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Pero lo cierto es que aquellos desdichados, con medios precarios y en condiciones infrahumanas, acabaron ganando aquella guerra. ¿Cómo sucedió el milagro? Después de los desastres, las tácticas mejoraron, y algunos jefes parecieron aprender algunas lecciones. También mejoró algo el armamento, y además ocurrió que Francia, que había asistido desde una neutralidad estupefacta al hundimiento español en Melilla, sintió también la amenaza de la República del Rif y se sumó a la tarea. Pero lo que acabó decidiendo fue la pasta de la que estaban hechos aquellos hombres, que habían sido enviados con todas las desventajas a una guerra injusta y absurda. Pronto se vio que los españoles también eran capaces de sufrir los asedios, la sed, las enfermedades. Los británicos y franceses que conocieron las condiciones en que se batían los soldados españoles se admiraban de que pudieran aguantarlas. Algún extranjero que combatió en el Tercio se quejaba de que reinaba el desorden y faltaba constancia, porque los españoles lo mismo podían estar luchando veinticuatro horas seguidas que pasarse las siguientes veinticuatro durmiendo, sin preocuparse de asegurar lo que habían ganado. Pero como diría el general Despujol, por encima de todo llamaba la atención lo obedientes, pacientes, disciplinados y honrados que resultaban aquellos campesinos arrancados de sus familias para combatir en el Rif. Con un poco de instrucción, y un poco de orden y claridad en las cabezas de sus jefes, bastaba para que pudieran plantarles cara a los diablos rifeños.

Afirma Gonzalo de Reparaz, cuyas curiosas tesis geopolíticas ya casi nadie recuerda, que Africa, "el Africa Mediterránea, o mejor bereber, empieza en el Pirineo, verdad científica que agravia a la necedad triunfante en la escuela de la desorientada nación hispana". Según él, esa Africa se extiende hasta el Atlas y muere en el Sáhara, en el punto justo donde empieza la tierra de la sed. Invoca en justificación de su tesis la para él inequívoca raíz bereber de muchos toponímicos peninsulares: Uarga (hay un río Uarga o Uerga al sur del Rif), Arán, Andorra, incluso Ebro e Iberia (de i-ber). Afirma que nada debe avergonzarnos de esa herencia, teniendo en cuenta que el océano al que se asoma la civilización occidental es el Atlántico (que viene también del bereber Atlas). Y añade que la naturaleza bereber de la Península Ibérica no fue alterada por los romanos, ni por los godos, ni por los conquistadores "europeizantes" posteriores que protagonizaron lo que se dio en llamar Reconquista. Según él, esta última marea norteña supuso para la Península "un proceso de degeneración, sin capacidad de crear una clase directora apta para aprovechar el escenario magnífico de su actuación histórica". Ese escenario sería el de la gran nación bereber hispanomauritana, de los Pirineos al Atlas, con el Estrecho de Gibraltar como centro y Córdoba como la capital ideal. Sostiene Reparaz que si Pirineo y Atlas, reconociendo su centro gibraltareño, hubieran acertado a permanecer unidos formando "la nación natural", habrían dominado "la principal arteria del Globo, especie de Calle Mayor terráquea". Cómo esa nación no pudo finalmente consolidarse es para Reparaz la no escrita historia de una gran tragedia. Pero no sin cierto sentido del humor, a la hora de buscar las causas del infortunio les echa las culpas a dos animales: el camello, venido de Arabia, que hizo que los nómadas triunfaran sobre los bereberes sedentarios, restándoles posibilidades de consolidarse como nación; y el cardenal Cisneros, que expulsando a los moriscos y tomando Orán obligó a la Berbería a aliarse con los turcos y a ponerse para siempre enfrente de sus hermanos españoles.

Ironías aparte, es posible que las teorías nacionalistas de Reparaz estén hoy un poco pasadas de moda. Sin embargo, siempre he pensado que en la guerra de Marruecos se enfrentaron gentes que se parecían en muchas cosas. No sólo porque España pueda ser bereber o porque los rifeños puedan proceder de la Península Ibérica (de donde sin duda, por cierto, venían muchos de los habitantes de la zona de Tetuán y Xauen, descendientes de los moriscos expulsados). Les unía, además, la dureza de sus vidas: a nadie se le oculta que no era mucho mejor la que llevaban en aquella época las gentes del campo castellano, extremeño o andaluz. Y como los rifeños, los españoles eran orgullosos e indisciplinados, pero sabían soportar la adversidad y contra ella eran capaces de un sacrificio ingente. Puede que aquella guerra fuera tan terrible y larga precisamente por eso. Porque cruzamos el Estrecho y en aquellos montes como los de Almería, en aquellos llanos como los de Ciudad Real y sobre aquellos matorrales que huelen como los de Málaga nos enfrentamos a nosotros mismos. No les pasó a los franceses, no podía haberles pasado a los británicos ni a los alemanes. Era un cáliz que nos estaba reservado.

7. Alhucemas

Al fin la carretera se separa del Nekor y enfila hacia Axdir. Por toda esta zona, bastante llana, abundan las explotaciones agrarias de aspecto boyante. Se percibe la proximidad del mar y hay bastante tráfico. Rebasamos el desvío del aeropuerto, llamado sugestivamente "Cáfe du Rif". Alhucemas está cerca. Al fondo se divisa ya la bahía, y en ella el Peñón, esa delirante posesión española. Hemos decidido que mañana nos acercaremos por allí con más tiempo y menos cansancio. Ahora estamos tan agotados, después de toda la jornada trotando por las carreteras del Rif, que sólo queremos llegar al hotel cuanto antes. Por eso cruzamos Axdir sin detenernos. El pueblo, que se ha desarrollado mucho, no parece tener gran atractivo, salvo la parte que da hacia la costa, que también reservamos para mañana.

Pasado Axdir, la carretera se encarama al acantilado donde los españoles, después de tomar el reducto de Abd el-Krim, levantaron la ciudad que llamaron Villa Sanjurjo (en honor a uno de los militares que dirigieron el famoso desembarco). Hoy los marroquíes la llaman Al-Hoceima, nombre que nosotros hispanizaremos como Alhucemas. La ciudad se asienta sobre un relieve irregular, asomándose al filo mismo del acantilado. Es bastante grande, tiene la categoría de capital de provincia y esta tarde hay en ella muchísimo movimiento. De hecho, es la primera ciudad del Rif en la que nos vemos envueltos en un atasco en toda regla. A la entrada está el consabido letrero de bienvenida a los emigrantes, y por las matrículas advertimos en seguida que ellos son los responsables de esta actividad excepcional. La ciudad tiene el aire de un lugar de vacaciones, con todas las cafeterías abiertas y mucha gente que pasea relajada por las calles. Además de los emigrantes, Alhucemas es un destino apreciado para el turismo interior marroquí.

Buscamos el hotel que tenemos reservado. Nos han asegurado que es el mejor de Alhucemas, pero su aspecto, una vez que conseguimos superar el atasco y llegar hasta él, no resulta prometedor de lujos asiáticos. Hamdani se ofrece a comprobar cómo son las habitaciones. Se nos hace un poco violento cuestionarlas, pero él dice que lo normal es que se pueda ver si el hotel merece la pena y si no buscar otra cosa. Va a hacer su exploración y vuelve al cabo de un rato con la impresión de que el hotel es demasiado caro para lo que ofrece. Propone que busquemos otro. Por un lado estamos cansados y lo único que nos apetece es entrar en este hotel, sea como sea (no somos delicados y el precio es más que asequible para el bolsillo español). Por otro tenemos curiosidad por lo que nos pueda conseguir nuestro conductor. Tras deliberar, le autorizamos a buscar otro hotel.

Lo que sigue es una peregrinación interminable, durante la que descartamos otros tres alojamientos, y que concluye al fin en un hotel que está enfrente del primero. Hamdani dice haberse asegurado de que las habitaciones son decentes y están limpias. Y no es nada caro. De hecho, cuando nos dice el precio nos parece ridículo. Propre, et pas cher, insiste Hamdani. Nos dejamos guiar por su criterio. Éste será el ritual en cada uno de los sitios a los que lleguemos con Hamdani. Siempre descartaremos el hotel caro que traíamos reservado y él nos buscará otro, propre y pascher. Conseguiremos dormir por menos de mil pesetas, en lugares muy modestos, pero efectivamente limpios. Terminaremos por maliciarnos que Hamdani llega con el encargado del hotel a algún tipo de arreglo que le permite a él pasar la noche gratis. No nos importa. Si podemos echarle esa mano, está bien que lo hagamos, y de paso nos alojamos en lugares bastante más estimulantes que los hoteles para turistas. Éste de Alhucemas, por ejemplo, es poco más que una fonda, y el hombre que lo regenta un tipo muy delgado de unos cincuenta años y aspecto sospechoso. Nuestras habitaciones están en un pasillo largo y oscuro. Al principio del pasillo hay un cuarto con una televisión en blanco y negro, y desparramadas en el sofá un par de mujeres en bata. Las habitaciones son grandes, están horrorosamente decoradas y tienen un baño pequeño en el que el suelo hace a la vez de plato de ducha. Dejamos los equipajes y nos refrescamos someramente. Le hemos pedido a Hamdani que no guarde aún el coche, para dar una vuelta por la ciudad antes de que se vaya la luz. Devolvemos las llaves al encargado, que nos pide que le dejemos los pasaportes. Consulto a Hamdani con la mirada. No me gustaría quedarme sin mi pasaporte de la Unión Europea en mitad de Alhucemas. No tengo tanto espíritu de aventura. Hamdani menea la cabeza.