Al final, se impuso la evidencia. Había que rendir el fuerte. El 9 de agosto de 1921, tras una accidentada negociación, los españoles depusieron las armas. Se les había garantizado respetar sus vidas, pero no fue así. Los rifeños, en su mayor parte de las cábilas más cercanas a Melilla, deseosas de mostrar su ferocidad hacia los europeos a los que habían servido, quemaron todo y desencadenaron una matanza de la que sólo se libraron unos centenares de españoles, que con el general Navarro a la cabeza partieron a un largo cautiverio en Axdir. Durante dieciocho meses hubieron de vivir a merced de los verdugos de sus compañeros y en muy penosas condiciones. Las mismas, eso sí, que sufrían los propios rifeños, como reconocería años más tarde uno de los supervivientes.
Los españoles regresaron relativamente pronto a Monte Arruit. El de octubre de 1921, las tropas del Tercio avanzaron desde Zeluán y rebasaron el pueblo sin dificultades.
Una vez que hubieron asegurado sus posiciones, fueron a inspeccionar el fuerte. Lo que allí se encontraron superó todo el espanto, y no era poco, que habían visto hasta entonces. Sobre la explanada se pudrían, insepultos, los cadáveres de aproximadamente unos 2.600 españoles. En una de las pocas páginas de "Diario de una bandera" a las que asoma el sentimiento, el comandante Franco se vio obligado a anotar:
Renuncio a describir el horrendo cuadro que se presenta a nuestra vista. La mayoría de los cadáveres han sido profanados o bárbaramente mutilados. Los hermanos de la Doc trina Cristiana recogen en parihue las los momificados y esqueléticos cuerpos, y en camiones son traslada dos a la enorme fosa.
Algunos cadáveres parecen ser identificados, pero sólo el deseo de los deudos acepta muchas veces el piadoso engaño, ¡es tan difícil identificar estos cuerpos desnudos, con las cabezas machacadas!
Nos alejamos de aquellos lugares, sintiendo en nuestros corazones un anhelo de imponer a los criminales el castigo más ejemplar que hayan visto las generaciones.
Los periódicos publicaron fotografías en las que podía verse la explanada del fuerte de Monte Arruit sembrada de cadáveres, o el arco de entrada del campamento medio deshecho a cañonazos. En otras, se veía a los militares que paseaban entre las ruinas con las narices tapadas con algodones para poder resistir el hedor. Aquellas fotografías excitaron en muchos corazones, como el del comandante Franco, los deseos de venganza, y en algunos otros la rabia contra quienes habían permitido que millares de compatriotas corrieran aquella miserable suerte. Pero fueron los primeros quienes siguieron escribiendo la historia y la guerra se alargó todavía seis años más, en los que habría ocasión de encontrar y enterrar todavía bastantes miles de cadáveres españoles suplementarios.
Llegamos al fin a Monte Arruit, y la impresión que nos produce inmediatamente es que no hay manera de reconocer en lo que aparece ante nuestra vista ningún rastro de aquellos lejanos acontecimientos. Monte Arruit es hoy un núcleo populoso, que se ha debido de extender mucho en los últimos años. Las edificaciones ocupan una superficie importante y cubren por entero el cerro que en otra época pudo dominar la población. Quizá si buscáramos daríamos con algún vestigio, pero tenemos la sospecha de que todo ha debido de desaparecer bajo el rápido crecimiento urbano que contemplamos, y es posible que sea mejor así. Atravesamos sin detenernos la ciudad, cuya ajetreada y ruidosa actividad cotidiana resulta también ajena a su significación histórica. Por el contrario, viene a ser un ejemplo singular de la vida en el Rif moderno.
Hacia las afueras vemos gran cantidad de edificios nuevos, algunos todavía a medio construir y muchos con ese aspecto impecable de lo recién pintado. Se alinean regularmente a lo largo de la carretera y todos tienen el mismo diseño y una prestancia bastante superior a la media del país. Constan de cuatro plantas, la baja constituida por tres cocheras iguales a las que se accede pasando bajo un pórtico apoyado en arcos de medio punto. Las fachadas y los arcos están pulcramente enfoscados y los detalles resaltados con colores vivos, sobre todo azules. Preguntamos a Hamdani por las razones de este furor constructivo, que contrasta con la idea que circula por ahí del Rif como una región donde la gente apenas tiene para comer.
– Son las casas de los emigrantes -responde Hamdani-. Por eso están muchas a medias. Las van haciendo de verano en verano, cuando regresan de Europa. Otras son las de los que andan con el hachís o con el contrabando. Ésas las terminan antes.
Hamdani nos explica algunas cosas más. Los rifeños siempre han tenido facilidad para abandonar su tierra y correr mundo en busca de fortuna. Los más emprendedores de los nacidos aquí han emigrado a Europa, a Holanda y Francia sobre todo, como en tiempos iban a Argelia a recoger las cosechas de los franceses. Éstos, por cierto, y según leí en algún sitio, les tenían en mucha mayor consideración como trabajadores que a los argelinos. Pero esta facilidad para la aventura la combinan con un apego indestructible a su tierra. Por eso vuelven todos los años, y por eso convierten en cemento y ladrillos adheridos a esa tierra sus ahorros. Ésta es una de las peculiaridades del carácter rifeño. Las gentes del Rif han sabido siempre que su tierra es mísera y difícil y han estado dispuestas a salir de ella para buscar fortuna. Pero por mala y árida que sea, esta tierra es suya y es lo primero para ellos, y por eso nunca vacilaron en saltarle al cuello a cualquiera que intentara disputársela. Lo comprobaron primero los soldados del sultán de Fez, que renunciaron a someterlos; después los españoles, que terminaron sometiéndolos al más alto precio que quizá haya pagado nunca una potencia colonial por una fracción tan exigua de territorio, y por último el actual rey de Rabat, que estuvo a punto de perder la vida en más de una conjura organizada por militares rifeños.
Lo que resulta indudable es que los emigrantes son hoy los auténticos héroes del lugar. A la entrada de Monte Arruit, como a la entrada de Nador y de todas las ciudades por las que atravesaremos, hay grandes pancartas en las que se da la bienvenida "aux residents marocaines á l’etranger", que en este mes de julio cruzan a miles el Estrecho. Las pancartas tienen el patrocinio de uno de los principales bancos del país, sin duda deseoso de hacerse cargo de las divisas que puedan traer los hijos pródigos, pero no cabe duda de que refleja un sentimiento popular. Durante un par de meses, las obras de las casas de los emigrantes darán de comer a los hombres que se quedaron aquí, y los propios emigrantes a sus familias y a los dueños de tiendas, bares y cafés. Por si esto fuera poco, los emigrantes surten a la comunidad de toda clase de artículos, desde radios hasta frigoríficos. Los compran en Europa y los transportan a lomos de sus coches durante un interminable viaje de miles de kilómetros, durmiendo siempre en el vehículo para proteger el tesoro que aguardan ansiosos sus parientes.
Desde Monte Arruit seguimos hacia Tistutin. Esta parte es bastante más llana, aunque a nuestra izquierda seguimos viendo el Uixán y a nuestra derecha, donde acaba la planicie del Garet (así se llama la zona), se pueden divisar elevaciones que alcanzan los mil metros. La carretera transcurre recta entre sembrados de cereal y algunos regadíos. Según nos cuenta Hamdani, todas las tierras pertenecen al rey, quien las cede gratuitamente a los agricultores para que las exploten. Me asombra conocer este detalle, porque significa que se ha puesto en práctica la idea propuesta por José Zulueta y Gomis en 1916. Zulueta fue un diputado español que tras visitar el Rif propuso una especie de desamortización de las tierras del Majzén (esto es, del Gobierno o del soberano), y si eso no era posible, una especie de enfiteusis remozada, en la que los agricultores sólo satisficieran al sultán una suma simbólica. Justificaba que el sultán, mero dueño nominal de estas tierras situadas en la parte del país que siempre había rechazado su autoridad, no debía tener unas pretensiones económicas elevadas sobre sus frutos. Y sostenía que el Rif no era la tierra prometida, pero sí aprovechable, y que España debía tratar de poner en marcha cuanto antes su economía siguiendo el ejemplo de las colonias británicas y francesas.
Zulueta aseguraba que la paz no sería una realidad hasta que los campos se cultivaran con perfección. En ello debía invertirse el dinero que fuera necesario. A quienes se oponían a ese gasto, respondía: "¿Hay dinero para la colonización? Lo hay para unas elecciones, lo hay para la lotería, lo hay para el juego, para los toros; lo puede haber para evitar, en Africa, el gasto que actualmente tenemos".Y añadía: "Sería añadir perdido a lo perdido y sumar torpeza a la torpeza sostener un ejército de ocupación con recursos sacados del tesoro nacional. Ni un hombre más ni una peseta más. Colonicemos a toda prisa". Por desgracia, ideas como la de este moderado diputado fueron lisa y llanamente desoídas. Y cuando se intentó aplicarlas en parte, a través de la Compañía Española de Colonización, ni se llegó a tiempo ni servían ya para evitar la guerra.