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Por la noche vamos con mis primas a una especie de club en las afueras. Es como una gran discoteca decorada en el estilo que estaba de moda en España en los años setenta o principios de los ochenta. Tiene un gran balcón que da a la ría, desde el que se divisa toda la ciudad y se atisban las luces lejanas de Salé. Eso es lo mejor del local, así que buscamos una mesa cercana para poder disfrutar de la vista. No hay demasiada gente en la sala, apenas una treintena de personas. Son en su mayoría parejas bastante envaradas, ellos muy acicalados y ellas envueltas en vestidos pasados de moda. No hay mucho más ambiente nocturno en Rabat, un jueves por la noche y relativamente tarde como es hoy. Pedimos whisky y gin-tonics, que nos cuestan cantidades astronómicas. Nos los trae un camarero cachazudo, que parece conocer a mis primas y que nos trata con deferencia.

Suena el reggae de Bob Marley en los altavoces, canciones que hacía siglos que no oíamos. Mis primas nos cuentan el relativo desánimo en que están sumidas. No es para menos, porque lo cierto es que la sociedad marroquí no es un edén para la mujer. Hasta 1995, el equivalente del código civil marroquí prohibía a las mujeres trabajar sin autorización del marido. Y hasta 1993 existía junto al divorcio la repudiación unilateral, una disolución del matrimonio ejercitable por el marido por sí y ante sí. Aunque ahora es necesario comparecer ante un juez para formalizarla, el marido sigue teniendo la iniciativa y la potestad intacta. Una potestad que es además reversible: antes de la repudiación definitiva, el marido tiene derecho a instar la reunión de los cónyuges. Si la mujer se niega entonces a acudir, puede ser castigada por abandono de hogar. Así se produce la paradoja de que las mujeres trabajan en profesiones respetadas como la abogacía o la medicina, e incluso son directivas (por la mañana hemos pasado por un banco donde la directora era una mujer), pero cuando vuelven a su casa se convierten en un ser subalterno con los derechos disminuidos. Lo más notorio sigue siendo la poligamia, admitida para el hombre, aunque poco practicada, y castigada en la mujer.

La opinión de la mujer marroquí sobre ese desequilibrio puede venir representada por lo que dice la escritora y abogada marroquí Fadela Sebti. Para ella, la poligamia es una institución anacrónica, válida para los nómadas árabes del desierto de la época de Mahoma, pero infundada, además de injusta, en una sociedad como la marroquí actual. Ya no existe la necesidad que había entre aquellos nómadas, que andaban siempre guerreando y a quienes interesaba por razones de estabilidad social que las viudas fueran desposadas, muchas veces por sus cuñados, para no perder su posición. Es sintomático que una de las narraciones de esa autora relate un adulterio cometido por despecho por una mujer marroquí de posición acomodada. Y es significativo que tras la experiencia la mujer se sienta aún más pisoteada que antes.

A juicio de otra escritora local, Nadia Chafik, pese a la apariencia de modernidad que se desprende de la indumentaria y del estilo de vida de muchas mujeres marroquíes, la realidad es que esas mujeres, y sobre todo las que triunfan, se encuentran doblemente explotadas. La perspectiva singular que aporta Chafik, cuyo retrato representa a una elegante y atractiva mujer bereber de treinta y cinco años, consiste en sostener que la mujer marroquí no puede ni quiere imitar los modelos feministas europeos, con lo que trastornaría toda la organización social de siglos. Para ella no se trata de romper con todas las tradiciones para copiar indiscriminadamente las maneras de las francesas. Es singular que incluso en la reivindicación feminista el orgullo nacional y la sangre bereber se resistan a abandonarse al deslumbramiento de Europa. Pueden envidiar la independencia de las europeas, pero algo hace que se sientan espiritualmente superiores.

En todo caso, Marruecos no es el lugar donde a una mujer se le ofrecen mejores perspectivas en el mundo, y mis primas, que tienen pasaporte español, intuyen que tarde o temprano tendrán que marcharse. No les gustan los hombres marroquíes, que les parecen retrógrados y anticuados, e incluso reniegan de la manera en que sus compatriotas se comportan por el mundo.

Para mi prima mayor, no es extraño que los marginen, por su falta de educación y de conocimiento. Mis primas, comprendo al oír eso, son una mezcla problemática de europeas y africanas. Han vivido en España, hablan con soltura de nativas tres lenguas y alguna otra decentemente. Sin duda el conflicto es en ellas más acusado que en sus compatriotas, y sin duda les resulta más difícil que a éstas encararlo con frialdad y distanciamiento.

Regresamos a casa de madrugada. A lo lejos se dibujan bajo su potente iluminación la torre Hassan y el mausoleo de Mohammed V. También las murallas del palacio real están iluminadas por los focos que apenas sobresalen del igualado césped que hay a sus pies. Por las desiertas avenidas de Rabat pasa de vez en cuando un coche a toda velocidad, invadiendo el carril contrario y saltándose todos los semáforos.

– Borrachos -dice mi prima mayor-.

Ésa es otra, no saben beber, sólo emborracharse como borricos.

Las dejamos en casa y volvemos al hotel. Esta noche ya sólo quedan en el vestíbulo convertido en bar los últimos restos de la celebración. Una mujer aburrida que está junto a un hombre somnoliento nos mira con curiosidad y un punto de descaro. Pienso que en todos los lugares son a menudo las mujeres las que ven, mientras los hombres duermen.

Jornada Séptima. Rabat-Marrakech

Pasamos temprano por casa para recoger a mi tío. Cuando supo que veníamos a Marruecos y que teníamos intención de bajar hasta Marrakech, se ofreció a hacernos de guía él mismo en esta parte del viaje. En su juventud, recién incorporado a la policía, tuvo en Marrakech su primer destino y allí pasó algunos años. La experiencia acumulada entonces le vale para hacer en primer lugar una advertencia climatológica.

Viajar el 1 de agosto a Marrakech es como estar loco. Va a hacer un calor malísimo, ya lo veréis.

Para ir de Rabat a Marrakech lo más corto y lo menos penoso es tomar la autopista hasta Casablanca y desde allí bajar hacia Settat y seguir a partir de esta ciudad en dirección sur. El primer tramo de la ruta no es más de lo que suele ser una autopista, es decir, una vía que no pasa por ninguna parte y que sólo de vez en cuando permite ver lo que se va dejando al lado, en este caso la playa y el Atlántico. No atravesamos Casablanca, que dejamos a nuestra izquierda, pero rozamos alguno de sus arrabales. Por cierto que no nos resulta demasiado atractivo. Cuando abandonamos la autopista, a la altura del aeropuerto, nos encontramos en una carretera con un denso tráfico, donde se circula con gran incomodidad. Por añadidura, desde Berrechid hasta Settat se atraviesa un paisaje árido, que tiene esa dureza implacable del Marruecos más inhóspito. Junto a la carretera hay casas de labor, cuyo aspecto no es excesivamente boyante. Atados a los vallados se ven los sempiternos borriquillos, que parecen meditar con la mirada perdida ante sí. Me gustan estos burros meditabundos de Marruecos. Le hacen a uno imaginar que en realidad son más listos que el hombre, en cuyos afanes se implican sólo físicamente, a cambio de alimento seguro y de una absoluta paz mental. Vuelvo a lamentar que ya casi no se pueda verlos en España. Son una pérdida irreparable para el paisaje.

Settat no debería ser más que un pueblo perdido en mitad de la llanura entre Casablanca y Marrakech, y de hecho eso era hasta hace poco tiempo. Pero conoció la fortuna de que en él viniera al mundo el ministro preferido del rey, que lleva ocupando la cartera de Interior desde hace veinte años. 3 Los sucesivos jefes de Gobierno nombran al ministro de Economía y al de Asuntos Exteriores, pero el rey siempre mantiene en las tres carteras clave para él (Justicia, Interior y Defensa) a personas de su directa confianza. Lo bueno de todo eso para Settat es que la prolongada influencia de su ilustre hijo la ha convertido en una ciudad modélica. En sus estupendas avenidas se suceden edificios de mármol, cuidados jardines, majestuosas fuentes. Toda Settat es una explosión ornamental. El edificio del ayuntamiento, construido sin reparar en gastos, quita la respiración. Los bloques de viviendas son igualmente lujosos, y en sus polígonos industriales (bastante mejor urbanizados que los de España, dicho sea de paso) se han instalado numerosas multinacionales. Las fábricas, más que fábricas, parecen pabellones de una flamante feria de muestras. Veo el logotipo de una conocida empresa española. Alguna ventaja de otra índole habrá persuadido a sus responsables para soslayar los claros inconvenientes que el emplazamiento de Settat, en el interior y comunicada con la costa por una carretera algo deficiente, opone a la distribución de sus productos. Pero el colmo de todo es la ubicación en la ciudad de la universidad Hassan II. La universidad, un conjunto de bonitos edificios de tejados verdes y muros amarillos, se ve desde la carretera al otro lado de una extensión casi infinita de césped. Esta pradera pro digiosa es el Royal Club de Golf Universitaire, cuya factura de agua debe de ser realmente onerosa, a juzgar por el aspecto predesértico de los montes que rodean la universidad.

Paramos en Settat a tomar algo. Nos sentamos en la terraza de una cafetería instalada en los bajos de un edificio de apartamentos recién construido. Las mesas son de mármol, como casi todo aquí, y están inmaculadas. Es la primera vez que vemos una cosa así en Marruecos, donde con cierta frecuencia uno come en mesas que nunca limpia nadie. Pedimos unos refrescos que el camarero nos trae displicente. Después nos cobra una cantidad abusiva de dinero, incluso juzgada con criterios monetarios españoles. El progreso, en forma de inflación, le pasa su factura a Settat.

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3 Dris Basri, destituido por el hijo y sucesor de Hassan Ii, Mohammed VI, en noviembre de 1999.