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Un episodio poco conocido de los primeros pasos de España en Marruecos es el de los colonos españoles que se internaron en el Rif a comienzos de siglo, antes que los militares, con el fin de explotar las tierras fértiles. Los colonos pudieron comprarlas sin dificultades a los rifeños, quienes después defendían los derechos del comprador cristiano si algún representante del Majzén los ponía en duda. Hay constancia de un par de catalanes de Gerona, llamados Esgleas y Andreu, que alrededor de 1900 adquirieron tierras y llegaron a tener prósperas explotaciones con aparceros locales. Sin embargo, toda su labor se vino abajo cuando llegaron los soldados españoles. Entonces los moros se levantaron en armas y arrasaron sus campos. Zulueta, desazonado, escribiría que la única forma de matar el militarismo, que arruinaba empresas como aquéllas, era justamente convertir a los militares en labradores. Parecerá una utopía, pero eso hizo el general francés Lyautey en Magadascar, repartir a sus soldados a lo largo y ancho del país y encomendarles que enseñaran a los indígenas a labrar los campos. Y ni siquiera era un pionero, porque no hacía más que reproducir las técnicas de "penetración pacífica" propuestas para Indochina por el coronel Pennequin y desarrolladas después por Gallieni. Con ellas consiguió dominar una isla extensísima con unos pocos centenares de hombres y sin apenas luchar. España llegó a tener cientos de miles de soldados en Marruecos, y no hubo un palmo de terreno que ganara sin regarlo antes con profusión de sangre. Lyautey, que en esos mismos años era el Residente General en el Marruecos francés, trató de repetir lo que había ensayado en Madagascar, hasta donde lo permitía la levantisca idiosincrasia marroquí (es decir, alternando la persuasión pacífica con alguna contundente acción bélica), y consiguió que Francia, para empezar, sí sacara abundante provecho económico de su Protectorado. Lyautey, que ante todo era un colonialista convencido, distinguía entre el Marruecos útil y el Marruecos inútil, "de recursos mediocres e inexplotables, donde debemos prohibirnos dilapidar nuestro dinero y la sangre de nuestros hombres". Gracias a esa visión selectiva, se las arregló para que su país tuviera que enviar muchos menos soldados que España al norte de Africa. Incluso cuando los rifeños se lanzaron contra Francia y no pudo seguir manteniendo su colonización económica, tuvo la astucia de emplear sobre todo para la represión de la revuelta tropas argelinas y senegalesas.

No faltaron en el campo español ideólogos de la penetración pacífica. Además de Zulueta, lo fue el coronel Gabriel de Morales, tristemente muerto en Annual a las órdenes de Silvestre mientras le secundaba por mor de la disciplina en su misión descabellada. Morales, colonialista convencido, como Lyautey, abogaba por una extensión gradual y continua de la influencia española en el Rif, huyendo de la conquista militar, ineficaz y costosa en todos los aspectos. Para él se trataba ante todo de sacarle partido al territorio marroquí, pero haciendo que los indígenas sintieran claramente los beneficios que en justicia debían obtener. También defendió hasta la saciedad la idea de penetración pacífica, aludiendo expresamente al concepto, el hoy olvidado geógrafo e historiador Gonzalo de Reparaz, profundo conocedor de Marruecos y del pueblo rifeño. Según Reparaz los españoles debíamos "renegar de nuestro pasado de conquistadores, de propagandistas religiosos y de mercaderes coloniales militaristas y presupuestívoros". Lo que correspondía en el Rif, en cambio, era "actuar silenciosamente, empleando no la fuerza ni tampoco la masa ignata y mísera de nuestros emigrantes, sino unos cuantos médicos, veterinarios e ingenieros agrónomos, con exclusión total de empleados, misioneros y parásitos de los diferentes ministerios". Consciente del temperamento rifeño y del desprecio que los indígenas profesaban a los españoles, aceptaba que no se renunciara por completo a una acción militar de apoyo. Era necesario enseñar el máuser para ganarse el respeto de los rifeños, pero otra cosa era utilizarlo ciegamente. Para Reparaz, los esfuerzos debían ir en otra dirección. Su receta completa para ganar el Rif tenía tres piezas: un máuser, un duro (signo de superioridad económica) y una buena educación (signo de superioridad moral). "Si convencemos al indígena de nuestra superioridad económica y moral -escribió-, se entregará a nosotros sin resistencia, y no necesitaremos recurrir al máuser nunca. Y si recurrimos al máuser sólo, sin esas superioridades, de nada nos servirá. Nuestra intervención acabará en catástrofe". Su profético discurso le valió a Reparaz su destitución como comisario especial en la Legación de España en Marruecos, aparte de una oscura confabulación contra su persona, dicen que alentada por el propio Alfonso XII Y es que, por encima de todo, el rey y los generales deseaban la guerra.

Las plazas cristianas en Marruecos, desde que se establecieran las primeras allá por el siglo XV, siempre fueron "oficinas de guerra", y la guerra la única industria que en ellas se ejercía regularmente. Quizá era una inercia demasiado difícil de vencer. Pero ya que se estaba en tareas bélicas, se podía haber tomado ejemplo de las técnicas francesas. No fue así. También España probó a tener tropas indígenas, pero con mucho peores resultados. En primer lugar eran marroquíes que debían luchar contra marroquíes, lo que propiciaría un largo historial de deserciones y la subsiguiente desconfianza. En segundo lugar, los oficiales españoles que mandaban aquellas unidades (Policía Indígena y Regulares) no eran considerados por la integración que pudieran conseguir con los marroquíes y por el conocimiento que llegaran a tener de su cultura y sus costumbres, sino por otras razones. "El capitán de mía [compañía de la Policía Indígena] -escribió Zulueta-, aunque lleve a cabo su labor, sepa árabe literario y vulgar y extienda el orden, sólo puede aspirar a ascender por acciones de guerra, por valor en combate (que tan poco aporta a la colonización)". El sinsentido de esta política suicida llevaría al diputado a formular palabras aún más airadas, y cargadas de dolorosa verdad: "La prodigalidad de las recompensas, no por méritos de pacificación, sino por méritos de guerra en acciones a veces imaginarias o en heroicidades provocadas por descalabros que en otras naciones tendrían aparejado justo castigo, han creado una corriente de opinión contraria a los militares". Era 1916, y todavía no había llegado lo peor. Reparaz ya defendía sus tesis en 1911, y Morales en 1909. Nadie les escuchó a ninguno de los tres. Así pudo haber más descalabros, más heroicidades, más medallas, más ascensos y más muertos, siempre más muertos.

Seguimos avanzando por aquellos campos hoy al fin sembrados, donde ya no perdura el recuerdo de las penosas maniobras de infantería en que los españoles, aquellos harapientos e ineptos colonizadores, emplearon y casi agotaron sus fuerzas. Al cabo de unos kilómetros, Tistutin sale a nuestro encuentro. Tistutin es quizá el más bonito de los pueblos rifeños que hasta ahora hemos atravesado. Al pie de dos montañas erizadas de escarpaduras, permanece pequeño y recogido, apenas un puñado de casas blancas. En otro tiempo los españoles mantenían aquí una de sus posiciones intermedias, no demasiado importante. De hecho, durante la retirada de 1921, las tropas pasaron de largo, camino de Monte Arruit. Una vez rebasado el pueblo vemos las ruinas de una antigua fortificación, seguramente española, porque la retaguardia queda cubierta por una de las montañas y el frente se asoma sobre la carretera de Dríus, nuestra siguiente etapa.

Este trecho de camino es más bien monótono, la llanura abierta entre las montañas que se alzan a izquierda y derecha y el sol de justicia que golpea fuerte en nuestros ojos. Pasamos junto a Batel, otra antigua posición española, y continuamos recorriendo en sentido inverso la ruta de la retirada. Antes de llegar a Dríus, cruzamos el río Kert, uno de los más importantes de la región y barrera estratégica en muchas de las campañas. La de 1911, contra el caudillo llamado el Mizzián, recibió precisamente el nombre de guerra del Kert. El río marcó tras esa campaña el límite de los dominios que España podía defender con relativa firmeza. Aquí se mantuvo más o menos estabilizado el despliegue militar español, hasta que Silvestre fue nombrado comandante general de Melilla y empezó a soñar con Alhucemas. Desde el Kert avanzó por los montes hasta Annual, a medio camino de su objetivo. Cuando Abd elKrim le desbarató allí el sueño, las tropas derrotadas intentaron efímeramente mantener la línea del Kert, pero el empuje del enemigo la hizo saltar en pedazos. Hoy el Kert es sólo un río, que surca encajonado la roja tierra rifeña. En este día de julio apenas lleva un reguero de agua en el que algunas mujeres lavan ropa y unos pocos chavales se refrescan los pies.

Poco después de cruzar el Kert está Dríus, una población bastante extensa que se desparrama sin accidentes notables por la llanura. Ya era importante en tiempos de los españoles, y también fue una estación durante la retirada de 1921. Aquí tomó el mando el general Navarro, y aquí le ordenó el Alto Comisario Berenguer resistir. Dríus era una buena posición, con un parapeto de planta cuadrada de unos 100 metros de lado, donde había abundante munición y que disponía de agua a sólo treinta metros, un lujo para el promedio de las posiciones españolas, siempre construidas a tal distancia de la fuente de agua más cercana que cada día era necesario que unos cuantos soldados se jugaran el pellejo para traerla. Otra ventaja de Dríus era el ancho llano que se extendía ante ella, que habría obligado a los moros a atacar desde campo abierto, cosa que no les gustaba nada. Pero el general Navarro, desmoralizado como todos sus hombres, no quiso quedarse aquí. Incluso llamó al orden a un teniente coronel que gritó a sus hombres que Dríus no se abandonaba. La disciplina obligó al oficial exaltado a seguir al general deprimido y el 23 de julio todos evacuaron el campamento y cruzaron el Kert. En el informe Picasso, elaborado por la comisión encabezada por el general del mismo nombre que investigó las causas del desastre, se afirma que con esa decisión el general determinó el exterminio irremediable de la columna, cuya agonía se prolongaría hasta Monte Arruit.