Para el alojamiento de esa noche, Hamdani nos lleva a un hotel en la ciudad nueva. Es un hotel grande, para extranjeros, aunque sin grandes lujos. De todos modos, es demasiado para lo que él se puede pagar. Fez es una ciudad cara, por culpa del mucho turismo. Hamdani dice que él se buscará otro hotel y algún sitio para cenar. Nosotros podemos hacerlo en cualquier restaurante de los cercanos a nuestro hotel. Quedamos en que vendrá a buscarnos mañana a las ocho y media. Por hoy le relevamos de sus obligaciones. En el Rif era necesario tener con nosotros a alguien que hablase árabe, pero en Fez no hay ningún problema. Aunque aquí, como en la mayoría de Marruecos, es el árabe la lengua coloquial preferida, casi todos saben francés.
Mi habitación tiene una bañera enorme, plantada en mitad del cuarto de baño como las de los años treinta. La lleno y me regalo una larga inmersión para quitarme el calor del día.También me ayuda a aliviar mis quemaduras solares, que no han mejorado precisamente hoy. De hecho, quizá haya sido el día que más ha apretado el sol desde que llegamos a Melilla.
Cenamos en una terraza de una calle cualquiera de la Fez moderna. Una ciudad destartalada y sucia donde se mezclan los turistas con los sempiternos paseantes y desocupados marroquíes. A las nueve de la noche, el movimiento es bastante apreciable, sobre todo si se tiene en cuenta que es martes, aunque ya vamos percatándonos de que en ese terreno las diferencias entre los días de la semana son más bien imprecisas. Para cenar me pido cuscús (o alcuzcuz), aunque no sea la mejor elección para la noche. Tampoco el que me sirven resulta valer gran cosa: los he comido mucho mejores en lugares tan inopinados como Nueva York y Viena. Además la cena no nos sale nada barata, sobre todo en comparación con los precios que hemos pagado en el Rif. Debe de ser porque nos atienden en español. Recargo turístico.
No queremos acostarnos sin dar una vuelta por estas calles caóticas, donde aún a las diez quedan tenderetes dispuestos para vender las más diversas mercaderías, desde fruta hasta perfumes. Es un pueblo comerciante, de eso no cabe duda. Llegamos a la entrada de un parque, junto a la avenida, resto indudable del gusto francés. No es desagradable, pero está vacío de gente y preferimos las calles llenas de basura y de una multitud remolona y ruidosa. Paseamos entre esa multitud como lo hacen otros turistas, extraños e irremediablemente emboba dos. Hay gente que te pide en todos los idiomas posibles, gente que te ofrece, gente que te observa. La noche de la Fez moderna es desordenada y acogedora. Uno camina por aquí como si lo hubiera hecho toda la vida, no como por las atildadas ciudades europeas, donde a veces se tiene la sensación de estar ensuciando sin derecho alguno. Recuerdo que también Fez fue en parte construida por fugitivos de la península Ibérica, que tanto ha alimentado la población de Marruecos a lo largo de los siglos. En la medina hay un barrio y una mezquita que llaman de los Andaluces, en recuerdo de quienes vinieron aquí en el siglo Ix, expulsados por el impío califa de Córdoba Alhaquem I después de una revuelta religiosa.
Siempre han acogido aquí a los más melancólicos de nuestros expulsados. De los que lo fueron por aquel califa, la otra mitad, al mando del manchego El Baluti, enarboló en sus naves la bandera blanca de los Omeyas y se dedicó a asolar el Mediterráneo oriental. Arrasaron Alejandría, dominaron Egipto, plantaron cara al sultán de Bagdad y terminaron por conquistar Creta, desde donde, adelantándose en más de cuatrocientos años a los almogávares, perturbaron el sueño de Bizancio por espacio de siglo y medio. Derrotaron uno tras otro a todos los almirantes de la orgullosa Constantinopla, hasta que el mejor de todos ellos, Nicéforo Focas, acabó en un feroz asalto con aquel reino hispanocretense, a mediados del siglo X. Mientras tanto, los correligionarios menos audaces de aquellos aventureros andaluces lloraban su nostalgia en Fez.
Durante el paseo se nos une un hombre de treinta y pocos años que nos habla en aceptable español. Dice ser guía y se ofrece para enseñarnos mañana la medina. Le decimos que mañana nos vamos y que la medina ya la hemos visto. En otro lugar eso nos libraría de él, pero esto es Marruecos.
– Bueno, pues entonces te cuento mi historia gratis -se ríe.
Su historia es la de muchos guías ilegales, es decir, sin permiso del ayuntamiento. Si los descubren, los meten durante un mes en la cárcel. A él le cogieron la semana pasada.
– Me ha costado mil dirhams salir.
Los he pedido a mi familia. No sabes cómo es cárcel aquí de Fez, con la calor. En un mes te mueres. Fijo.
Y sin embargo, aquí está, intentándolo de nuevo. No hay otra cosa que hacer. Está resignado a que vuelvan a cogerle cualquier otro día, y se lamenta de su destino, porque ahora podría estar en España.
– Vivía en Murcia -afirma, con nostalgia-. Gané dinero y volví a Marruecos, como tonto. Luego se acabó el dinero y ya no me dieron visado.
Menea la cabeza, con rabia.
– Así soy, tonto -repite-. Doce años trabajando y nada, sólo para que me metan ahora en cárcel de Fez.
Ha acompasado al nuestro su paso y mira al cielo, pensativo. De pronto se vuelve hacia nosotros y aclara:
– No pido nada, ¿eh? Sólo hablo contigo, si no molesta.
Poco después se despide de cada uno con un fuerte apretón de manos, mirándonos muy dentro de los ojos. Es como si quisiera decirle a esa España con la que sueña que la echa de menos, igual que los desterrados andaluces que llegaron aquí hace más de mil años, huyendo de la ira de Alhaquem. Tres o cuatro horas después, en plena madrugada, me despierta la voz de un muecín llamando a la oración. Recuerdo durante un segundo al guía que añora Murcia, y que quizá también escucha en mitad de la noche la plegaria que hace olvidar (o aceptar) todo infortunio:
– Al-lahu akbar.
Jornada Quinta. Fez-Meknés-Rabat
Por la mañana, Hamdani llega con retraso y con aire apurado. Se ha visto atrapado en un atasco de tráfico, nos explica entre disculpas. Hace una mañana soleada, lo que quiere decir que una nueva jornada de fuego se cierne sobre Fez. Los únicos que están a salvo son los turistas que se alojan tras los inexpugnables muros de los hoteles de lujo, y que disponen por ello de grandes piscinas donde zafarse del castigo. A propósito del hotel, Hamdani se interesa por cómo lo hemos encontrado.
– Muy bien. Más que suficiente -le respondo.
Antes de salir de Fez, paramos en una teleboutique para telefonear a mi familia de Rabat, adonde esperamos llegar a la caída de la tarde. El establecimiento está en un barrio residencial de las afueras, rodeado de monótonos bloques blancos. Son viviendas muy humildes, pero algo que llama la atención es que en muchas de las ventanas se ve el plato de una antena parabólica. La televisión marroquí es difícilmente soportable, y a través de las parabólicas es posible acceder, por contra, a todos los brillos de Eldorado. Desde la Liga de Campeones de fútbol hasta los opulentos bulevares de Los Ángeles. Desde los tiernos dibujos de las películas de Walt Disney hasta las depravadas e incansables rubias platino que lo hacen todo en los filmes pornográficos europeos. Antes de volver a subir al coche nos quedamos unos minutos observando los bloques del arrabal de Fez. Otra instantánea para añadir al siempre postergado retrato de lo corriente.
De nuevo en ruta, discutimos el plan del día. Hamdani dice que tenemos tiempo suficiente para verlo todo y llegar a Rabat a tiempo. Es cuestión de organización, y de pensar bien lo que se quiere ver. Alaba cómo hemos organizado nuestro viaje, que hoy termina por lo que a él respecta. Se queja de las personas que vienen con mucho dinero pero ninguna organización, a quienes alguna vez ha debido conducir.
– Riegan el dinero por todas partes pero no ven nada -se lamenta-. Se pasan el día bebiendo whisky y buscando hoteles de lujo con aire acondicionado, sin interesarse por conocer nada del país.
En ese caso, asegura, él no se esfuerza, se aparta y procura estorbarles lo menos posible. Considera que con esa gente no tiene nada que hacer. Los lleva a los lugares cómodos que buscan y se olvida de ellos.
Nuestro primer destino de esta jornada es la antigua ciudad romana de Volúbilis, en las proximidades de Meknés. Para ir allí tomamos la carretera de Uazzán hasta pasado el río Mikkes y luego nos dirigimos al valle del río Krumán. La ruta no depara hallazgos de interés hasta que aparece ante nuestros ojos este valle, una amplia extensión de campos ocres con algunas tupidas arboledas. En medio de él, sobre una elevación, se encuentra la ciudad romana, que desaparece momentáneamente de nuestra vista cuando nos acercamos. Aparcamos en el centro de recepción de visitantes, muy poco concurrido por lo temprano de la hora. Le ofrecemos como siempre a Hamdani que nos acompañe a visitar las ruinas, pero declina nuestra invitación. Nos esperará a la sombra, junto al coche. No debemos darnos ninguna prisa por él, insiste. Pagamos nuestras entradas y nos dirigimos al recinto. Hay que subir una colina, tras la que se encuentra la ciudad. Sopla un viento débil, cuyo suave murmullo recorre el valle.
Volúbilis, cuando aparece ante nuestros ojos, nos sorprende vivamente. Es de verdad grande: la vista se pierde entre los restos de sus edificaciones. La ciudad, fundada quizá en el siglo I antes de Cristo, fue romana desde mediados del siglo siguiente. En ella tenían su sede los procuradores de la provincia tingitana, y durante los siglos II y III conoció un cierto esplendor. Estaba rodeada por casi tres kilómetros de murallas, tenía un capitolio, un foro, numerosos templos y mansiones, barrios industriales. Al parecer, el aceite de oliva era una de sus principales riquezas. Sus acomodados patricios levantaron sus lujosas villas, espléndidamente adornadas con mosaicos y estatuas, a lo largo del decumanus maximus, la gran avenida que cruzaba la ciudad desde la puerta de Tánger hasta la puerta occidental. En mitad de la avenida se levantó en el siglo Viii un gran arco del triunfo, que se conserva en buena parte. Volúbilis entró en decadencia a partir de ese siglo, pero durante varios más mantuvo cierta importancia. Los árabes que llegaron en el siglo Viii la encontraron habitada por bereberes cristianos que seguían hablando en latín. Muchos de los tesoros de Volúbilis, sobre todo las estatuas, están en el museo arqueológico de Rabat. Pero los mosaicos, de gran valor, pueden contemplarse casi todos en su emplazamiento original. La desgracia de Volúbilis fueron los terremotos que la asolaron, y quizá por encima de ellos haber sido objeto de la atención del megalómano sultán Mulay Ismaíl, que la saqueó de todo su mármol para construir sus palacios de la cercana Meknés. Por lo que leemos y nos contarán las gentes del lugar, existe unanimidad en sostener que lo de Mulay Ismaíl con el mármol era una afición patológica.