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Todavía en la ciudad musulmana, dos sensaciones intensas y dispares salen a nuestro encuentro. Una, omnipresente en el calor de este mediodía, es el olor. Un olor parcialmente fétido, de alimentos en descomposición, que me recuerda el olor que más de una vez percibí hace muchos años en algún rincón desheredado de ciudades españolas. El olor fuerte y a la vez turbiamente estimulante de lo que se pudre al sol. La segunda sensación la experimentamos al cruzarnos con un grupo de moras muy jóvenes. Van con vestidos largos de colores oscuros, pero llevan la cabeza sin cubrir y una de ellas una airosa cabellera suelta. Sus ropas son granates, sus cabellos muy negros y la piel muy blanca. Ríe ruidosamente y se mueve con rapidez y desparpajo. A los tres nos sorprende la poderosa belleza de la muchacha. Uno tiene la sospecha, no sé si fundada o arbitraria, de que en las fantasías de los españoles, rendidas por el cine y la televisión al arquetipo nórdico, las mujeres marroquíes ocupan un espacio subalterno, si es que ocupan alguno. De hecho, quizá ninguno esperaba que aquí hubiera mujeres así, con ese atractivo descarado y esa blancura subrayada por el fulgor nocturno de los ojos, cuyo misterio vuelve anodina la blancura de las europeas. Pero también a eso habremos de habituarnos, porque no es la primera mora bonita con la que vamos a tropezarnos, ni mucho menos. Por casualidad me acuerdo ahora de un libro en el que pude comprobar cómo un español muy significado ponderaba la belleza de las marroquíes. Debería haber tenido más en cuenta aquel caso a la hora de forjar mis expectativas, porque no se trataba precisamente del español más fogoso y sensual que vieron los siglos. El libro era Diario de una bandera y su autor el entonces comandante del Tercio de Extranjeros y más tarde general superlativo de todos los ejércitos Francisco Franco Bahamonde.

Vamos buscando por las calles un atajo para llegar a la playa. En el hotel, antes de salir, hemos recabado consejo sobre cuál era la mejor playa de la ciudad. El hombre de la recepción, un poco menos distante que a nuestra llegada, se ha reído y nos ha dicho que sólo hay una. Yo creía que había dos, y en realidad así es, pero una de ellas está en una estrecha ensenada en Melilla la Vieja, la parte más antigua de la ciudad, y nadie la usa. La otra, la playa utilizable, empieza a partir del antiguo muelle minero, al que en tiempos iba a parar el ferrocarril, y que ahora han convertido en una especie de complejo con restaurantes y bares y amenidades diversas. La playa baja de norte a sur, porque Melilla afronta el Mediterráneo hacia el oriente.

De camino hacia la playa, atravesamos por la parte de la ciudad que no se puede considerar centro histórico ni tampoco arrabal desfavorecido, o lo que es lo mismo, esa parte de la ciudad en la que vive el común de sus gentes, tan frecuentemente ninguneada por los viajeros que a cualquier ciudad llegan en busca de exotismo. Yo debo confesar, en cambio, mi debilidad por estas zonas anodinas y funcionales. Mirándola bien, esta parte de Melilla no es muy diferente de la parte equivalente de otras ciudades que conozco. El trazado de las calles y el aspecto de los edificios recuerdan mucho a los barrios residenciales de Málaga levantados hace cuarenta o cincuenta años, caracterizando a Melilla como una ciudad antes andaluza que española. Y la afinidad con Málaga no es casual, habiendo dependido siempre de ella, en lo administrativo y en sus líneas vitales de comunicación y aprovisionamiento.

La gente que nos tropezamos por aquí (no mucha) es en buena proporción gente de avanzada edad, sobre todo mujeres. Las generaciones de soldados que me preceden en mi familia me permiten identificar al instante el porte difícilmente confundible de las viudas militares. Mujeres vestidas dignamente, porque disponen de una pensión suficiente al menos para eso, y que se mueven con prudencia y energía. Me admira que se hayan quedado, en lugar de regresar a la Península. Pero muchas de ellas pueden haber nacido en Melilla, donde conquistaron en tiempos la preciada pieza (según el criterio de la ciudad-guarnición) de un oficial o suboficial joven. Y otras han debido pasar aquí gran parte de su vida y carecen de los medios para reconstruirla en otra parte. La pensión de las viudas militares da para no tener que mendigar, pero no para emprender aventuras.

¿Qué españoles viven en Melilla, aparte de estas viudas contumaces? Y al decir españoles, en este punto, me refiero a quienes lo son de procedencia. Casi prefiero utilizar la palabra español en esa acepción restringida, aunque sea inexacta (muchos magrebíes de Melilla son también españoles de pasaporte), porque la alternativa, llamar a los de origen peninsular cristianos, como hace algún folleto sobre la ciudad, me resulta anticuada y aún más impropia. Sin lugar a dudas, la colonia más nutrida la forman los militares, ya sean profesionales o de reemplazo. Melilla siempre ha sido una plaza militar y todavía hoy se mantiene lo que ya es sólo una especie de aparatosa ficción defensiva. Nadie en su sano juicio admite que la guarnición aquí estacionada, con ser relativamente numerosa, baste para repeler un eventual ataque marroquí, pero el hecho es que aquí siguen los regimientos, los pertrechos y los miles de soldados. Otra fracción importante de la población son los funcionarios, los de la administración local y los de las delegaciones de la administración estatal. Para una pequeña ciudad de sesenta mil habitantes hay que aplicar en todos sus negociados, aunque sea mínimamente, el aparato de la burocracia del estado moderno, desde la sanidad hasta los juzgados y desde Hacienda hasta la policía. Y eso supone un buen puñado de funcionarios. No son pocos los policías, por ejemplo, ya que deben vigilar la pujante inmigración ilegal y controlar sus efectos nocivos. Todos estos funcionarios lamentan más o menos su suerte, pero no todo es desgraciado para ellos. Pagan la mitad de impuestos que sus compañeros de la Península y se benefician de precios más bajos en casi todos los artículos de consumo. No pocos tienen un apartamento en la Costa del Sol en el que pasan los fines de semana (quizá sea por eso por lo que hoy, sábado, apenas hay nadie en la calle). El resto de los habitantes de origen peninsular se reparte entre comerciantes y profesionales liberales. Al parecer hay un buen número de médicos, que tienen un floreciente negocio. Los marroquíes son muy aficionados a sus servicios, lo que les proporciona una ingente clientela transfronteriza. Aparte de eso, poco más queda para hacer de Melilla esa ciudad española en el norte de África que propugna sin tregua ni desfallecimiento la propaganda institucional. He conocido a bastantes melillenses que viven en la Península y que aman su tierra (como cualquiera), pero que sólo vuelven a Melilla de visita, cuando vuelven. ¿A qué otra cosa podrían volver? Y sin embargo, es innegable que la ciudad, ahora que avistamos el paseo marítimo y la playa al fondo de la calle por la que vamos subiendo, tiene el sello indeleble y el austero encanto de lo español. Es la herencia de todos los compatriotas que en ella o por ella se dejaron la piel o derramaron la sangre. Hemos visto las ruinas de un antiguo hospital militar, todavía con la cruz roja, aunque desteñida y maltrecha, agarrada a sus fachadas de piedra y ladrillo. Ahora, esos edificios están vacíos y abandonados, pero en ellos se amontonaron en otro tiempo multitud de españoles forzados a entregar su juventud. Ésas son cosas que difícilmente se apagan, como difícilmente se apaga, en el otro extremo, la normalidad. También es profundamente española la normalidad de Melilla, hasta en ese cartel que vemos a la puerta de un comercio, en el que debajo de una fotografía de ciertos personajes sobradamente conocidos alguien ha escrito: Concurso para encontrar a las Spice Girls melillenses. Bajo estas palabras hay otra fotografía en la que se ve a cinco niñas de unos catorce años, cuatro muy blancas y una atezada, de aspecto magrebí. Llevan ropas ceñidas y maquillajes chillones.

La siempre implacable, la feroz normalidad.

3. Dos chicas en la playa

La playa de Melilla es quizá lo único generoso y amplio que la ciudad tiene. Se extiende a lo largo de un paseo marítimo más o menos remozado, cuyos edificios carecen en general de personalidad. La arena es clara y está relativamente limpia, y el bañista dispone de modélicos servicios, desde quitasoles hasta duchas. Este mediodía de sábado, como el resto de la ciudad, la playa apenas está concurrida. Nos las arreglamos sin dificultad para apoderarnos de una sombrilla y extender debajo nuestras toallas. Hemos querido venir a la playa porque los tres vivimos tierra adentro, y como a todos los continentales, nos fascina irresistiblemente el mar. Además hace calor y apetece un baño. Después del paseo y de la exploración, también resulta agradable esa sensación de molicie más o menos rutinaria que siempre suministra una playa.

El horizonte mediterráneo de Melilla es ancho, luminoso y azul. A lo lejos, hacia el sur, se ven entre la calina los montes de Nador, en Marruecos. Un poco antes de esos montes, donde acaba la larga playa, se encuentra la entrada de la Mar Chica, una laguna litoral separada del mar por una estrecha barra de arena. Pero eso también es Marruecos, ahora, y antes de poder llegar hasta allí tendremos que pasar la frontera. Hacia el norte, más allá del puerto, se alza la silueta de la antigua ciudadela de Melilla la Vieja, como la proa de un barco hendiendo el mar. A nuestra espalda, que viene a ser el oeste, se yergue la sombra del Gurugú, a esta hora difusa por la evaporación que enturbia el aire.

Nos bañamos por turnos. El agua, menos limpia que la arena, apenas cubre y está infestada de medusas violáceas. Un buen número de bañistas han sufrido sus efectos y eso nos aconseja precaución y abreviar el remojo.