Pero Abd el-Krim no era un suicida y mucho menos un irreflexivo. Y se rodeó de consejeros que tampoco lo eran. No muchos, a decir verdad, y todos muy próximos. En 1925, cuando se vio obligado a tomar las graves decisiones que precipitarían su fin, sus asesores eran su circunspecto hermano Mhamed, su cuñado Mohammed Azerkán, marido de su hermana predilecta, y el segundo de éste, Mohammed Cheddi. Mhamed era jefe del Gobierno, además de comandante supremo del ejército. Azerkán ostentaba el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Cheddi, además de oficiar como segundo de Azerkán, era general del ejército. Siempre maravilla pensar que aquel puñado de brillantes rifeños que fueron capaces de poner en jaque a dos potencias como España y Francia, y a sus respectivas y experimentadas gerontocracias, fueran tan jóvenes. Abd el-Krim, el mayor de todos, tenía cuarenta y tres años en 1925. Mhamed contaba treinta y tres años, Azerkán, treinta y seis, y Cheddi, que era el consejero favorito de Abd el-Krim, sólo veinticinco. Quizá fuera en parte la arrogancia de su juventud la que decidió a los jefes rifeños a atacar a Francia en 1925, abriendo el tercer frente que sumado a los del Rif oriental y el Yebala terminaría suponiendo su perdición. Pero tampoco dejaba de haber razones para esa maniobra. Lyautey había iniciado movimientos en su frontera norte, que era la frontera meridional del Rif, porque veía en la república rifeña un peligroso "foco de ilusiones". Los franceses ocuparon la zona de Beni-Serual, con lo que privaban a los rifeños de su granero de la cuenca del río Uerga. Abd el-Krim quiso negociar, pero los franceses respondieron militarmente y fusilaron a una docena de caídes de los Beni-Serual. Éstos pidieron ayuda y una yihad contra Francia a la república rifeña. Nadie sino Abd el-Krim podía ser el caudillo de esa yihad. Al final fueron tantas las presiones que comprendió que su prestigio y el de la joven república estaban en juego. Siempre había dicho que una guerra con Francia le parecía inconcebible, salvo que Francia atacara, y que su único enemigo era España. Los sucesos de Beni-Serual dieron al traste con eso. A mediados de abril de 1925, los rifeños lanzaron un durísimo ataque contra los franceses en toda la línea del río Uerga. Aniquilaron los puestos enemigos y en pocos días llegaron a treinta kilómetros de Fez y sitiaron Uazzán.
El terrible verano de 1925, con temperaturas de hasta 54 grados, fue una prueba infernal para los franceses. Lyautey fue destituido como jefe militar y se envió a Pétain, filo y brutal estratega de la Gran Guerra, para que asumiera el mando de las tropas. Las circunstancias eran tan alarmantes que el nuevo jefe pidió refuerzos urgentes. La situación de los españoles no era mucho mejor, y ambas potencias se acercaron a Abd el-Krim con intención de negociar. Le ofrecieron autonomía política, amnistía general, ventajas comerciales y el respeto de su poder militar. Lo único que no se reconocía era el Estado rifeño. Abd el-Krim calculó que estaba en posición de obtener más, y rehusó. Con ello venía a reproducir la respuesta que ya había dado en el verano de 1923 a una aproximación anterior por parte de España. En aquella ocasión Mohammed Azerkán había escrito una carta cuyas espléndidas razones seguían pareciendo válidas a los rifeños:
El Gobierno rifeño, constituido sobre bases modernas y leyes civiles, se considera independiente tanto política como económicamente y abriga la esperanza de vivir libre como vivió durante siglos, al igual que todos los demás pueblos. Estima que debe tener, antes que cualquier otro Estado, el dominio de su territorio, por lo que considera al partido colonial español como un usurpador y sin el menor derecho a sus pretensiones de extender su protectorado al gobierno del Rif. El Rif no ha aceptado ni aceptará nunca ese protectorado; lo rechaza. Se compromete a gobernarse por sí mismo, esforzarse por obtener el pleno reconocimiento de sus derechos legítimos, que son indiscutibles, a defender su independencia total por todos los medios naturales, formulando su protesta ante la nación española y sus intelectuales, que tenemos la certeza de que reconocen la razón que nos asiste en nuestras reivindicaciones racionales y justas, antes de que el partido colonial empujara a verter la sangre de sus hijos, para satisfacer ambiciones personales y reclamar derechos imaginarios, al tiempo que servía intereses ajenos. Si ese partido se juzgara a sí mismo vería en su fuero interno que está equivocado; verá en breve plazo que ha causado la pérdida de su país por inmiscuirse en la colonización, sirviendo únicamente su propio interés. Su deber es el de poner remedio a la situación antes de que sea demasiado tarde.
El Gobierno rifeño protesta, además, ante el mundo civilizado y la humanidad contra cualquier acto hostil que venga del partido colonial español y declina su responsabilidad por todas las posibles pérdidas de vidas y bienes […].
El Gobierno del Rif lamentará en sumo grado que el partido colonial persista en su actitud agresiva, orgullosa y arbitraria. Figuraos un momento que sois vosotros los invadidos en vuestros propios hogares por un extranjero que pretende dominaros y hacerse dueño de vuestras vidas.?Os someteríais a ese conquistador sean cuales fueren los derechos y las pretensiones que alegase? No dudo ni un instante de que lo combatiríais con todas vuestras fuerzas, hasta con vuestras mujeres, y no consentiríais convertiros en sus esclavos. Vuestra propia historia lo atestigua.
Pensad lo mismo del Rif, en el que todos sus hombres están firmemente convencidos de que sabrán morir en defensa de la justicia y la dignidad. Y no se volverán atrás de esta decisión hasta no ver que el partido colonial ha renunciado a sus malignos proyectos o hasta morir el último de ellos.
Cuando era un crío, Azerkán recogía colillas (o "puntos") por las calles de Melilla. Por eso los españoles le apodaban despectivamente Punto (y con menos inquina, Pajarito). Sorprende que aquel crío se convirtiera en un dialéctico tan conmovedor e impecable. Dos años después, en aquel verano de 1925, sus argumentos conservaban toda su belleza y rotundidad, pero algo había cambiado. La firmeza rifeña no tenía enfrente a la España renqueante de 1923, sino a un ejército mucho más experimentado al que se unían las fuerzas francesas. En total, medio millón de hombres, apoyados por aviones, barcos de guerra, carros de combate. Aquella maquinaria podía poner a prueba la palabra de la República del Rif. Y lo hizo. Mientras negociaba con los rifeños, Primo de Rivera, dictador desde hacía dos años y Alto Comisario en Marruecos, ajus taba con los franceses los detalles del ataque decisivo. Desde el incidente de los huevos legionarios en Ben-Tieb, se había hecho cargo personalmente de la guerra, que le urgía rematar.
Fue esta bahía de Alhucemas, justamente, el escenario del envite. No podía ser en otro lugar, y lo sabían los que atacaron y también los defensores. Alhucemas era y sería siempre el corazón del laberinto rifeño. Las maniobras de diversión que hicieron los invasores no engañaron a nadie, aunque la playa elegida para el desembarco, la de la Cebadilla, al noroeste de la bahía, era la peor guardada por los de Abd el-Krim. Después el caudillo lamentaría su imprevisión, al haber dejado a la tribu de los Bocoya la cobertura de aquel flanco por el que se deslizó finalmente el enemigo.
Con todo, el desembarco no fue un paseo militar. Los franceses dieron apoyo naval y mantenían la presión en el frente sur, pero la faena correspondió a los españoles, a fin de cuentas los responsables de la zona norte del Protectorado y en consecuencia de sofocar aquella recalcitrante revuelta. Los primeros en poner el pie en la playa después de un intenso bombardeo aéreo y naval, fueron los hombres del Tercio, con el coronel Franco a la cabeza. El ambicioso gallego fue el primer jefe que pisó la arena de Alhucemas, en la mañana del 8 de septiembre de 1925. A los pocos segundos de hacerlo, un obús estalló a su lado y le enterró por completo en la misma arena que acababa de hollar. Sus legionarios lo desenterraron con las manos. El coronel, ileso, retomó el mando del asalto. Otra vez había funcionado la baraka. En dos horas, los legionarios habían escalado los acantilados y a lo largo del día se consiguió desembarcar a 8.000 hombres y tres baterías, con pocas bajas.
Los rifeños contraatacaron en los días siguientes, pero los invasores estaban bien asentados y protegidos por la Armada y la aviación. Las baterías rifeñas sólo podían bombardear de noche, porque de día los aviones las localizaban y destruían fácilmente. El Tercio enfiló hacia Axdir, emprendiendo un largo viacrucis por los acantilados y las colinas de la bahía. Avanzaban de roca en roca y no más de unos centenares de metros por jornada, empleando toda la potencia de su armamento, gases venenosos y finalmente bayonetas y machetes. En lo alto de los montes a veces sólo quedaba un rifeño vivo, que seguía peleando hasta que lo remataban a bayonetazos. El 2 de octubre, los legionarios entraron al fin en Axdir. Se hicieron fotografías en la antigua casa de los prisioneros españoles y arrasaron a conciencia la casa del caudillo rifeño y la llamada (en español) Oficina, la sede del Gobierno, a la que prendieron fuego sin contemplaciones. En el incendio desapareció la biblioteca del emir, así como el proyecto de Constitución "moderna" que preparaba para su efímera república. Lo que no devoraron las llamas, fue saqueado. Todos los invasores querían llevarse algún recuerdo de allí. El día 3 la capital y ciudad natal de los hermanos Abd el-Krim ardía por los cuatro costados. Doce mil españoles victoriosos acampaban en Alhucemas. Se calcula que las bajas españolas fueron algo superiores a las rifeñas, pero el sueño del olvidado Silvestre se cumplía al fin. España había clavado su bandera en el corazón del laberinto y el Gobierno rifeño se retiró hacia el sur, a Tamasint, mientras Abd elKrim se refugiaba al oeste, en Targuist.