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Este coraje, sumado a su única pero poderosa lealtad, la que les unía a la tierra que era suya y nadie más podía tener, daría una combinación mortal que los hermanos Abd el-Krim encauzaron hábilmente. Resulta bastante aleccionador repasar algunos de los comentarios que los rifeños inspiraron entre los europeos. "Son salvajes y sin ley, pero la mayoría unos deportistas completos y capaces de gran devoción y fidelidad" (sir John Drummond-Hay, diplomático británico)."Los admiro y los aprecio, pero disparo contra ellos en cuanto los veo" (oficial francés anónimo). "Para pacificar o conquistar el Rif, tendríamos que empezar por no dejar un rifeño" (Maura).

Maura no andaba descaminado. En la lucha los rifeños buscaban siempre la ventaja táctica, tratando de no reunirse en grandes grupos y de mantener una movilidad constante para sorprender siempre en emboscadas a sus adversarios. Pero cuando les tocaba resistir lo hacían hasta el final. Muchos legionarios franceses y españoles murieron degollados en sus puestos de centinela por rifeños desnudos que se deslizaban untados de grasa al amparo de la noche. Cuando eran esos mismos legionarios los que asaltaban las posiciones rifeñas, tenían que rematar con frecuencia a sus defensores a machetazos, porque heridos y aun moribundos no dejaban nunca de disparar.

Los españoles que tuvieron que enfrentarse a estos hombres fueron definidos de una forma demoledora por el sargento Arturo Barea: "Una masa de campesinos analfabetos al mando de oficiales irresponsables". Miguel Martín, en su crítico libro sobre el colonialismo español en Marruecos, se refiere además al descontento con que casi todos ellos acataban el alistamiento. Cuando lo acataban. En 1923, en el puerto de Málaga, un grupo de reclutas se negó a embarcar hacia Africa. Se amotinaron y terminaron matando a su sargento. Martín resume así el sentimiento de aquellos hombres: "¿Por qué tenemos que civilizarlos si no quieren ser civilizados? ¿Educarlos a ellos, nosotros? No sabemos leer ni escribir, nuestros pueblos no tienen escuelas, dormimos con la ropa puesta, comemos cebolla y mendrugo de pan, trabajamos de sol a sol, reventamos de hambre y de miseria, el amo nos roba y si nos quejamos la Guardia Civil nos muele a palos. ¿Qué vamos a enseñar a los rifeños, si somos tan miserables como ellos?". Para algunos, como José Zulueta, la comparación era incluso favorable al moro, "que por su existencia brava e independiente es de condición moral muy superior a las muchedumbres cristianas, envilecidas por el vasallaje y la servidumbre". En lo más oscuro de la guerra, un sentimiento de impotencia e inferioridad se apoderó de los españoles. Este sentimiento tuvo una culminación humorística en la frase que gritó en 1924 un soldado recién licenciado, al volver a pisar la Pe nínsula: "¡Viva el mar!". Según él era la mejor arma de España, porque sólo gracias a él los rifeños no estaban ya en Vizcaya.

El caso es que a Africa, salvo cuando la cosa se puso tan fea que hubo que echar mano de todos, sólo iban los desgraciados, hecho que no redundaba en una gran popularidad de la guerra ni de la milicia. Como escribiría alguien tan poco sospechoso de antimilitarismo como el general Mola: «Data de muy antiguo el desafecto de las clases humildes de nuestra sociedad hacia los organismos armados. Este desafecto tiene, hasta cierto punto, una justificación, pues siempre fueron ellas las que en mayor escala contribuyeron a satisfacer el tributo de sangre durante las continuas y no pocas veces disparatadas guerras; las que más directamente sufrieron los estragos de los desmanes de la soldadesca en marcha o estacionamiento; las primeras en tocar las consecuencias dolorosas de las derrotas, sin que en ningún caso les alcanzasen los beneficios de las victorias». Los diversos y sucesivos sistemas por los que los pudientes se libraban y los demás se pudrían en Africa conducían según Mola al absurdo de que "la obligación de defender la Patria con las armas era mayor en quienes nada tenían que perder que en quienes tenían algo que guardar". No es extraño que en vísperas de operaciones las prostitutas baratas, que eran las que podían pagarse los soldados, doblaran su tarifa habitual de dos a cuatro reales. Todos querían coger entonces las enfermedades que contagiaban, para librarse de la escabechina. Tampoco debe sorprender que los hombres que formaban las cerradas filas que veían los oficiales y los jefes durante sus arengas, y que tan emocionadamente describen Franco y otros, mascullaran «hijo de puta» y «cabrón» entre viva y viva al rey o a la patria.

Aquellos soldados no sólo eran pobres y analfabetos, sino que muchos de ellos apenas habían recibido instrucción castrense. Su equipo era malo, gracias a la enorme corrupción y al bandidaje que se practicaba en el seno de la intendencia militar, y hasta los fusiles estaban descalibrados. Alguien calculó que en Annual lo estaban el 75 por ciento. Desmoralizados, mal entrenados y armados, tenían que enfrentarse a unos hombres a quienes enardecía estar luchando por su tierra, que conocían palmo a palmo el terreno y que llevaban quince o veinte años manejando y mimando su fusil. Cuando los cuerpos de los atemorizados reclutas españoles todavía no se habían hecho al uniforme y seguían echando de menos las ropas campesinas, les ordenaban medirse con aquellos demonios, a quienes alguien llegó a definir como "la prolongación viva de un arma de fuego". Los soldados inventaron un nombre para los tiradores moros: "pacos", temible palabra que después acabaría haciendo fortuna y que se debía al ruido que hacían los fusiles del enemigo en los desfiladeros del Rif (pakko). A despecho de pacos y punterías, podría objetarse que la inferioridad individual de los combatientes siempre puede suplirse con una superior dirección. Para eso, teóricamente, estaban los oficiales.

Salvo honrosas excepciones (como las que representan el coronel Morales y otros aplicados observadores de la sociedad indígena, como los capitanes Capdequí y Amigó), los oficiales españoles de la época, que tanta influencia terminarían teniendo en la historia del siglo, eran individuos irreflexivos y profundamente ignorantes de la ciencia militar, que habían entrado en las academias con catorce o quince años y habían recibido un amasijo de ideas trasnochadas sobre el heroísmo y el valor castrense. Su ejemplo eran los oficiales que antes de ellos, jugándose temerariamente su propia vida y las de sus hombres, habían conseguido encadenar ascenso tras ascenso en acciones cuya utilidad nunca estaba demasiado clara, pero que siempre acreditaban abundancia de cojones. Muchos de ellos estaban pues firmemente convencidos de que sólo tenían dos caminos, la muerte prematura o el fajín de general. Así lo escribió y lo puso en práctica el que terminaría sobresaliendo por encima de todos ellos, el comandante del Tercio Francisco Franco. Como otros oficiales, Franco siempre despreciaba el fuego enemigo. Aunque en su juventud había sido gravemente herido, en adelante tuvo una suerte increíble, la baraka que no le abandonaría hasta el otoño de 1975. Otros no la tuvieron. En una ocasión en que el futuro Caudillo estaba imprudentemente expuesto al fuego junto a Millán Astray, dos ayudantes y un abanderado, los cinco fueron acribillados por los moros. Franco resultó ileso, pero los dos ayudantes y el abanderado murieron y Millán Astray sumó otra de sus aparatosas heridas. En la campaña de 1909, un capitán de cazadores estaba de pie bajo el fuego enemigo, recriminando a sus soldados por agacharse. Murió de pie. El enemigo, apunta sarcásticamente Ruiz Albéniz al referir la anécdota, estaba tumbado.

En cuanto a los generales, que no eran más que los antiguos oficiales que habían sobrevivido a unos cuantos años de maniobras suicidas, no podía esperarse que tomaran decisiones mucho más inteligentes. Como se lamentaba Ruiz Albéniz: "Nosotros, haciendo generales por méritos de guerra, no hemos conseguido tener uno del tamaño de una pulga, mientras Alemania, Japón y Francia, haciéndolos por méritos de paz, han sabido crear hombres entendidos y algunos verdaderamente geniales". Entre los oficiales de estado mayor con algo de cerebro, que alguno había, nada inspiraba más terror que un general al que se le ocurriera una idea. Porque la idea, oportuna o descabellada, debía ser puesta en práctica a cualquier precio. Por eso no debe extrañar que el despliegue español consistiera en una siembra de posiciones a voleo, buscando alturas que siempre podían ser atacadas desde otras alturas, y sobre todo estableciendo puestos que invariablemente eran sitiados por los rifeños. La pieza fundamental de esta técnica eran los blocaos o blocaus (como se decía entonces, palabra que proviene del alemán "blockhaus").

En La ruta, Arturo Barea narra cómo se construían aquellos fortines de madera, reforzados con sacos terreros. Las tropas de choque conquistaban la cota, y una vez que la consolidaban mínimamente llegaban los ingenieros con los sacos y con los listones de pino numerados, que ensamblaban como si de un rompecabezas se tratara bajo el fuego enemigo. Había que acabarlo antes de que cayera la noche, como fuera. Cuando terminaban el reducto lo cubrían con una chapa acanalada, momento siempre esperado por los rifeños, que sabían que en el momento de colocar la chapa algún soldado de ingenieros ofrecía blanco. Después los ingenieros y el grueso de la fuerza se retiraban. Allí dentro, en un habitáculo angosto, quedaban veinte o treinta hombres, cercados desde el primer instante, tumbados ante las aspilleras y preparados a ver pasar el tiempo. En algunos blocaos los relevaban cada tres o cuatro días. En otros cada mes. Pero hubo mucha gente que se tiró en un blocao tres meses seguidos, y al comienzo de la novela de José Díaz-Fernández titulada precisamente El blocao leemos que sus protagonistas, que ya llevan cinco meses esperando el relevo, reemplazaron a unos salvajes barbudos que habían pasado año y medio en el fortín. Parece una exageración, pero Díaz-Fernández era veterano de la guerra de Marruecos y su novela no es por lo demás una narración fantástica. Los rifeños que estaban afuera iban y venían, se reemplazaban, descansaban, y siempre frescos acechaban un descuido de los sitiados. A veces, sobre todo si conseguían cortarles los suministros, no tenían más que esperar a que se volvieran locos de sed y salieran para aniquilarlos. Era la misma técnica que ya habían probado con éxito los beduinos de T. E. Lawrence con los blocaos turcos que defendían la ruta de kaba. En el blocao había dos objetos más importantes que todos los demás: el reloj que estaba colgado en la pared principal y servía para saber cuánto faltaba para el relevo, o para el convoy que traía el correo y las provisiones; y una lata de petróleo donde los hombres hacían sus necesidades. Cuando la lata se llenaba había que salir a vaciarla, operación que daba una deseada oportunidad a los rifeños. Si el que la sacaba caía y la lata se quedaba fuera, el siguiente que sintiera la necesidad tenía que salir a recogerla. Y la lata siempre estaba bien vigilada por los tiradores que les rodeaban.