquina de escribir, con la que hacen nuestras fichas (porque nos hacen una ficha, literalmente). Una vez terminadas acertamos a ver que las archivan en cajoncitos marcados con las letras del alfabeto, cada una en el cajoncito correspondiente a la inicial del apellido. Tras eso nos devuelven al fin (han podido pasar veinte minutos) nuestros pasaportes con el sello de entrada. En él, bajo unos finos arabescos, figura el rótulo "POLICE PF Beni-Enzar". Causa una sensación extraña saber que nuestras fichas quedan allí archivadas, en la caseta prefabricada del puesto fronterizo de Beni-Enzar, atestiguando quizá para siempre que el 27 de julio de 1997 pasamos por aquí.
Sólo nos queda un trámite fronterizo, el examen de nuestro equipaje por los aduaneros. Nos indican que vayamos a otra dependencia. Entramos en ella y ponemos nuestros macutos, abiertos, sobre un banco gris. El aduanero los revuelve sin miramientos y sin especial interés, aunque se preocupa de llegar hasta el fondo. Con eso estamos listos y entramos al fin en Beni-Enzar. Es un pueblo o una pequeña ciudad de aspecto bastante miserable. Los bloques cercanos a la raya fronteriza se ven descuidados y precarios. Además no hay aceras, sólo la deteriorada calzada y a ambos lados la tierra reseca e irregular. En conjunto, la entrada de Beni-Enzar nos produce una sensación de desastre. Tras la retención del puesto fronterizo, los coches aceleran ruidosamente, esquivando (como nosotros mismos hemos de esquivar) a los muchos transeúntes que vagan por los terraplenes y las cunetas. Todos nos miran fijamente. Con esas miradas empezamos a hacernos una idea de hasta qué punto vamos a tener que estar preparados para sobrellevar el peso de nuestra diferencia. Los tres somos morenos, pero no tanto como ellos, y sospechamos que eso, nuestra apariencia física, no es por cierto lo principal.
Con todo, siempre me han seducido las fronteras. Uno recorre unos pocos metros, y aunque el aire y el sol y hasta la tierra son los mismos, de pronto es otro mundo. Sobre todo aquí, en Beni-Enzar. Son tan de otra manera los edificios, la traza de las calles, el ritmo de la vida. Al fondo hay carteles con la imagen del rey Hassan 2, que forma parte de la rutina de estas gentes, pero que para nosotros es un icono exótico. Sorteando como podemos a los chavales que se nos acercan, buscamos el coche que en teoría nos debe estar esperando. El coche y su conductor vienen de Rabat, de donde han partido muy de madrugada, y es un buen trecho de carretera no siempre buena el que hay entre medias. La idea de alquilar el coche con conductor es la menos mala que se nos ha ocurrido para hacer la primera parte de nuestro viaje con cierta garantía y cierta posibilidad de entendimiento. Podemos defendernos en francés, pero nos hemos informado de que en el Rif no siempre es posible arreglarse en ese idioma, y en algunas zonas ni siquiera en árabe. Si bien el hecho de llevar conductor supone un exceso de confort para nuestro gusto, hay que saber ser práctico. Y no nos arrepentiremos de haberlo planeado así.
Al fin aparece el coche, un Seat Córdoba rojo. Se detiene a cierta distancia, porque no se permite acercarse demasiado a la frontera. Se queda a un lado de la carretera y el conductor baja al instante. Es un hombre de poca estatura, 1,60 como mucho, muy moreno de tez. Tiene el pelo ralo y muy negro y una barba bien dibujada. Sus rasgos son agradables, y en su rostro se adivina viveza mental y destaca una singular nobleza en la mirada. Es una mirada penetrante y lejana, como la de quienes tienen el hábito de mirar en el desierto. Pesan en mi imaginación, al hacer esta asociación de ideas, un par de novelas escritas por oficiales españoles de los Grupos Nómadas en el Sáhara, leídas recientemente. Según esos oficiales, medianos novelistas, pero protagonistas de una experiencia única, los saharauis son capaces de ver a distancias imposibles para los europeos, porque a esas distancias han de advertir a sus enemigos o avistar las gacelas que cazan. Más adelante sabremos (casualidad o no) que a nuestro conductor no le es del todo ajeno el Sáhara.
Cuando llegamos a la altura del coche, el conductor, que viste traje azul, camisa blanca y corbata negra, ya ha abierto el maletero y nos espera muy tieso junto a la máquina. Le tiendo la mano mientras pregunto:
– Monsieur L.? Debe de extrañarle mi respetuoso tratamiento, pero asiente. Me presento y le presento a mi hermano y a Eduardo. El nombre de pila de nuestro conductor es Hamdani, con el que le llamaremos entre nosotros en adelante.
Tras cargar el equipaje, Hamdani me ruega que le esperemos un momento.
Mi tío de Rabat, que ha sido quien se ha ocupado de contratarlo, le ha encargado saludar de su parte al jefe del puesto fronterizo, a quien al parecer mi tío conoce. Supongo que el encargo tenía la finalidad de facilitar nuestro paso por la frontera, si había algún contratiempo, por lo que ya no tiene mayor utilidad. Pero Hamdani ha recibido la instrucción y no puede dejar de cumplirla. Va a la carrera y vuelve a los diez minutos.
– No estaba hoy de servicio -explica-. Su tío me ha contado la ruta que desean hacer. Vamos primero a Nador, ¿no?
– Sí, a Nador -repito, un poco aturdido. Sé que hay quien puede reírse de que esto me emocione, pero me emociona. Cuando yo tenía doce años solía leer ese nombre en un libro que me fascinaba, y me parecía un sitio imposible y distante. Nador, donde soñaban guarecerse los fugitivos de Annual, creyendo que allí estarían a salvo del enemigo. Nador, que ardía cuando la vieron los pocos que hasta allí llegaron.
2. Nador y Zeluán
Maghrib al Aqsá, "el remoto occidente", así se llama Marruecos en árabe. El nombre que nosotros le ponemos proviene en realidad de una de sus ciudades más conocidas, Marrakech o Marrakus. Marruecos, el occidente lejano de los musulmanes, es también un sueño de adolescencia que ahora al fin pisamos. Mientras cubrimos los primeros kilómetros de nuestro viaje por su territorio, tratamos de familiarizarnos con el paisaje. Por el momento es una autovía en bastante mal estado, resquebrajada y despintada, por la que circulan los vehículos sin mucha prisa. Las cunetas están llenas de peatones y animales, algunos en movimiento hacia Melilla o hacia Nador, muchos parados sin más, viendo pasar el tráfico. En cuanto al paisaje en sí, por donde ahora avanzamos es llano y árido, apenas alterado por unos pocos relieves pelados o cubiertos de escasa vegetación. El sol reverbera sobre la tierra amarilla, que tampoco nos resulta excesivamente extraña. Ruiz Albéniz, en la descripción geográfica con que comienza su España en el Rif, describe estas tierras como semejantes a La Mancha y Ciudad Real, en lo que no anda del todo descaminado. Hacia el sur y el oeste se adivinan mayores alturas, que vienen a corroborar otra descripción, la de un ingeniero de montes comisionado tras las escaramuzas de 1911-1912 para valorar el potencial de la región: "El territorio ocupado no es más, en lo que a su suelo y vegetación se refiere, que la provincia de Almería prolongada a través del Mediterráneo". Las palabras del ingeniero tenían clara intención despectiva, pero a nosotros no nos desagrada la imagen que vemos. Personalmente, y podrá ser una perversión, he llegado a disfrutar incluso con los paisajes más desolados de la meseta castellana, de modo que estas primeras vistas del Rif no producen en mi ánimo la menor decepción ni desasosiego alguno.