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– Ningún problema. Como si lo llevara usted.

Confiamos, pues, en el taciturno gerente, y le pedimos a Hamdani que nos acerque a la playa. Salimos de la calle principal y bordeando una gran plaza peatonal nos dirigimos hacia el mar, o hacia donde debe de estar el mar, porque desde Alhucemas el mar sólo se ve cuando se llega al borde del acantilado. No resulta fácil alcanzar este punto, y mucho menos abrirse paso en la carretera serpenteante que baja hasta la playa. Está llena de coches con matrículas europeas y de paseantes que invaden la calzada con parsimonia. Son casi to dos muy jóvenes y una buena parte, tanto ellos como ellas, van vestidos con ropa occidental, pantalones e incluso shorts. Pero algunos de ellos visten gandoras de color marfil resplandeciente y bastantes de ellas elegantes chilabas de colores vivos. Por el aire con que las llevan, es como si vistieran de fiesta. Entre estos chicos europeizados, como en general en el ambiente de la juventud urbana marroquí, la ropa tradicional se reserva para casa y para momentos especiales.

En la playa, una vez que conseguimos llegar hasta ella, hay un poco menos de bullicio, pero todo es estrecho, en el poco espacio que hay entre el acantilado y el agua, y el único sitio de que disponemos para aparcar lo vigila un hombre que en seguida pide su estipendio. Hamdani le dice que no nos vamos a separar del coche. Aun así el otro insiste. Nuestro conductor se enfada y trata de sacudírselo de encima, haciendo gestos indicativos de que el vigilante intenta estafarnos. El otro, un sujeto desgarbado y parlanchín, porfía. Por poder mirar la playa tranquilos acabamos claudicando. A estos vigilantes se les da un par de dirhams, cinco a lo sumo. A cambio de eso se tiene custodia asegurada, algo que parece necesario en cualquier ciudad de Marruecos, porque los vigilantes tienen licencia municipal y nadie deja de pagarles. Aunque se haya peleado con éste de Alhucemas, en ninguna ocasión en que nos alejemos del coche discutirá Hamdani la obligación de remunerar al individuo que acudirá invariablemente a exigir sus monedas.

El mar está como un plato y el horizonte algo brumoso en este atardecer de Alhucemas. Quedan pocos bañistas en el agua, que da la impresión de estar templada, casi caldosa. A esta playa los españoles la llamaban Cala Quemada, pero en los letreros que hoy conducen hasta aquí se la denomina, con un misterioso cambio de género, Plage Quemado. No es demasiado grande, y está casi toda ella ocupada por un club y unos bloques bajos de apartamentos. Desde ellos, a juzgar por la placidez del ocaso, debe de poder disfrutarse de unos bellos amaneceres. La gente que viene a pasear por aquí busca la sensación de abandono y paz que producen las quietas aguas de la bahía, que también proporcionan el primer frescor de la jornada. Es probable que nadie se acuerde mucho ya de los fundadores españoles de la ciudad, y menos aún de quienes desembarcaron en esta misma playa un lejano día de septiembre de 1925.

Es difícil, en mitad de esta tarde indolente y voluptuosa, representarse aquel infierno. Cuentan que Cala Quemada hubo de tomarse cueva a cueva, por la feroz resistencia de los hombres de Abd el-Krim. En la cumbre de Morro Viejo, el farallón que ahora tenemos enfrente, quedó aislada una partida de rifeños que sabiéndose cercados resistieron hasta morir, bajo el fuego de artillería y las bombas de mano de los españoles. El general Goded, jefe de la columna atacante, refiere que en una de las cuevas que ahora vemos ante nosotros encontró a un caíd (oficial) muerto, con su fusil y su Corán al lado. La escena le conmovió tanto que se guardó el Corán del caíd de recuerdo.

Hoy los descendientes de aquel caíd pueden pasear junto a las aguas grises de la bahía, bajo las primeras luces de la ciudad que los vencedores colgaron del acantilado para proclamar su poder. De aquellos invasores sólo queda el nombre de la playa, como un resto exótico, y una fisonomía urbana que emparenta a Alhucemas con las ciudades españolas de los años cincuenta. Pero también esto está desdibujado. Ni siquiera hay demasiada gente que hable español en Alhucemas, aunque todavía es posible oírlo por las calles y leerlo en algún letrero. Al parecer, muchos de los que lo entienden deben el conocimiento más a la televisión que a una herencia de aquella época. Todas las ambiciones y fantasías por las que aquí murieron tantos hombres se han esfumado y hoy son otros los sueños y los afanes. Hoy los nietos y los bisnietos de los antiguos beniurriagueles se marchan con rumbo norte, para volver sólo de verano en verano con las manos llenas de las migajas de la opulencia europea. Pero ésta es su tarde y están en su casa. Siempre es bueno tener un sitio al que volver, de eso no cabe duda. Respiramos la brisa del Mediterráneo y miramos hacia arriba, como hacen muchos. La silueta de la mezquita principal de Alhucemas, que a su constructor debió de placerle asomar al mar, sobresale como un pastel de nata ribeteado de menta por encima del acantilado. Es una imagen limpia y hermosa, la de la sencilla mezquita blanquiverde contorneada de luces.

Volvemos a subir hasta la ciudad y la recorremos de este a oeste, atravesando primero el centro y siguiendo luego lo que debía de ser el trazado de la carretera general. Después de subir y bajar algunos toboganes llegamos hasta el extremo más occidental de Alhucemas. Hamdani se aparta de la carretera y callejea hasta que desembocamos en una plaza sin salida. No está asfaltada y la forman unos edificios de viviendas de cuatro o cinco alturas. Es un barrio cualquiera de la ciudad, con la gente sentada en los portales y los chavales correteando de un lado a otro y alargando bajo la luz solar moribunda un anárquico juego de pelota. El aire es denso y huele intensamente; ni mal ni bien, sino a ese olor a vida que tiene a veces el verano y que todos hemos sentido alguna vez en nuestra infancia. Es imposible no acordarse de cuando era uno el que le arreaba patadas a la pelota, en un barrio que tampoco era tan diferente. Hace veinticinco años, todavía había muchas plazas sin asfaltar en las ciudades españolas. Este trozo de vida de Alhucemas se ofrece a nuestros ojos mientras nuestro conductor da conciertos apuros la vuelta. Celebramos habernos extraviado, si es que eso ha sido. Apuramos la imagen cotidiana como una de esas valiosas piezas recónditas y casuales que depara el viaje.

Con la anochecida las paredes blancas de Alhucemas se vuelven grises y azuladas, con reflejos de ámbar pálido. Deshacemos el camino y al pasar junto a una teleboutique (locutorio telefónico) le pedimos a Hamdani que pare para llamar a España. Las madres siempre quedan preocupadas cuando sus hijos salen por el mundo (mucho más si van al tercero), y a los tres nos viven por fortuna las madres. De mi madre se encarga por los dos mi hermano. Yo llamo a casa y compruebo que no sólo las madres se inquietan. Por alguna razón consigo conectar y termino antes de que Eduardo y mi hermano hayan logrado establecer comunicación. Eso me da unos minutos para charlar con Hamdani y echar un vistazo alrededor. Enfrente hay un hospital y un cuartel medianamente grande. A la puerta hay una oficial elegante y espigada y un par de soldados con subfusiles rusos bastante antiguos. Vuelve a sorprenderme ver a una mujer fuera de la tradicional posición subalterna de la mujer musulmana, desempeñando además su papel con bastante firmeza y con completa naturalidad.

En el locutorio tiene lugar mientras tanto una escena interesante. Una mujer muy rubia y de ojos azules, acompañada por un marroquí, hace una llamada a larga distancia. Intento entender qué está diciendo, pero no es francés ni inglés ni alemán y no consigo enterarme. Todos los marroquíes que están en el locutorio o en las inmediaciones la atraviesan con la mirada, desde los niños hasta un par de hombres bastante viejos. Cuando termina de hablar sale con su acompañante, perseguida por los ojos de todos. La europea va con los suyos apuntados al suelo y ostensiblemente incómoda, por no decir intimidada. Al menos me parece de pánico la mirada que se cruza con la mía durante una fracción de segundo. El marroquí que la acompaña, en cambio, marcha muy sonriente y se muestra solícito con ella. Suben los dos a un BMW de matrícula holandesa y se pierden calle abajo. Pienso en el amoroso coraje de la holandesa al venir a visitar a la familia de su novio en Alhucemas, donde es la primera extranjera que nos hemos encontrado.

Regresamos al hotel. Hamdani nos deja en la puerta y se va a guardar el coche en un garaje que le ha dicho el gerente que hay a dos calles de allí. Como todavía es relativamente pronto, decidimos dar un paseo a pie por el centro. Quedamos citados con Hamdani a las nueve y media, para darle tiempo a cambiarse y descansar un poco. Sigue llevando el traje y la corbata y recuerdo que apenas ha dormido la noche pasada. Pero mientras esté el coche en circulación, no abandonará por nada del mundo su compostura. Está claro que se trata de una especie de prurito profesional.

El paseo a pie por las calles de Alhucemas resulta muy agradable. El ambiente es casi festivo, y de hecho nos tropezamos con un par de comitivas nupciales, bastante ruidosas y desenfrenadas. Ésta es época de casamientos, porque es en el verano cuando se reúne toda la familia, incluidos los que faltan durante el resto del año. A lo largo de nuestro viaje veremos muchos más cortejos, perfectamente reconocibles, porque para las bodas como para otras celebraciones, los marroquíes son auténticamente aparatosos.