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Después de repasar todas estas razones, mi mente vuelve al lugar en el que estoy: a la habitación del hotel de Melilla, a las puertas de ese Marruecos mítico al que vengo, con la conciencia y la temblorosa emoción del adulto, a cumplir aquella promesa de mi adolescencia y a buscar los demás rastros de mi herencia espiritual y sanguínea. Imagino que puede ser difícil para algunos de mis compatriotas comprender el arrebato que me trae aquí. Sé que para muchos Marruecos es hoy día un destino casi rutinario, porque está cerca y resulta asequible a ese turismo de saldo que los verdaderamente pudientes desprecian. La gran paradoja es que esa facilidad no favorece demasiado el conocimiento que los españoles tienen de la vida marroquí. El Marruecos de los folletos y los viajes organizados es apenas un puñado de mercados morunos y mezquitas y, ante todo, una amplia oferta de hoteles lujosos que quedan tirados de precio para los turistas españoles. Entre otras cosas, ese Marruecos excluye cautelarmente el Rif, por donde comienza nuestro viaje (y al que todas las guías turísticas atribuyen peligros que sólo aceptan los que bajan al moro en busca de hachís). El Marruecos consabido es el circuito de las ciudades imperiales, de Fez a Marrakech, cuidadosamente jalonado de comodidades occidentales para que los turistas se paseen por el paisaje sin tener que mezclarse mucho con una gente que en realidad no les importa y a la que consideran naturalmente inferior.

Nosotros no somos aventureros, ni nos damos aires de Lawrence de Arabia; pero no es ése el Marruecos al que venimos. Venimos a otro sitio, y porque venimos con fe, sabemos que vamos a encontrarlo. Sólo los viajeros banales y los que andan al descuido se exponen a la decepción.

2. Paseo por las calles

Salimos para dar nuestro primer paseo a pie por las calles de la ciudad. De forma natural desembocamos en la plaza de España, donde se sitúan el edificio del gobierno de Melilla y el del casino militar, con mucho los más esplendorosos que se ofrecen a nuestra vista. Nadie puede negar que se encuentran en un estado impecable, que denota la generosa disponibilidad de fondos para su cuidado. Enfrente está el puerto, y en primer término una central eléctrica que abastece de energía a la ciudad. Un poco a mano derecha queda el parque Hernández, y un poco más acá la avenida principal, por donde encaminamos nuestros pasos.

El ambiente del centro de Melilla, en este sábado estival, resulta moderadamente animado. Se ve a la gente ir y venir, aunque no hay mucha actividad en las tiendas que se alinean en la pequeña avenida, una típica calle comercial no muy distinta de las que existen en todas las ciudades españolas. Tengo el recuerdo de Ceuta y la comparación es inevitable. En lo mercantil, Melilla parece más amortecida: los bazares se ven menos surtidos, los vendedores menos esperanzados. Para venir aquí hay que coger el avión o el barco de Málaga, que tiene una travesía mucho más larga y una frecuencia mucho más baja que los transbordadores que unen Ceuta con Algeciras. Melilla dispone de las mismas ventajas fiscales y tiene una tradición de libre comercio más o menos ininterrumpida desde el Tratado de Aranjuez, firmado en 1780 con el sultán de Marruecos, pero su situación geográfica es claramente desventajosa frente a la otra ciudad española de África.

La avenida no es fea. Hay muestras relativamente cuidadas de arquitectura modernista, que se deben entre otros a un tal Enrique Nieto, un seguidor de Gaudí instalado en la ciudad a comienzos de siglo, y a las veleidades artísticas de algunos ingenieros militares. Esta zona inmediata a la plaza de España es con mucho la parte más atractiva de la ciudad, y la única en la que parece haberse hecho un esfuerzo decidido de preservación. Melilla siempre ha estado sometida a la incertidumbre que se deriva de su condición de ciudad incrustada en territorio extranjero, y nunca se ha invertido en ella más de lo imprescindible. Es significativo que a principios de siglo, cuando más exaltado estaba el imperialismo español sobre Marruecos, los alquileres fueran tan elevados como para permitir la amortización de los inmuebles por sus propietarios en un plazo de cuatro o cinco años. Nadie se fiaba de un plazo más largo para recuperar su dinero, porque Melilla siempre ha estado expuesta al fin, a caer en las manos del moro, de las que tan trabajosamente se la viene defendiendo desde hace ya quinientos años.

La avenida se acaba pronto. A medida que nos alejamos y empezamos a subir, aparece ante nosotros la faz menos lucida de la ciudad. Las calles están sucias, los edificios, viejos y descuidados. Las tiendas son sustituidas por los mercadillos callejeros, donde la actividad sí es febril. En ellos se venden productos de aseo personal y de limpieza doméstica, ropa, fruta, hortalizas. A medida que nos internamos en esta zona, ya no cabe hacerse ilusiones: estamos, de golpe, en una ciudad musulmana.

Hasta entonces, mientras avanzábamos por la avenida, nos hemos cruzado esporádicamente con algunos moros de diversos pelajes. Entre todos nos han llamado la atención algunos de edad madura y aspecto señorial, vestidos con chilabas y camisas impolutas, siempre blancas. Detenidos en una esquina o un portal, departían con ese aplomo y esa falta de apresuramiento que distinguen a quienes han conseguido sujetar las riendas de la vida. En modo alguno se les veía disminuidos o apocados en la avenida principal de la ciudad gobernada por los europeos. He podido, al paso, fijarme en el costosísimo reloj de oro de uno de ellos, y me han asaltado intuiciones razonables acerca de la manera en que se ganan el respeto de quienes tienen en la mente y en la sangre la irresistible propensión a menospreciarles. Se trata de esa lejana consecuencia de la Revolución Francesa que tan incorrecto resulta enunciar en su cruda realidad: todos los hombres con dinero en el bolsillo en una cantidad mínimamente apreciable son más o menos iguales ante la ley. La ley que al final se impone siempre, la de la selva.

Sin embargo, ahora que la atildada ciudad colonial ha quedado atrás y se desata el súbito desaliño de la ciudad moruna, el paisaje humano se vuelve más móvil y variopinto. Los graves moros de blanco que aquí nos tropezamos, más escasos, son todavía más impresionantes por la altivez con que observan al resto. Pero el interés está ahí, en los demás. En los vendedores que porfían a gritos para endosar su mercancía, en las mujeres que revuelven desabridas los géneros, en los niños indisciplinados y en la muchedumbre de hombres ociosos, que apoyados en las paredes lo examinan todo con una mirada oscura y torva. Son los primeros de los muchos que veremos. Hombres en la plenitud de sus fuerzas, mirando pasar la vida como si esperaran algo que saben que no ha de ocurrir nunca. Son tantos y marcan de tal forma el paisaje de las ciudades y los pueblos magrebíes que les han inventado un nombre, los hittistes, "los que sostienen las paredes". Los que aquí vemos deben estar acostumbrados a vigilar al europeo, pero nuestro aspecto manifiestamente forastero nos depara un escrutinio que parece alcanzar una minuciosidad especial. También tendremos que irnos haciendo a ese escrutinio, que se agravará en cuanto atravesemos la frontera.

Recorriendo el mercadillo me veo a mí mismo en Madrid, hace veinte años, cuando en los rastrillos de los barrios o en el Rastro céntrico se vendían esos mismos productos: artículos para la subsistencia que hoy todo el mundo compra en España en los hipermercados que nos pusieron los franceses o en los que unos pocos espabilados autóctonos levantaron imitándoles. Muchos de los compradores en el mercadillo de Melilla son plausiblemente visitantes del otro lado de la frontera, que vienen a hacerse con champú, detergente o falsa ropa de marca, para su uso propio o, en mayor medida, para luego revender la mercancía en Marruecos, donde se cotiza bien.

En el mercado de fruta y hortalizas, por el contrario, son los vendedores los que deben venir del otro lado, porque parece más bien dudoso que en Melilla haya mucho sitio para huertas. Otro síntoma es que entre los compradores abundan aquí los españoles, inexistentes en el mercadillo por el que acabamos de pasar. El género no es abundante y por lo común tiene buen aspecto, pero no ese buen aspecto aséptico y plastificado de las fruterías europeas, sino el de lo recién arrancado de la tierra. Sentados en el suelo junto a sus productos se hallan quienes los venden, mujeres y hombres gastados por el esfuerzo, que pueden ser también quienes los cultivan. Son taciturnos, como quien defiende algo que se ha sacado de dentro, marcando con ello la diferencia con los vocingleros del mercadillo de ropa y droguería, que revenden lo que antes compraron.

A ambos lados de la marquesina bajo la que se organiza el mercado de fruta hay mesas y sillas y en ellas vemos a los primeros hombres (porque son hombres, siempre) entregados al despacioso ritual del té a la hierbabuena. Nos fijamos en el té de color verde apagado, en el que flotan las hojas de color verde vivo de la hierbabuena recién arrancada. Los vasos humean y sólo muy de vez en cuando se ve a algún bebedor largar un trago ruidoso al brebaje ardiente. Lo principal es darle vueltas al vaso, cogiendo el filo entre el pulgar y el índice, y para algunos ni siquiera eso, sino sólo dejar la mano muerta junto al té humeante, viendo pasar a los transeúntes. Sentimos la curiosidad de probarlo, pero no hay una sola mesa libre ni perspectivas de que se desocupe alguna. Así que nos disponemos a desandar el camino hecho, en dirección al mar.