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Creo que fue esa fotografía colorida lo que me decidió sobre todo a venir en julio, sin riesgo de verdores refrescantes, para contemplar esa misma llanura como la contemplaron los que en ella murieron, y para sentir en la piel y en los sesos el mismo sol que a ellos los abrasaba mientras los acribillaban desde las colinas. Nunca he sido un militarista (aunque de niño corrí acaso el riesgo, como todos), y en el caso de que lo fuera, supongo que no me interesaría por las derrotas. Lo que desde hace años hace que me apasione ese olvidado y ominoso episodio de la historia de mi país es precisamente el sufrimiento desorbitado que tantos españoles hubieron de experimentar, y la inconmensurable estupidez nacional que les condenó a ello. Tampoco tengo tendencias masoquistas, pero siempre he creído que el sufrimiento revela la naturaleza del ser humano, y aquél de 1921 fue un impresionante apocalipsis, en el que miles de hombres fueron sometidos a las pruebas más duras y quedó al descubierto lo mejor y lo peor de ellos. Por eso, y porque aquellos hombres eran nuestros abuelos, me irritó hasta la náusea ver que con ocasión del aniversario se gastaban con desgana unos pocos cientos de miles de pesetas en adecentar malamente alguno de los cementerios africanos donde se pudre la infinidad de muertos españoles de aquella guerra, muchos de ellos en fosas comunes. Por eso, también, me pareció un insulto que se pusieran en aquellos cementerios unas plaquitas conmemorativas y que fuera a inaugurarlas un funcionario de segundo nivel del Ministerio de Defensa, dando lugar a alguna minúscula noticia de periódico. Ante las tumbas de aquellos hombres, enviados a morir en su día con la aquiescencia y el entusiasmo del rey, sólo acudía ahora un funcionario desconocido. Siempre había abrigado el deseo de viajar al Rif, donde ocurrió todo, pero el día que vi al funcionario corriendo la banderita sobre la placa, con cara de estar archivando sin más aquel desafuero y aquel padecimiento tan extremo debajo, me resolví a hacer sin pérdida de tiempo este viaje.

De todas formas, ésta, con ser importante para determinar el momento y el recorrido, no es la principal razón que me atrae a Marruecos. Ni siquiera es la primera, ya que en rigor su propia existencia depende de algunos otros hechos anteriores. En condiciones normales, yo debería haber sido un español ignorante de aquellos sucesos e indiferente a la suerte de Marruecos y de los marroquíes, como casi todos los españoles. Sin embargo, hay algunas circunstancias más que sutiles que me lo impiden.

Desde hace muchos años guardo un librito impreso en Tánger en 1901. Se llama Guía de la conversación y es un manual de árabe marroquí escrito por un tal Reginaldo Ruiz Orsatti, que se titula como "aspirante a joven de lenguas en la Legación de España en Marruecos". El libro está lleno de anotaciones a lápiz y está firmado con mi nombre y primer apellido. Pero yo no hice las anotaciones, ni puse la firma. El autor de unas y otra es mi abuelo paterno, que sirvió en Marruecos de 1920 a 1926 y compró ese libro para tratar de comprender un poco mejor a los hombres contra los que luchaba. Aunque mi abuelo paterno murió cuando yo era pequeño, todavía pude verle alguna vez con la oreja pegada a su vieja radio, para superar su sordera y poder oír los cantos marroquíes que las emisoras del otro lado del Estrecho retransmitían durante todo el día.

– Me gusta oírlos, a los morillos -solía decir-. Me trae recuerdos.

Mi abuelo nunca contaba casi nada de la guerra. Si acaso, pequeñas anécdotas de campamento, pero jamás acciones de combate. Cuando mi padre o cualquier otro le preguntaba cómo había sido la campaña, respondía con su laconismo de andaluz de los montes:

– A tiro limpio -y cambiaba de tema.

Sin embargo, mi padre pudo averiguar algunas cosas por antiguos compañeros de armas de mi abuelo, y estas historias, junto con las que sí consintió en contarle su padre, me las refirió luego muchas veces a mí. Con esas historias que le escuchaba a mi padre fue naciendo en mí la atracción por África en general y por Marruecos en particular, donde mi abuelo había protagonizado todos aquellos hechos extraordinarios. Me asombraban especialmente las pifias de su mono Luisito, que tenía entre otras la insolencia de deshojar los librillos de papel de fumar de los oficiales. Yo sólo había visto monos en el zoo, y a los seis o siete años eran para mí el colmo de lo exótico.

Lo más curioso de todo era que por aquel entonces yo ya había estado en África y en Marruecos. Había ido allí con mis padres cuando tenía tres años, para visitar a una hermana de mi madre que vivía en Rabat. Sin embargo, mis recuerdos eran muy someros, como corresponde a un niño de esa edad. Apenas quedaba en mi memoria la impresión de la explanada frente a la torre Hassan, en Rabat, y una muy borrosa imagen del puerto de Tánger. En cierto modo me fastidiaba aquella sensación, de haber estado en el lugar y no acordarme, y maldecía la inconsciencia de los niños de tres años, que viajan a un lugar fascinante y no se enteran de nada. Aquella rabia no hacía más que acrecentar mi interés por Marruecos, y así fue como a edad más bien temprana, once o doce años, mi padre me permitió leer un libro que se llamaba El desastre de Annual, de Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. En él se narraba en forma novelada el desastre de 1921, y la historia, la peripecia de aquellos hombres simples arrojados al horror absoluto, me pareció tan poderosa como ninguna otra que hubiera leído hasta entonces, y como quizá muy pocas me lo han parecido después. Los episodios terribles se sucedían, desde el cerco de la posición de Igueriben, donde los sitiados, sin agua, habían terminado por beber colonia, tinta y orines, hasta la trágica rendición de Monte Arruit. Lo que se contaba en la novela era atroz, y lo era singularmente para un chico de doce años que no había tenido que soportar una existencia demasiado dura, pero ya en aquel temprano instante de mi conciencia hubo en aquellos acontecimientos algo que me impedía considerarlos sólo aciagos: fue la primera intuición de su carácter esclarecedor, la aproximación a la experiencia de unos hombres que eran derrotados, en la forma más espantosa en que la derrota pudiera manifestarse, y que aun así asumían el desafío de intentar sobrevivir.

Después de ese libro y en años sucesivos vinieron otros, entre los que quizá ninguno, aunque unos eran más sistemáticos, otros más documentados, y otros de más valor literario, me impresionó como el primero. Un lugar de excepción merecen sin embargo Imán, de Ramón J. Sender, y}La ruta}, de Arturo Barea, donde también se sentía el acercamiento a lo que más me concernía de la remota guerra de Marruecos: el dolor y la perplejidad de aquellos hombres arrancados de su tierra y llevados por fuerza al salvaje matadero del Rif. La afición marroquí, que había empezado como una herencia de la sangre, se había convertido así, merced a las páginas de todos aquellos libros, en una herencia del espíritu que debo a quienes los escribieron; una de las más intensas que me han acompañado y supongo que me acompañarán.

Pero todavía había de suceder algo más para terminar de atarme a esta tierra. Quiso el azar que cuando yo tenía dieciséis años Mi otro abuelo, el materno, muriera mientras pasaba una temporada con mi tía en Rabat. Los gastos de repatriación eran altos, el seguro de decesos que mi abuelo había estado pagando previsoramente durante toda su vida no los cubría y ninguno de los hijos tenía dinero sobrante. De modo que mi abuelo materno fue enterrado en el cementerio católico de Rabat. De esa forma extrema culminaba la vinculación de mi otra rama familiar a Marruecos, una vinculación que había comenzado más de veinte años antes mi tía, cometiendo la unánimemente reputada locura de casarse con un marroquí e irse a vivir a África con él. A mis dieciséis años, la de mi abuelo materno era la primera muerte de alguien con quien había convivido de verdad. Más que con mi otro abuelo, por la mayor proximidad geográfica, y hasta edades más conscientes. Cuando supe que lo enterraban allí, en el cementerio católico de Rabat, me hice una promesa: algún día iría a ese cementerio y pondría sobre su tumba un puñado de tierra de Madrid. Mi abuelo me había acostumbrado a pasear sobre esa tierra, por los senderos de los parques madrileños, y estos paseos, que pueden parecer sólo una expansión trivial, no lo son en absoluto para mí. En cierto modo, mi alma depende de ese rito, que he repetido con devoción durante toda mi Vida. Me dolía de veras que mi abuelo no tuviera en su tumba ni un poco de aquella tierra que había querido y me había enseñado a querer. Si estaba algún día a mi alcance, yo debía subsanar esa falta.