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En ninguna otra estación del recorrido hemos sentido como aquí la presencia de los muertos. Quizá por el despejo y la profundidad del horizonte, quizá por el peso de metal fundido del mediodía. Los tres nos quedamos en silencio observando esta imagen del infierno, donde sin embargo se siente a la vez una especie de paz. Es una paz abrasada y densa, como el aire que entra en nuestros pulmones y como el plomo de las balas que terminaron con los sufrimientos de aquellos desdichados. Hamdani fuma junto al coche y respeta nuestro trance, cuyas razones no acierta a imaginarse y tampoco debe de tener el más mínimo interés en averiguar. Hacemos fotografías para no poder olvidarlo, pero a la vez dudamos de que en ellas quede una décima parte de la impresión que reciben nuestros corazones. Había que venir a Annual, lo intuíamos antes y estamos convencidos ahora, porque habrá pocos lugares en nuestras vidas donde podamos sentir como aquí, en medio del vacío y la soledad, la preciosa huella del alma de los hombres. Para bien o mal, éste es un lugar impregnado. La vergüenza, los errores, la crueldad, ya no importan. Todos están aquí, absueltos, alojados en este paisaje rifeño que hoy se apodera de nuestro espíritu. Hemos venido a buscarlos, y por eso ellos se dejan encontrar.

Antes de reanudar la marcha, me acerco al coche en busca de agua y una bolsa. Lo primero se hace indispensable al cabo de veinte minutos de recibir en las costillas el castigo de este sol. Uno puede hacerse una idea aproximada del tormento de la sed que constantemente referían los soldados que vivieron las campañas; para hacerse la idea completa, habría que comer lo que ellos comían, bacalao, judías y latas de sardinas, una dieta que ni el más sádico de los torturadores habría podido urdir. En cuanto a la bolsa, la destino a un propósito que traía decidido y que la visión de Annual ha confirmado. Me voy con ella a una cuneta de tierra roja y después de deshacer unos terrones guardo varios puñados para llevármelos a Madrid. Hay tierra fina mezclada con lajas de piedra, las mismas que debían clavárseles a los hombres a través del uniforme o la chilaba. La tierra parece pimentón y mancha la piel. He preferido coger tierra roja para que los españoles a quienes pueda enseñársela alguna vez se acuerden de la sangre vertida aquí. Toda sangre debe perdonarse, pero ninguna sangre puede ser olvidada.

El 8 de octubre de 1927, cuando los rifeños ya habían sido derrotados por la alianza franco-española y el peligro había pasado, el rey Alfonso Xiii, obedeciendo quién sabe qué impulso, vino a pasearse por las ruinas carbonizadas de Annual. Sus tropas habían reconquistado el lugar año y medio antes, el 20 de mayo de 1926, un lustro después de la masacre. Supongo que durante aquel paseo el monarca pensaría ante todo en su destino histórico, y en que había cumplido al fin el testamento de su lejana predecesora y ascendiente Isabel la Cató lica, que encomendó a sus sucesores que no cesaran "de la conquista de Africa e de puñar por la fe contra los infieles". A este respecto, no falta quien precisa que el Africa a la que se refería la moribunda reina era Argelia, Túnez y la Tripolita nia (por donde de hecho guerrearía poco después su albacea político, el cardenal Cisneros), ya que entonces Marruecos se consideraba asunto de Portugal, con el que a la sazón se mantenía un delicado equilibrio. Ajeno en todo caso a estas sutilezas históricas, el rey Alfonso plasmaría sus convicciones de digno heredero de la gloriosa reina en la leyenda de la medalla de la Paz Marroquí, que creó por un Real Decreto de 21 de noviembre de 1927: "España, siempre dispuesta a toda empresa de civilización universal, contribuyó a la de Marruecos con la preciosa sangre de sus hijos y el oro de sus arcas. El triunfo de sus armas y la cultura de su método constituyen los cimientos de esta gran obra de humanidad". Era ésta una medalla muy bonita, quizá la más bonita de las que tenía mi abuelo. Las ruinas vergonzosas de Annual, por las que el rey se paseó aquel día de octubre, recordaban un mal tropiezo en esa gloriosa empresa, una pesadilla que después de seis años de guerra y miles de muertos más quedaba por fin enterrada bajo las mieles de la victoria. No debió de importarle que fuera una victoria tan grotesca como aquélla, alcanzada con un inmenso despliegue de medios por dos poderosas naciones de Europa contra unas cuantas tribus de las montañas del Rif. También es posible que aquel feliz día de octubre Alfonso se acordara de su viejo amigo Manuel Fernández Silvestre, a quien había animado en su borrachera bélica y que había muerto como un perro aquí mismo, por su propia mano o a manos de aquellos salvajes. Los muertos siempre quedan atrás, y más los muertos infelices y macabros como Silvestre, pero los Borbones siempre fueron sentimentales y es posible que el rey, antes de abandonar este lugar inhóspito para no volver jamás, deslizara una lágrima y rezara una plegaria por su amigo. Lo que no consta es que Alfonso el Africano se arrodillara sobre esta tierra que con su beneplácito y por su inconsciencia se había inundado de sangre española, ni que en ningún momento pidiera perdón a los difuntos a los que años atrás, según clamoroso rumor, había llamado gallinas. Aquel rey acabó corriendo la única suerte que se había buscado, huir de su país con deshonor y morir en el exilio.

Pero la reparación todavía sigue pendiente. A fin de cuentas, el rey Alfonso hoy descansa en tierra española, mientras sus víctimas siguen olvidadas bajo el polvo del Rif. Ningún rey ha ido a pedirles perdón. Sólo han mandado a un funcionario a descubrir una placa conmemorativa, y ni siquiera hay demasiadas razones para sospechar que en ese acto planease la más mínima sombra de mala conciencia. Parece que se dieran por bien tenidas las fantasías imperiales que llevaron a cuatro idiotas a creerse Aníbal en estos ásperos despeñaderos donde no había nada que ganar.

Quien sí ganó algo, aunque fuera transitoriamente, fue Abd elKrim. La victoria de Igueriben, la primera importante de su campaña, le impresionó tanto como a los suyos. "Fue una batalla de una locura salvaje, que se convirtió en seguida en una carnicería", le contó treinta años después a Jean Wolf. "Nos sentíamos emborrachados por esta victoria inesperada. En cuanto me recobré, ordené a mis hombres que respetaran a quienes desearan rendirse, pero ellos no me escuchaban y mataban a todos los que caían en sus manos. Tuve incluso que amenazar de muerte a los combatientes enfervorecidos que querían liquidar a los heridos". Por lo que toca a Annual, comentaba despectivamente: "No hubo nunca una batalla en Annual, digan lo que digan, porque nadie se batió allí. Lo esencial fue que capturamos un increíble botín, ya que nos apoderamos de 40 cañones del 65, del 75, 50 del 77, 25.000 fusiles, 400 ametralladoras, 5.000 revólveres, diez millones de cartuchos y obuses, y un imponente material de transmisiones". Puede que alguna de estas cifras esté abultada, porque con ellas Abd el-Krim trataba de negar haber recibido luego suministros exteriores. Lo que no puede negarse es que aquel material era un tesoro para los rifeños. "Pero no nos quedamos allí", seguía recordando el viejo caudillo tres décadas más tarde. "Un buen jefe es el que sabe explotar inmediatamente la victoria que Dios le ha dado. Evacuamos hacia retaguardia a los heridos, a los prisioneros, las armas, el botín. Y en seguida di orden de lanzarnos a marchas forzadas al encuentro del general Navarro, que estaba en Monte Arruit. Esta vez, los españoles se defendieron como leones, al arma blanca, porque no había siquiera tiempo de recargar los fusiles. Pero mis hombres estaban arrebatados por sus victorias sucesivas; sentían sobre ellos el aliento del Todopoderoso. Vencieron una vez más a nuestros enemigos y capturamos al general Navarro". La versión del vencedor termina explicando por qué no tomó Melilla, que estaba indefensa y a su alcance: "Tras la batalla de Monte Arruit, llegué hasta los muros de Melilla. Allí me detuve. Mi organización militar era todavía bastante embrionaria. La prudencia se imponía. Consciente de que el Gobierno español dirigía una llamada suprema a todo el país y se aprestaba a enviar a Marruecos todos los refuerzos de que pudiera disponer, yo me cuidé, por mi parte, de aumentar y reagrupar mis fuerzas e hice un llamamiento a toda la población del Rif occidental. Hasta mis últimas energías, recomendé a mis tropas y a los contingentes recién llegados no masacrar ni maltratar a los prisioneros. Y no tengo ningún remordimiento. Pero también les recomendé enérgicamente no ocupar Melilla, para no crear complicaciones internacionales. Y de eso me arrepiento amargamente". Así lo contaba el protagonista en 1962, en su exilio de El Cairo, a un francés para el que un egipcio hacía de traductor simultáneo. Porque la lengua que treinta años después Abd el-Krim seguía prefiriendo para expresarse con precisión era el castellano que había aprendido de sus enemigos. David Woolman, autor de uno de los mejores libros escritos sobre la epopeya rifeña, apunta otras razones para la clemencia mostrada hacia Melilla. Por un lado estaba la inminencia de la cosecha, que no podía dejar de recogerse, y por otro la abundancia de propiedades españolas abandonadas que podían ser saqueadas fácilmente por los rifeños. Para qué iban a molestarse en asaltar Melilla.