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Volúbilis invita a pasearla con negligencia. Nuestras guías aconsejan un número innumerable de mosaicos, situados en los restos de las antiguas casas señoriales. En lugar de localizarlos sobre el mapa e irlos buscando entre las piedras, preferimos caminar de aquí para allá y de pronto encontrarnos alguno y admirarlo como si fuera un descubrimiento que nos depara la fortuna. Tropiezo con uno que representa el mito de Orfeo, en la parte sur de la ciudad. Causa cierta extrañeza observar durante unos minutos la trama romana de esa imagen y acto seguido levantar la vista y encontrar se con un horizonte marroquí. No son cosas que estén habitualmente reunidas en nuestra visión cargada de ignorancias y prejuicios. Por cierto que desde el patio de la Casa de Orfeo se comprende que juba, rey de Mauritania, pusiera aquí la ciudad, y también que los romanos la consolidaran después. Volúbilis se emplaza sobre un altozano privilegiado, expuesto a un aire de inusitada pureza, y desde ella se domina una gran distancia en cualquier dirección.

Es singularmente placentero caminar por los restos del foro, entre lo que queda del capitolio y los templos. Resulta curioso pensar en el extraño y sinuoso camino por el que hasta esta atalaya magrebí (al extremo occidente) llegó a través de los romanos el espíritu del ágora griega. Los bereberes de Volúbilis venían aquí a discutir de los asuntos públicos como en su día se hiciera en la plaza de Atenas, y a ventilar sus pleitos de la misma forma en que se ventilaban en el foro romano. Departían sobre estos escalones, al pie de estas columnas entre las que hoy crece el pasto. A ningún viajero que haya estado en Roma puede dejar de impresionarle la magnitud relativamente humilde de su foro, que tanto contrasta con la potencia de la idea que lo alienta. Resulta asombroso ver cómo esa misma idea pudo fructificar aquí, en Volúbilis.

Pudo ser en esta plaza donde Mulay Idriss, a fines del siglo Viii, fue proclamado imán. Mulay Idriss, que tan ingratamente contribuiría a la agonía de Volúbilis fundando Fez. Uno no puede rehuir la tentación de imaginar, mientras pasea entre las villas dispuestas a ambos lados del decumanus maximus, cómo fue muriendo la ciudad de los opulentos comerciantes de aceite; cómo dejó de haber en sus calles bellas muchachas vestidas con finas túnicas y cómo dejaron de celebrarse las fiestas de verano en sus patios con estanques. Un día, los ricos palacios fueron invadidos por los campesinos hambrientos y se dejó de leer a Séneca en sus bibliotecas. Hoy, desde el punto más alto de Volúbilis, al que trepamos sorteando el peligro de unas chatarras oxidadas, conmueve ver las siluetas truncadas de sus ruinas. Esas siluetas fragmentarias guardan para nosotros la nostalgia de aquel esplendor que se esfumó bajo el soplo potente del Islam. Salvo el arco del triunfo, el largo y ostensible trazado del decumanus maximus y un par de muros y una docena de columnas enhiestas alrededor del foro, el resto fue abatido por el tiempo. A fin de cuentas, el tiempo no tiene más misión comprobada que ésa, abatir lo que contra él se levanta. En todo caso, Volúbilis (esclarecedor su mismo nombre) merece la parada y la visita y también la pereza con la que nos retiramos, demorándonos por sus rincones para atisbar todavía algún otro rastro de los lejanos días de su poder perdido.

Hamdani nos aguarda junto al coche, y como siempre nos pregunta si nos ha gustado lo que hemos visto. Sospecho que él no conoce Volúbilis, porque no puede permitirse el lujo de pagar el precio para turistas de la entrada y porque su singular pundonor o su conciencia del deber le impiden aceptar que aquéllos a quienes aquí trae le inviten. Quizá simplemente no le atraiga, quién sabe. Pero cuando le digo que ha resultado una interesante experiencia, asiente y afirma con cierto orgullo:

– Sí, dicen que es muy bonito.

Por las carreteras que serpentean entre las colinas, llegamos poco después a Mulay Idriss, la ciudad que se considera santa por albergar el sepulcro de Mulay Idriss I el Grande, descendiente de Mahoma y fundador de la primera dinastía árabe de Marruecos. La ciudad surge tras una revuelta de la carretera y tiene la forma de la joroba de un dromedario. La han levantado sobre un monte sin dejar ni un solo resquicio por cubrir. Faltan sólo algunas semanas para las peregrinaciones de agosto, que congregan aquí a un gran número de marroquíes. Hay restricciones de acceso a determinados lugares para los no musulmanes, así que le pedimos a Hamdani que nos acerque a alguna elevación a propósito para ver bien la ciudad. El coche remonta con dificultad las cuestas hasta un descampado ante uno de los flancos de Mulay Idriss. Nos bajamos y en los cinco minutos que nos entretenemos se nos acerca el inevitable guía espontáneo. Al cabo de un par de indagaciones, nos habla directamente en español, un español atroz, pero incontenible. Nos ofrece guiarnos al interior de la ciudad santa, nos cuenta la historia de Mulay Idriss, nos dice que la ciudad es la segunda más santa después de La Meca, etcétera. La verdad es que en nuestro itinerario de esta jornada no hemos reservado un hueco para visitar como quizá se merecería Mulay Idriss. Nos cuesta hacérselo comprender, y aún nos acompaña hasta el coche y sigue ofreciéndonos sus servicios hasta que todos hemos vuelto a instalarnos en nuestros asientos.

– Lástima que tú no tener tiempo para ver Mulay Idriss. Poco haber mejor en todo Marruecos -advierte, como si nos compadeciera.

Sin embargo, antes de alejarnos de Mulay Idriss, todavía podemos contemplarla desde otros dos puntos, alguno más ventajoso que el primero. La abombada ciudad blanca resplandece tranquila bajo el mediodía. Tras ella está el macizo del Zarhun, con sus altas montañas cubiertas de árboles, que la rodean como si la protegieran del curioso. El santuario de Mulay Idriss, casi en la cúspide de la joroba, consta de varios edificios blancos con puntiagudos tejados verdes. Las casas se arremolinan a su alrededor, completamente apretadas y sin someterse a ningún orden racional en su disposición. Hay algo que desahoga el alma en este desprecio de los marroquíes por el trazo perpendicular a la hora de hacer ciudades. Es como si las casas se enroscaran las unas sobre las otras, en una promiscuidad deliberada, astuta, gozosa.

El dromedario blanco queda atrás, dejándonos una de esas sensaciones de prisa excesiva que a veces acometen al viajero que intenta abarcar demasiado. Apuntamos hacia Meknés, a sólo un par de decenas de kilómetros. Llegaremos con tiempo de hacer alguna visi ta antes de comer. Aunque lo intente, no puedo utilizar la hispanización usual del nombre de la ciudad, Mequínez, que me parece especialmente cómica y ante todo innecesariamente forzada. Meknés dice Hamdani y Meknés se queda.

Para describir la imagen que ofrece la ciudad en la distancia, vale parcialmente, aunque no resulte demasiado sugerente, el apunte que dejó Domingo Badía: "La altura en la que está situada es pequeña y su triple lienzo de murallas forma un recinto capaz de contener un ejército numeroso, además de la población. Dichas murallas tienen quince pies de elevación sobre tres de espesor con algunas aberturas de trecho en trecho. La ciudad, mirada desde lo alto del camino, presenta una hermosa perspectiva con sus torres. Está rodeada de huertas y olivares en anfiteatro". Meknés es una ciudad llana y extendida, de la que destacan las torres de sus mezquitas, el recinto de sus murallas y la vegetación que la circunda. Hay una parte nueva bastante más impersonal, que se sitúa frente a la vieja, y claramente separada de ella. El limitado tiempo que hemos reservado para Meknés nos fuerza a prescindir de esta parte más moderna.

Hamdani nos da un paseo por las calles y carreteras que siguen la larga línea de las murallas de la vieja Meknés. Es sin duda la ciudad más fortificada que hemos visto en Marruecos, y eso tiene algo que ver con la personalidad de quien fue el máximo impulsor de su desarrollo, el sultán Mulay Ismaíl, contemporáneo de Luis Xiv (con el que tuvo una cierta relación y de quien incluso quiso desposar una hija). La ciudad, originariamente llamada Meknés ez-Zeitun ("Meknés de los olivos") fue fundada muchos siglos atrás y después conquistada y reedificada por los almorávides y los almohades, pero fue Mulay Ismaíl quien realmente construyó la Meknés imperial. De ella hizo su capital a medida, alternativa y en parte premeditado contrapeso de Fez y Marrakech. Fue Mulay Ismaíl un sultán implacable y poderoso, uno de los po cos (si no el único) que llegó a ejercer su poder incluso en el indómito norte del país. La verdad es que sus súbditos tenían muy buenas razones para temerle. Aparte de dedicarse al saqueo de mármol en Volúbilis, a Mulay Ismaíl se le atribuye haber cometido con sus propias manos una cantidad fabulosa de homicidios (de 20.000 a 30.000, según las fuentes) y una invencible propensión a arrasar cualquier vestigio de quienes le habían precedido en el trono.