Merece la pena describirlos. Son conjuntos de cinco o seis edificios planos y cuadrados, de adobe, con una especie de patio central, también cuadrado, que es visible a través del hueco que se abre en el techo. Están rodeados por una multitud de chumberas, algunas higueras, olivos, almendros y frutales. A veces la densidad de la vegetación es tan grande que parecen pequeños oasis que rematan los montes. En ellos se tiene buena sombra, y en el interior de cada casa, hoy como hace ochenta años, habrá seguramente una habitación siempre limpia y dispuesta para acoger huéspedes. También tendrán las paredes encaladas y el piso de tierra impoluto, porque la casa es el orgullo del rifeño. Lo que hoy ya no se ve es el pequeño fortín que muchos tenían en los viejos tiempos, desde el que cada aduar se convertía en una posición militar si hacía falta. Seguramente por eso los españoles los atacaban y bombardeaban sin clemencia. Como cuenta Barea en La ruta, poniéndolo en labios de un oficial de artillería, sobre los aduares se cañoneaba a bulto, sin apuntar, "igual que se le tira una piedra a un perro". La mayoría de las veces, sin embargo, lo que había en los aduares eran mujeres y niños, cuya muerte no hacía más que enfervorizar los ánimos antiespañoles de los rifeños y enconar su lucha. Cuando apuntaba a un español, el rifeño podía estar recordando la imagen de los hombres del Tercio trepando por la colina para saquear e incendiar su aduar natal. Y cuando apretaba el gatillo, lo hacía sin mi sericordia.
El paisaje de aduares se sucede hasta Targuist. Tras pasar BeniAbdalah y Beni-Hadifa la carretera atraviesa algunos de los más hermosos escenarios que llevamos vistos. Entre las montañas que vienen desde el desierto y llegan hasta el mar se abren valles y desfiladeros, siempre vigilados por el cogollo verde y marfil de un aduar colgado de las alturas. Debe de ser placentero amanecer en uno de esos aduares, salir de la casa y quedarse contemplando el panorama bajo el cielo azul intenso, en medio del silencio del Rif.
Esta cadena de valles y montañas es la barrera que separa Targuist de Alhucemas, y el recorrido que acabamos de hacer el mismo que debió de hacer Abd el-Krim, por primera vez derrotado, desde su tierra natal de Axdir hasta el que sería su último reducto. Targuist es hoy un pueblo bastante grande y de apariencia próspera, extendido a lo largo de un valle a orillas del río Guis. La cinta de agua del río brilla al fondo con la luz del sol y más allá de ella se alzan las estribaciones del más alto macizo montañoso del Rif, coronado por el Tidirhin, de casi 2.500 metros. La carretera pasa elevada junto a la llanura de Targuist. Nos detenemos y desde ella observamos este paisaje que fue casi el último paisaje rifeño que el vencido caudillo contempló. Mientras veía esas montañas, quizá mientras paseaba a orillas de ese río, comprendió que la apuesta había sido demasiado fuerte y que le había llegado el final.
Los días de Targuist fueron oscuros. Durante ellos, Abd el-Krim se desprendió rápidamente de su aura invencible y gloriosa. En noviembre de 1925, los españoles celebraron su triunfo invistiendo con grandes fastos en Tetuán al nuevo jalifa (gobernante nominal y títere de su parte del Protectorado) Mulay Hassan ben el-Mehdi. Los rifeños retrocedían en todos los frentes, y desde el aire los aviones españoles y los de la Escadrille Chérifienne (organizada por los franceses con pilotos mercenarios nortea mericanos al mando del coronel Sweeney) los bombardeaban sin piedad. En la primavera de 1926, Abd el-Krim pidió negociar. En abril se celebró la conferencia de Uxda, en la que los delegados rifeños llegaron a aceptar el desarme, la sumisión al sultán y la deportación de Abd el-Krim. Pero mientras tenían lugar las negociaciones, Abd el-Krim, momentáneamente repuesto en sus sueños guerreros, deliberaba con los suyos en los bosques de cedros de Ketama y les exhortaba a resistir hasta el último hombre. Él tenía 12.000 y sus enemigos más de medio millón. Según cuenta Woolman, para entonces había perdido a sus mejores elementos, y el jefe de sus servicios telefónicos era un chico de catorce años.
A comienzos de mayo Francia y España lanzaron un ultimátum para que los rifeños liberasen a todos los prisioneros. El ultimátum fue desoído y comenzó el mes terrible de Abd elKrim. Entre el 8 y el 10 tuvo lugar la batalla de Ait-Hishim (colina de los santos), al sudeste de Axdir y a orillas del Guis, donde el general Castro Girona, a costa de fuertes pérdidas, consiguió exterminar prácticamente a los beniurriagueles. El 23 de mayo, los españoles entraron en Targuist; unos días antes, los hombres del coronel Pozas ganaban las ruinas de Annual, el lugar mítico donde Abd el-Krim había iniciado su ascensión. Los españoles no encontraron al caudillo en Targuist. Tuvo tiempo de huir y refugiarse en Snada, hacia el norte, en el corazón del territorio de los Bocoya, los mismos que le habían fallado en Alhucemas. Los suyos, los Beni-Urriaguel, ya eran historia. Pero alguien reveló el escondite de Abd el-Krim a los franceses, que bombardearon el pueblo (según otra versión, las bombas las tiró un hidroavión Dornier Wal español que hizo una incursión casual por allí). Temiendo ser asesinado por los suyos, que ya no veían en él al líder victorioso, o ser capturado por los españoles, que deseaban vengarse desde aquel ya remoto julio de 1921, ordenó liberar a los prisioneros y se entregó a los franceses, no sin antes obtener garantías sobre su seguridad y la de su familia. "Es hora de partir", admitió, con lágrimas en los ojos, antes de salir de su reducto de Snada. Abatido sobre su caballo, como un antiguo guerrero derrotado, pero protegido aún por cincuenta miembros de su guardia personal, distinguibles por sus turbantes verdes, fue al frente de los suyos al encuentro del coronel francés Corap, al que se rindió. Luego achacaría su infortunio a la voluntad divina: "Dios, que me alzó, me ha derribado". Los notables rifeños que luchaban del lado de los franceses, y que hasta hacía no mucho le habían temido, le mostraron el más ostensible de los desprecios. Uno de ellos, un tal Medboh, ni siquiera quiso verle. "Qué me importan los perros vencidos", exclamó ante el ofrecimiento de un oficial francés. Era el 27 de mayo de 1926. Ese mismo día, los prisioneros españoles liberados llegaban a Targuist. Quedaban un centenar de soldados (ningún oficial), dos mujeres y cuatro niños. Todos los que no podían andar habían sido expeditivamente fusilados.
Abd el-Krim siempre había dicho que los rifeños resistirían hasta el final, y muchos de sus hombres, durante los cinco años precedentes, cumplieron con aquella consigna. Pero él prefirió salvarse y salvar a todos los miembros de su familia. También dicen los malévolos que salvó unos 250.000 dólares. Sin duda era demasiado inteligente para aceptar el destino que tantos combatientes rifeños habían sufrido sin rechistar. Los franceses no le trataron mal, porque le respetaban como jefe militar y porque les halagaba haber sido sus captores. Llevaron a Abd el-Krim y a su familia a Taza y después a Fez, salvándoles de los españoles y de los rifeños resentidos. Los españoles, rabiosos porque se les hubiera escapado en sus narices aquel odiado adversario, después de haber liquidado a los suyos y haberle cercado con una sangrienta ofensiva, reclamaron a los franceses que se lo entregaran para hacerle pagar sus crímenes. Los franceses se negaron, alegando haber dado su palabra de protegerle. Debieron de encontrar cierto placer en hurtar a los españoles el desahogo de la venganza. Todo lo que éstos pudieron hacer fue confiscar las posesiones de Abd el-Krim, y restituir a sus dueños originarios las que él había confiscado durante su gobierno. Muchos beniurriagueles se pasaron en seguida a los españoles, y fueron de inestimable ayuda contra los que seguían resistiendo y negándose a creer que Abd el-Krim hubiera podido entregarse. Los españoles dieron incluso altos cargos a algunos generales rifeños. A mediados del verano de aquel decisivo año de 1926, la resistencia sólo continuaba en el Yebala y en algunos núcleos aislados del Rif.
Abd el-Krim pasó varios meses en Fez. Allí le dijeron que se le deportaría a la isla de Reunión, en el Índico, que se consideraba apropiada para él por tener un clima semejante al del Rif. Los franceses le prometieron que su alejamiento no sería demasiado largo, y con esa promesa embarcaron él y los suyos en el Abda, en el puerto de Casablanca, el 2 de septiembre de 1926. Durante el viaje hacia Marsella, con las costas de Marruecos ofreciéndose ante sus ojos por última vez, el caudillo vencido declararía al periodista francés Roger Mathieu: "Yo he venido demasiado pronto, pero estoy convencido de que todas nuestras esperanzas se realizarán algún día". Consolado con esa convicción, y sin saber que nunca volvería al Rif Abd el-Krim embarcó dócilmente con toda su familia a bordo del Amiral Pierre, que lo llevaría desde Marsella al lejano exilio.
En Reunión recibió un trato deferente, una pensión de 100.000 francos anuales y una residencia propia, la villa Morhange, a pocos kilómetros de la capital de la isla, Saint Denis.
En aquella desvencijada casa colonial, en mitad de una finca de catorce hectáreas y un bosque de miles de bananos, viviría recluido diez años. En 1932, desde su encierro, el emir que había desafiado orgulloso el poder de España y de Francia escribió al presidente de la República Francesa en los términos más humildes que pudo emplear:
El exilio es duro, es el castigo más penoso que se me puede infligir. Tengo conmigo a mi madre, ya muy anciana, que no querría morir sin volver a ver su país natal y a sus hijas, mis hermanas, que quedaron allí. Mis esposas, cuyas familias están en Marruecos, mis hijos, los de mi hermano y los de mi tío, a los que he criado en el amor a Francia y a los que me empeño en dar una instrucción y una educación francesas… Vuestra Excelencia no querrá que estos seres, cuya inocencia es evidente, permanezcan en el exilio… Estaría por tanto infinitamente reconocido a Vuestra Excelencia y hacia Francia si tuvieran a bien examinar mi situación con benevolencia y justicia. Deseo volver al Marruecos francés o, si eso es imposible, viajar a Argelia o Túnez. Aun si fueran puestas a prueba, mi fidelidad y mi gratitud hacia Francia serán inquebrantables. Mis sentimientos de sincera lealtad no han variado jamás después de mi sumisión. Francia y Su Majestad el Sultán de Marruecos no tendrán más obedientes y leales servidores que yo, los míos y todos mis amigos.