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Mientras bajamos hacia Nador por la autovía, dejamos a nuestra izquierda el Gurugú y a la derecha la Mar Chica, Bu Areg en la lengua del lugar. La laguna, sin embargo, no es visible hasta que llevamos recorridos unos kilómetros y el trazado de la carretera se acerca a su orilla. Durante este primer trecho de nuestro viaje, aprovechamos para ir tomando confianza con el conductor. Le preguntamos por su viaje nocturno, sobre cuyas penalidades no nos da detalles. Cuando sugiero que debe de estar cansado y que quizá el plan de este primer día de ruta resulte demasiado fatigoso para él, rechaza mi insinuación amable pero enérgicamente.

– Estoy acostumbrado a conducir -asegura.

Propongo que paremos un rato en Nador, para mirar tranquilamente la ruta sobre el mapa y tomar algo. Todavía es más o menos temprano y así aprovecharemos para planificar mejor la jornada.

– Como ustedes quieran -responde Hamdani-. Yo estoy a su disposición, para que su viaje sea lo mejor posible. He viajado mucho con otros extranjeros, americanos, alemanes, franceses. Mi único deseo es que luego, cuando vuelvan a su país, tengan un buen recuerdo del mío.

Hamdani se muestra servicial y suena convincente, sin un ápice de la hipocresía comercial que afea normalmente la disponibilidad que se puede obtener de un español a cambio de cierta remuneración. Uno sabe que debajo de la cortesía, en el caso de un español, se oculta siempre una buena dosis de orgullo, pero tampoco diría que nuestro conductor no es orgulloso. Todo lo contrario. Diría que se ofrece por algo más importante que el dinero que vamos a pagarle, aunque éste le sea necesario para mantener a su familia. Se huele de lejos que es un hombre serio, con un sentido de sus obligaciones y una responsabilidad para con lo que hace en la vida. Durante el viaje llegará a convencernos de que es ella, y no el jornal, lo que le impulsa al esmero, que no es un deber que tenga con nosotros o con mi tío, sino con su propia conciencia.

Antes de llegar a Nador nos tropezamos con el primer control policial. Hamdani nos explica que habrá muchos hasta Alhucemas, porque en esta zona andan muy pendientes del contrabando. En Marruecos los aranceles son desmesurados, y el contrabando una de sus más florecientes industrias, sin que se sepa a ciencia cierta si lo uno lleva a lo otro o lo otro a lo uno. Los gendarmes prestan especial atención a los coches de los emigrantes que regresan a casa cargados hasta los topes. No nos queda muy claro cómo se resuelven estas inspecciones, de las que veremos muchas durante nuestro viaje, porque revisar verdaderamente a conciencia la carga sólo es posible deshaciendo los enormes fardos que los vehículos llevan a cuestas, y se tardaría horas en rehacerlos. Hamdani, disciplinado, se para a unos veinte metros del control, baja la ventanilla por completo y no arranca hasta que el gendarme le indica que avance. Al llegar a su altura vuelve a detenerse, hace un saludo militar y le desea respetuosamente al gendarme:

– Salaam aleicum.

El gendarme responde a su saludo, nos observa con detenimiento y pide explicaciones, que Hamdani le da en árabe. Habla con prudencia pero esa lengua es en sí misma áspera y decidida, y todos parecen tutearse en ella. Rápidamente el gendarme afloja y sonríe e intercambian un par de bromas. A continuación nos deja marchar, saludándonos especialmente a nosotros, los españoles, con alegre deferencia. No todos los gendarmes que nos encontraremos serán tan fáciles de convencer como éste, pero con todos, siempre con una mezcla habilidosa de sumisión y confianza, se las arreglará nuestro conductor para evitarnos el menor contratiempo; y aunque la escena del control policial siempre se desarrollará con una cierta tensión (se percibe que éste es un país donde todavía el común de la población teme más que aprecia a la policía), en más de una ocasión terminará con un "buen viaje" chapurreado en español por el gendarme.

Tenemos ya Nador a la vista, y dominando la ciudad las dos lomas gemelas que los españoles, con burda pero eficaz inventiva, bautizaron con el inevitable nombre de las Tetas de Nador. La carretera se dirige recta hacia el centro de la ciudad, relativamente populosa y con mucho movimiento. Se nota que ha sido una ciudad española hasta hace poco más de cuatro décadas, porque su trazado no es muy diferente del de ciertas ciudades andaluzas de mediano tamaño. Pero la mayoría de los adelantos urbanísticos de los que se han ido beneficiando éstas brillan por su ausencia en Nador. Salvo en la parte más céntrica, formada por edificios de cinco o seis alturas, tampoco abundan las aceras. De todos modos, es una ciudad que merece el nombre de tal; no en vano se trata de la capital de la provincia. Damos una vuelta por sus calles sin bajar del coche. Como sentencia duramente una de nuestras guías, no tienen demasiado atractivo. Únicamente merece algo la pena la plaza principal, presidida por un pintoresco mercado.

Completando el recorrido, nos asomamos a la orilla de la Mar Chica, junto a la que han hecho una especie de paseo bastante aparente. Aquí se sitúan los edificios más destacados de la ciudad, algunos hoteles y el consulado de España. Nos detenemos un instante a disfrutar de la vista. Al parecer la laguna está fuertemente contaminada, pero su imagen quieta y azul, a la altura misma de nuestros ojos (como si el lugar desde el que la miramos estuviera un poco por debajo de su nivel), resulta muy relajante. No habría imaginado que tuviera este aspecto casi voluptuoso, que disfrutarán por la mañana los huéspedes de los hoteles. En los primeros tiempos del Protectorado, la Mar Chica era ante todo objeto de especulaciones bélicas, en torno a la posibilidad de ensanchar su boca y dragarla para que pudieran entrar los barcos de la Armada. Las lanchas artilladas que en alguna ocasión surcaron las aguas de la laguna no eran garantía bastante. La idea, naturalmente, era asegurar por vía marítima la defensa de Nador, por si la comunicación por tierra con Melilla quedaba interrumpida, como ocurrió a finales de julio de 1921. Puede que durante los días de aquel asedio los sitiados en Nador volvieran alguna vez la mirada a un horizonte tan luminoso como el que hoy se nos ofrece a nosotros, y puede que la Mar Chica estuviera tan tranquila como ahora. La naturaleza resulta a menudo paradójica, porque no se somete a los hechos ni a los sentimientos humanos.

La guarnición de Nador estaba por aquellos días bastante mermada. Por temor a que los soldados indígenas de Regulares desertaran con sus fusiles, se había tomado la decisión de desarmarlos, desoyendo sus protestas de lealtad. Aun así, los defensores aguantaron hasta el 2 de agosto, sin que los refuerzos de Melilla, pese a las propuestas temerarias de algunos jefes legionarios, llegaran a serles enviados. Melilla tenía bastante con consolidar su propia situación. Parece que por aquella época Nador era famosa por sus lupanares, en los que encontraban esparcimiento los soldados españoles. Uno se pregunta qué sería de todo aquello en el torbellino del desastre. Desde luego, cuando el Tercio reconquistó el pueblo, un par de meses después, no encontró más que ruinas y cadáveres. Algunas fuentes aseguran que los moros, en un gesto de clemencia inusual, dejaron ir a quienes se rindieron, pero los supervivientes no debían ser ya muchos.

Fue aquí, junto a esta laguna, a lo largo y a lo ancho de la llanura que desde Melilla acabamos de atravesar cómodamente en veinte minutos, por donde anduvo de operaciones el entonces sargento de ingenieros Arturo Barea, y donde empezó a cubrirse de gloria y a labrarse su propia convicción de ser un hombre providencial el entonces comandante Franco. El segundo, en su libro Diario de una bandera, dejó una minuciosa relación de operaciones militares, donde da parte detallado de las posiciones que se van ganando y de las sucesivas maniobras, haciendo en todo momento gala de una sobrecogedora frialdad. Barea prefirió reducir aquellos meses de horror a un relato escueto, de poco más de una página, en el que se leen, por ejemplo, estas palabras:

La lucha en sí era lo menos importante. Las marchas a través de los arenales de Melilla, heraldos del desierto, no importaban; ni la sed y el polvo, ni el agua sucia, escasa y salobre, ni los tiros, ni nuestros propios muertos calientes y flexibles, que poníamos en una camilla y cubríamos con una manta; ni los heridos que se quejaban monótonos o aullaban de dolor. Nada de esto era importante, porque todo había perdido su fuerza y sus proporciones. Pero ¡los otros muertos! Aquellos muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África que vuelve la carne fresca en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos.!Oh, aquellos muertos!

Junto a la Mar Chica, en esta mañana de julio de tanto tiempo después, el sol de África no pudre carne española; sólo empieza, como comprobaremos por la noche, a quemar nuestra piel.

Resplandece en paz bajo su luz la bandera rojigualda del consulado, que en estos tiempos se mantiene abierto principalmente para tramitar los visados de quienes quieren pasar a España (algunos dicen que hace años, después de la independencia, desde aquí se alentaban conspiraciones para una rebelión rifeña contra el gobierno de Rabat). Subimos al coche y le sugerimos a Hamdani que es el momento de buscar un lugar donde sentarnos a estudiar la ruta.

Volvemos a atravesar por el centro de Nador y nos detenemos en un cafetín de las afueras, ya en la carretera de Zeluán. Pedimos para todos té con hierbabuena, que teníamos ganas de probar desde nuestra llegada a Melilla. Hamdani observa que es una buena elección, porque el día va a ser muy caluroso y no hay nada mejor contra la sed. El rito del té, en el que dejamos que nuestro conductor nos guíe, comienza escanciando un primer vaso que hay que devolver a la tetera, para que se disuelva bien el azúcar. Después Hamdani sirve los cuatro vasos, alzando la tetera hasta que se produce un poco de espuma. Cuando el vaso está lleno, corta el chorro con un golpe de muñeca. El té está hirviendo y el vaso quema los dedos. Para impedirlo, hay que cogerlo entre el filo superior y la base, más gruesa. Tradicionalmente era importante aprender este truco, porque dejar el vaso en la mesa era de mala educación. Bebemos enviando rápidamente el contenido del vaso a la garganta, para no quemarnos la lengua. El líquido hirviente pasa por todo el tubo digestivo, abrasándolo, y cae en el estómago con una extraña sensación reconfortante. Los ingredientes de la infusión son hoy los mismos que refería Ruiz Albéniz en 1921: té verde, azúcar de pilón, menta, hierbabuena. Debe estar bien cargada y muy dulce. Según Ruiz Albéniz, por el ruido de los sorbos y el ja de las gargantas quemadas se sabía siempre dónde se estaba bebiendo té. Un ritual que se cumplía en silencio, hasta que cada uno había tomado cinco o seis vasos pequeños. Eduardo, que ha estado en Mauritania, lo compara con el té tuareg, un poco más fuerte y amargo. Hamdani asiente; ha cumplido el servicio militar en el Sáhara y también conoce el té del desierto.