De momento, todas las alternativas conviven pacíficamente, cada uno elige la suya y nadie le reprocha nada a nadie. Pero es notoria la aprensión con la que se observa el auge del islamismo radical. Pese a la represión oficial, se extiende como la pólvora, sobre todo en amplias zonas de las grandes ciudades, que fueron siempre lo más avanzado de Marruecos. Y se producen paradojas como la que nos refiere una de mis primas a propósito de una conocida suya, de posición relativamente acomodada, cuya familia se ha unido al nuevo fanatismo islámico. Mientras está en Rabat lleva obedientemente el atuendo prescrito, pero en cuanto se sube a un avión para ir a Europa se mete en el aseo y allí se pone sus pantalones más apretados y su blusa más provocativa y se maquilla con furia.
Entramos en la kasba por Bab-el Udaia (la puerta de los Udaia), un robusto añadido a la alcazaba originaria que data probablemente de la época de Yacub al-Mansur, el constructor de la torre Hassan. Recorremos unos exquisitos jardines y nos internamos en la kasba. Es un trazado irregular de estrechas calles empinadas que se entrecruzan entre casas blanqueadas con esmero. El suelo está adoquinado y limpísimo, como en uno de esos pueblos andaluces donde las mujeres lo barren todas las mañanas. El aire de la kasba es en efecto genuinamente andaluz, en algunos aspectos muy semejante al de Xauen, vestigio incuestionable de los moriscos españoles que aquí se instalaron. Sin embargo, hay también algunas diferencias importantes. De vez en cuando se abre un trozo de horizonte entre dos edificios, y entonces aparece el azul del Atlántico o el ocre de las murallas tras las que se extiende el paisaje urbano de Rabat. La kasba parece una ciudad separada de la ciudad, con su propio ritmo vital, bastante más apacible y reflexivo. Mientras paseamos por las calles vemos, a través de algunas ventanas, interiores de casas lujosamente decorados. Mi tío nos explica:
– En la kasba viven muchos europeos ricos. Gente mayor, sobre todo. Es un sitio muy tranquilo y el clima aquí en Rabat es suave.
Desde luego, como lugar de retiro no tiene precio. Es gracioso a su modo que la vieja ciudadela de los piratas que saquearon los barcos de Europa durante siglos sea ahora refugio de jubilados europeos. Desde estos bastiones avizoraban los centinelas la llegada de posibles atacantes y el regreso de las naves propias cargadas con el botín de sus correrías. Cuentan que el último barco que abordaron, en mil ochocientos y pico, fue un barco del imperio austrohúngaro, en mitad del Mediterráneo. Veinte años antes, Domingo Badía había sacado la impresión de que ya sólo quedaban en Rabat cuatro o cinco capitanes preparados para llevar navíos de gran porte. Lo del barco austrohúngaro pudo ser la postrera hazaña de alguno de aquellos capitanes, y a fe que resulta un bello colofón para una república de piratas berberiscos. Hoy es posible que algún jubilado austríaco vigile desde la Kasba de los Udaia la llegada de otras naves. Es otra clase de amenaza y otra clase de reducto. Se me ocurre que hay un momento en la vida en el que uno debe considerar con rigor cómo quiere que sea la luz que vea y el aire que respire antes de morir. No es una decisión cualquiera, porque quizá sea ése el momento en el que menos apetezca tener alrededor un ambiente deprimente. Puedo comprender a quienes vienen a retirarse aquí. Si yo fuera un europeo del norte, elegiría probablemente terminar bajo esta luz africana y este aire oceánico de la Kasba de los Udaia.
Tomamos un té a la hierbabuena en una terraza de la kasba que da a la ría y a Salé. La tarde está en ese punto perfecto de color y temperatura en el que uno se siente a gusto, sin la más mínima perturbación. Es uno de esos instantes en los que uno querría que se quedaran congeladas sus sensaciones, uno de esos trozos perfectos de verano de los que se alimentan todas nuestras nostalgias invernales. Las luces de Salé empiezan a encenderse, mientras la brisa atlántica acaricia la piel y los pulmones. Nuestros vasos de té reposan sobre una mesita azul y nosotros estamos sentados en un banco de obra cubierto de pequeños azulejos y en taburetes también azules. Nos atiende un camarero con fez rojo, rápido y dicharachero, que nos transmite con cada uno de sus ademanes esa sensación de sutil agasajo que produce la hospitalidad musulmana. No se tiene sensación de exotismo, sino de familiaridad.
Antes de volver a casa, vamos a comprar algunas provisiones para la cena y para la jornada de mañana en Marjane, un gran hipermercado al estilo occidental que es el gran atractivo comercial del momento para los habitantes de Rabat. Tiene una explanada de aparcamiento, carritos de alquiler, una larga fila de cajas, estantes donde se vende de todo, desde jerseys hasta cervezas. En suma, es un hipermercado perfectamente anodino, perfectamente europeo. Según nos cuentan mis tíos, los fines de semana se pone de bote en bote, lleno de familias que acuden aquí como si fueran a un parque de atracciones. Uno no puede evitar constatar este éxito del modelo americano de consumo con una sensación contradictoria. Por un lado, su fealdad resulta indiscutible, en contraste con el colorido y la gracia de la Rue des Consuls en la medina de Rabat, sin ir más lejos. Por otro, la gente termina por elegir siempre lo que más le conviene, y los rabatíes, abandonándose al impulso de venir aquí, no son menos prácticos que los europeos. Resulta casi abyecto defender el tipismo pese a sus desventajas, pero aterra pensar que en el futuro el mundo puede ser una constelación de hipermercados rodeados de ciudades cuya única función sea proveerlos de clientes embobados.
A la salida del hipermercado nos encontramos con un europeo que una de mis primas le señala a mi tía. Va acompañado de una mujer y un par de niños, también europeos. Después, en el coche, averiguamos el motivo de tanta atención. El hombre en cuestión, un español que trabaja en una empresa también española que tiene negocios aquí en Marruecos, sale con una compañera de trabajo de mi prima, que no es por cierto quien iba ahora con él. El hombre es mucho mayor que la compañera de mi prima, y le ha prometido matrimonio, pero desde hace una semana pone pretextos para no salir con ella. La escena del hipermercado lo hace cuadrar todo. Ha debido venir a verle su mujer desde España, y durante el par de semanas que pase aquí seguirá esquivando a su amiguita marroquí. Luego volverá a llamarla, le regalará algo y la mantendrá engolosinada mientras tenga que permanecer en Marruecos. Cuando eso acabe, desaparecerá sin más. Es algo frecuente en los extranjeros que vienen a vivir aquí durante una temporada. Se aprovechan del ansia de salir de la mujer marroquí, que la conduce a ver en un europeo un posible salvoconducto hacia la libertad y la fortuna. Pero la mujer marroquí está educada para no con sentir mucho si no es con la promesa de matrimonio, y el interés de los mercenarios europeos no es pasear a la luz de la luna por la kasba. Cuando prometen casarse, pueden hacer algo más. El truco es suficientemente sabido, pero las mujeres marroquíes no dejan de caer en él. El deseo y la esperanza son demasiado fuertes.
Durante la cena nos cuentan otras historias curiosas de la vida cotidiana en Rabat. Uno de los mejores amigos de mi tío es un hebreo casado con una española, un tipo de temperamento singular, cuyas andanzas resultan sustanciosas. También nos cuenta mi tío anécdotas de los clientes que tiene entre la colonia de extranjeros. En Rabat hay muchos, entre los del cuerpo diplomático, los jubilados que aquí buscan refugio y los empleados de grandes empresas. Como mañana vamos a Marrakech, surge el tema de la homosexualidad, habitual reclamo de cierto turismo y de ciertos extranjeros que se instalan en el país y especialmente en esa ciudad, famosa por su tolerancia al respecto. Mi prima nos cuenta un chiste que circula a propósito de una promoción de Coca-Cola. En las chapas de las botellas vienen diversas partes de una motocicleta: una rueda, el manillar, el motorista. Quien las junte todas, gana un ciclomotor. El chiste dice que un marrakchí junta todas las partes y va a recoger el premio a la televisión. Cuando le traen el ciclomotor, el premiado sigue esperando, impasible. Pasa medio minuto y al ver que no traen nada más, el marrakchí exclama, defraudado:
– ¿Y el chico? Según mi tío, no es sólo Marrakech el destino de los homosexuales europeos. Hay bastantes en Rabat. Muchos viven en buenas casas, con varios sirvientes, y conoce el caso de alguno que ha enviado a sus mancebos marroquíes a estudiar a Francia. Luego los antiguos efebos se casan, tienen hijos y viven con cierta prosperidad en Europa, desde donde vuelven cada verano a Marruecos para visitar con su familia al benefactor. Éste pasa a ser una especie de abuelo venerado por todos. Algunos de estos extranjeros legan toda o parte de su fortuna a sus ex amantes marroquíes, que en ocasiones tienen que disputar judicialmente con los hijos del testador.