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Tomamos un buen desayuno, con café (fuerte y amargo), zumo, pan y unos bollos macizos bañados en un tosco chocolate. Desayunamos en el café que hay al lado del hotel, en la terraza que tiene dispuesta sobre la estrecha acera frente al trasiego ya notable de la calle. A nuestro alrededor, como siempre, unos cuantos marroquíes silenciosos nos observan. De dos en dos o de tres en tres, se demoran ante su té con hierbabuena y miran pasar la vida por delante de ellos, sin demasiado deseo aparente de intervenir.

Retrocedemos hacia Axdir. Nuestra intención es bajar a la playa frente al Peñón de Alhucemas, para acercarnos al mar. Tomamos una carretera que lleva al Club Méditerranée, un complejo turístico vallado y oculto por una frondosa arboleda. En nuestra ingenuidad pretendemos incluso entrar en él y servirnos de su carretera para llegar a la playa. Pero el vigilante nos indica que no podemos pasar. Por más que Hamdani se esfuerza en tratar de convencerle, alegando que sólo queremos tomar unas fotografías del peñón, el vigilante se muestra inflexible. Iba correctamente uniformado, como sin duda gusta a las solteronas francesas que vendrán a solazarse a este lugar, y observa con desdén nuestra indumentaria. Sus abuelos habrían inspirado terror a las solteronas francesas de su época; él cuida de que nada turbe la paz de las de la suya.Con eso consigue comer mejor que sus paisanos. Nada tenemos nosotros que reprocharle.

La alternativa es tomar un camino de tierra, o más bien de arena, que rodea el complejo y lleva hacia la parte no acotada de la playa. No parece aconsejable para el coche, así que dejamos a Hamdani junto a él y nos encaminamos a pie. Es temprano pero el sol ya castiga, y durante la breve caminata celebramos haber tenido la precaución de bajar con nosotros una botella de agua. Aparte del calor, el paseo resulta grato. Los olores, el ruido de las chicharras, el suave aire del mar. Hacia atrás se ven los montes pelados y amarillos, y sobre uno de ellos la torre delgada y blanca de una mezquita. Un hombre viejo vestido de chilaba blanca sube con un borriquillo. Llegamos a la playa.

En la playa, bastante ancha, no hay arriba de veinte personas. Eso sí, cuenta con un chiringuito completamente equipado. Su megafonía arroja al aire, a todo volumen, vieja música de los Bee Gees. De frente, sobre la apacible superficie del Mediterráneo, podemos ver los triángulos de los veleros con los que los felices huéspedes del club contiguo distraen su ocio. Más allá, como una estampa anacrónica, se divisa la solitaria fortaleza en que España convirtió hace siglos el islote que sobresale en medio de la bahía. Gracias a unos prismáticos y al teleobjetivo de una de nuestras cámaras, conseguimos verlo con mayor detalle. Los paredones naturales han sido continuados con murallas de piedra, hasta completar una plataforma elevada de unos cuarenta o cincuenta metros de altura. Sobre ella se asientan una veintena o acaso una treintena de edificios encalados, entre los que sobresale una torre rectangular. A la derecha de esa torre hay un mástil muy alto, y en la punta ondea la bandera roja y gualda, deslumbrada bajo el sol de África.

España ocupó el imponente pedrusco en 1673 y mantiene de forma más o menos legítima su soberanía sobre él desde 1767, año en que el sultán se lo entregó oficialmente para ser utilizado como presidio a cambio de un apoyo coyuntural contra los otomanos. Las defensas naturales y artificiales de la fortaleza, unidas a su situación aislada en medio del mar, a unos dos kilómetros de la costa, la hicieron casi inexpugnable. Incluso en los días oscuros de las campañas contra Abd el-Krim el peñón tuvo guarnición española, con lo que se daba la paradoja de que Alhucemas, el objetivo inalcanzable por tierra, se ofrecía constantemente a los ojos de las tropas que soñaban con invadirla. Y al revés, los beniurriagueles vigilaban todo el tiempo el peñón. Hacia 1890, mucho antes de que la guerra comenzara en serio, tenían permanentemente cien hombres apostados en la bahía para prevenir cualquier desembarco de los españoles. Los barcos de la Armada se acercaban por allí a aprovisionar y también en misión de reconocimiento, pero después del desastre debieron ser más cuidadosos. El 19 de marzo de 1922 el buque Juan de Juanes fue hundido por los rifeños, utilizando un cañón capturado a los españoles. Durante los años siguientes, el peñón fue frecuentemente machacado por la artillería enemiga, que estuvo a punto de echar abajo sus muros.

Desde el peñón miraban esta playa, y esta playa, y más allá de ella Axdir, sobre los montes que ahora tenemos a nuestra espalda, eran el corazón del enemigo. Ningún español podía poner aquí los pies, salvo si estaba desarmado y sometido al capricho de los inclementes beniurriagueles. La primera excepción de esta clase fueron los quinientos y pico prisioneros de Monte Arruit, que pasaron aquí su cautiverio de dieciocho meses, haciendo trabajos forzados para los rifeños. De ellos se salvaron trescientos y pico, contando una cuarentena de civiles, de los que a su vez una treintena eran mujeres y niños. Llama la atención que aquellos guerreros sanguinarios, que cortaban sus órganos a los soldados y se los metían en la boca para que se asfixiaran, fueran capaces de respetar la vida de treinta y tantos niños y mujeres y devolverlos a Melilla. Habría merecido la pena escuchar lo que tuviera que contar cada uno de esos prisioneros, después de vivir el pánico, la dureza de su prisión y el desenlace inimaginable del regreso a casa. Nos ha llegado al menos el testimonio de uno de ellos, el sargento Francisco Basallo, un curioso héroe que organizó la atención sanitaria a los enfermos y heridos y que dejó sus experiencias reflejadas en unas Memorias del cautiverio. En ellas refiere las privaciones de los españoles y las extorsiones continuas de quienes los custodiaban. Por hablar sólo de los que estuvieron después del desastre en Axdir, principalmente jefes y oficiales, cabe reseñar que al general Navarro le hicieron pasar las navidades de 1922 encadenado y atado a un poste como un pe rro. Poco antes le habían obligado a acarrear piedras para construir garitas bajo el fuego de artillería que hacían los españoles desde el peñón. A fin de aumentar el escarnio, los rifeños solían tocar la Marcha real mientras humillaban a los españoles. El general y los oficiales se hacinaban en un habitáculo mísero y oscuro, y las condiciones de los soldados y los civiles en los campos de internamiento de Ait-Kamara fueron todavía más duras. En definitiva, si no los mataron a todos, fue por la esperanza de obtener el rescate que finalmente se pagó por ellos. Más adelante habría otros muchos prisioneros españoles en Alhucemas, e incluso llegó a convertirse la referencia al lugar en una broma que los oficiales se gastaban entre sí cuando las cosas se ponían apuradas. Cuenta Mola que en una de esas situaciones comprometidas le dijo un colega:

– Como esto siga así, nos veo cavando trincheras en Axdir.

Mientras paseamos por la playa, viendo a nuestra derecha el mar y a nuestra izquierda las áridas colinas de la tierra de los beniurriagueles, recuerdo lo que fue aquella breve república independiente que aquí tuvo su capital. Después de la espectacular victoria de Annual, Mohammed ben Abd el-Krim disipó totalmente la desconfianza que inspiraba a su propia gente, debido a la larga colaboración que había tenido con los españoles. Además de ese sentimiento de recelo, debía cuidarse de las eternas intrigas del Rif, que ya en 1919 habían acabado con Abd el-Krim padre, muerto al ingerir unos huevos envenenados en casa de un rifeño que le había hecho gran festejo (varios historiadores afirman que la muerte le sobrevino por causas naturales, y que la versión del envenenamiento se inventó por razones políticas, pero los hijos del difunto sostenían que era cierta). Aunque la victoria lo volvía todo más fácil, Abd el-Krim aplicó su talento y su conocimiento de sus compatriotas. Sabía que el amor al líder era una pasión efímera en estas montañas, e instauró rápidamente un despotismo impla cable. Así consiguió extender su poder en los años siguientes a todo el Rif y al Yebala, desbancando en esta última zona al Raisuni, que la había dominado durante dos décadas. El 1 de febrero de 1923 Abd el-Krim se proclamó emir (príncipe), y más adelante, aunque él lo negaría furiosamente, se le llegó a atribuir la intención de proclamarse sultán. Sus detractores decían que ese propósito le había hecho inventarse una ascendencia que lo emparentaba con Omar Jatab, el tercer califa, sin tener en cuenta que en efecto había nacido dentro de la fracción de los Ait Jatab de Beni-Urriaguel (una familia que supuestamente procedería de Hedjaz, en Arabia). Y se le criticaba que se hiciera llamar sidna ("nuestro señor", como el sultán), pero consta que la mayoría de los rifeños, como los españoles antes de que se convirtiera en su más odiado enemigo, lo llamaban simplemente Si Mohand. Lo que en todo caso es cierto es que fue el primero en establecer un orden firme y duradero en el Rif, y que los impuestos que en su nombre se exigían se pagaban puntualmente (lo que nunca había pasado con los del sultán). A ello contribuyó sin duda la crueldad que no se privó de ejercer, por ejemplo en el Yebala, donde para escarmentar a los caídes insumisos y desalentar a quienes quisieran imitarles hizo que los castrasen delante de sus mujeres. Pronto fue tan odiado como amado, y los atentados que sufrió le persuadieron de la conveniencia de mantener siempre secreto su paradero. Pero no aflojó. Se permitió incluso reformas en las costumbres, con el inequívoco propósito de introducir algo de orden en su pueblo, al que sabía desorganizado y anárquico por naturaleza: obligó a los hombres a calzarse y afeitarse, hizo efectiva la oración cinco veces al día, prohibió el Rif y los blocaos domésticos que muchos rifeños levantaban en los aduares para defender su derecho a vivir a su antojo. Cuando los españoles le derrotaron, según Woolman, se encontraron con que les había hecho el trabajo de sometimiento, y se limitaron a suplantar con su propia autoridad la del depuesto emir. Así, irónicamente, vino a ser Abd el-Krim quien cumplió la siempre ardua tarea de integrar el levantisco Rif en el territorio del Majzén.