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El resto del camino a Marrakech, que atraviesa parajes cada vez más calurosos, calizos y resecos, se nos hace un poco largo. Para distraernos sintonizamos la radio. A veces cazamos emisoras españolas, aunque se oían mucho mejor en la autopista entre Rabat y Casablanca. Allí pudimos sorprender alguna de las canciones del verano que empezaban a sonar en España cuando vinimos. Por alguno de esos estúpidos pero infalibles mecanismos que saben excitar las canciones del verano, nos invade una alegría involuntaria al escuchar sus acordes con el paisaje marroquí de fondo.

Antes de llegar a Marrakech pasamos por Benguerir, un pueblo en principio sin mayor importancia, si no fuera porque en sus proximidades se encuentra una gran base aérea construida por los estadounidenses. La entrada de la base está junto a la carretera, y al pasar quedamos asombrados por su desproporcionada y fantasiosa belleza, alejada de la idea que uno suele tener del acceso a una base de aviación. Es una gran puerta monumental que recuerda la entrada de una alcazaba. Imagino que más allá de esa puerta, en el interior de la base, los americanos se habrán construido todas las infraestructuras que necesiten sus militares (hamburgueserías incluidas). El cercano pueblo ofrece pocas atracciones y Marrakech está a setenta y dos kilómetros de carretera normal marroquí, lo que significa una apreciable distancia.

Entre Benguerir y Marrakech se atraviesa una pequeña cadena montañosa, el Ybilet, breve anticipo del Atlas. Cuando se superan esos montes se ofrece a la vista la lejana cordillera y antes de ella los palmerales que rodean Marrakech (o Marrakus, transcripción al parecer más correcta); la ciudad roja, la capital bereber del sur.

Como advirtiera mi tío, el calor de este mediodía marrakchí de agosto es agobiante. Ponemos el aire acondicionado del coche y subimos las ventanillas. Es una debilidad, pero nadie va a recompensarnos por sufrir. Desde nuestro microclima artificial, contemplamos la extensión del palmeral que discurre ante nuestros ojos. Las palmeras, de muy diversas alturas, forman una capa de color verde pálido que parece flotar sobre la tierra desolada. De vez en cuando aparecen entre las palmeras algunos muros de adobe rojo. Es un rojo entre anaranjado y rosáceo. El mismo tono que después veremos constantemente en Marrakech, tanto en la vieja medina como en los edificios nuevos, que construyen de ladrillo y cemento pero pintan de ese color. Este paisaje de palmeras nos recuerda que Marrakech es la puerta del desierto. Al sur están las montañas del Alto Atlas, y un poco más allá, el inmenso Sáhara.

Marrakech fue fundada precisamente por los almorávides, nómadas saharianos, quienes hicieron de ella la capital de un imperio que en su época de esplendor se extendía desde el desierto hasta el Ebro. En el siglo Xii fue saqueada por los fanáticos almohades, que tras exterminar a los almorávides habrían de ser los que engrandecieran la ciudad, completando las murallas y levantando algunos de sus monumentos más característicos. Bajo los almohades Marrakech conocería su época de mayor relevancia, atrayendo a personajes como Averroes, que aquí vivió y escribió. En el siglo Xvi Marrakech fue la capital de la dinas tía saadí, cuyos sultanes conquistarían la legendaria Tombuctú y se convertirían en los amos indiscutidos del desierto. Su riqueza fue tal que llenaron la ciudad de edificios decorados en mármol italiano, lo que propiciaría que más adelante Mulay Ismaíl, el maniático de ese material, los asolara y no dejara piedra sobre piedra. En 1907, Marrakech acogió la proclamación de Mulay Hafid, el sultán que acabaría firmando el tratado del Protectorado y abdicando del trono.

Hoy Marrakech es dos ciudades diferenciadas: la vieja, encerrada entre las murallas almorávides y almohades, y la nueva, trazada con tiralíneas frente a la anterior. Por la carretera que viene desde Benguerir se llega primero a esta última. Tiene grandes avenidas y calles que forman una difusa estructura radial en torno a la plaza del 16 de noviembre. La arteria principal de la ciudad nueva es la avenida de Mohammed V, que tras atravesarla se interna en el recinto amurallado. La ciudad vieja, una vez traspuestas las murallas, no resulta tan despejada y racional, pero lo es bastante más que cualquier otra de las ciudades imperiales. Abundan en ella las plazas, y aunque la medina alberga callejones tan intrincados y estrechos como los de Fez, también hay calles que permiten el paso de coches. Algunos de los espacios abiertos de la vieja Marrakech parecen deberse a la ajetreada historia de disturbios y guerras civiles que sufrió la ciudad a lo largo de los siglos. Domingo Badía, que la visitó en un momento de decadencia, después de una epidemia de peste y cuando apenas contaba con treinta mil habitantes, refiere un cuadro de ruinas rodeadas por el cinturón grandioso de la muralla. Algunas de esas ruinas se ofrecen aún hoy al visitante, en los alrededores de la Kotubia o en el palacio Badi, por ejemplo. Badía también habla de las plazas y calles sin empedrar ni arenar, incómodas en época seca por el polvo y en época de lluvias por el lodo. Todavía hoy, como podremos comprobar, se ven muchas calles así en el interior de la medina.

Pero acabamos de llegar y circulamos aún por la parte nueva de la ciudad. Salimos de la avenida principal y nos desviamos a mano derecha. Nos tropezamos con el centro de convenciones, una actividad en la que Marrakech trata de competir desde que se celebrara aquí la reunión de la Organización Mundial del Comercio. También en este barrio se encuentran algunas urbanizaciones de extranjeros adinerados y muchos de los hoteles. He aquí dos símbolos de la que quizá es la industria más potente de Marrakech: el turismo, sedentario o itinerante. En este barrio está el hotel en que nos alojaremos, que responde al rimbombante nombre de Imperial Borj, nada que ver con las humildes fondas de Xauen o Alhucemas. De hecho, se trata de un establecimiento de grandes pretensiones, con vestíbulos enormes, anchísimos pasillos y habitaciones descomunales. A la puerta hay un sujeto envuelto en una espléndida chilaba blanca, con fez rojo y una gumía colgada al cinto. Él es quien abre y cierra la puerta a los zafios turistas de pantalón corto (muchos españoles) que se alojan en el hotel. Gracias al amigo hotelero de mi tío nos hacen un descuento sustancial, que deja la factura reducida al precio de cualquier albergue de mala muerte en España. Cogemos dos habitaciones dobles. En una nos instalamos mi tío y yo y la otra se la quedan mi hermano y Eduardo. No hay problema de hacinamiento, porque cada una de ellas dispone de espacio para siete u ocho personas.

Antes de volver otra vez al fuego de la calle, nos damos una vuelta por la atmósfera climatizada del hotel. Hay tiendas de lujo, vastos comedores, una piscina junto a la que se tuestan algunos osados huéspedes. Todo tiene un aire aséptico y cuidadosamente convencional, con la única peculiaridad de un exotismo oriental siempre adaptado al paladar de quienes normalmente deben alojarse aquí. No es que resulte desagradable (de hecho, siempre gusta que todo esté limpio, y el jardín que rodea la piscina está organizado con buen criterio); pero hay algo alarmante en el postizo de estas comodidades occidentales sembradas en mitad de la llanura de Marrakech.

Poco después salimos para hacer una incursión en la tórrida tarde. Mi tío busca unos jardines que promete dignos de una visita. Sin embargo, algunas calles han cambiado mucho de aspecto en la ciudad nueva, y pese a conocer la dirección nos extraviamos un par de veces. En ambos casos, mi tío recurre rápidamente a un viandante, que le da amables indicaciones. Dicen de los marrakchíes que son de natural simpático y bastante socarrón, y mi tío nos confirma su gracejo añadiendo que hablan un árabe muy característico, lleno de giros particulares y de palabras propias. Es posible, pienso, que unos y otras vengan del tamazigt, la lengua bereber de la cercana región de las montañas, de la que por cierto el aventurero español Domingo Badía fue uno de los primeros europeos en ofrecer un elemental vocabulario. Todas las conversaciones terminan por parte de mi tío con unas palabras que se nos acaban quedando:

– Barak-al-lahu fik.

Lo que quiere decir algo así como "que Dios te dé suerte", la fórmula de agradecimiento preferida por los marroquíes, en lugar del lacónico "gracias" (shukran). Al fin, nuestros improvisados guías terminan por orientarnos. Tras pasar junto a una explanada cercana a las murallas, donde descansan sentados (o mejor dicho "barracados") los dromedarios que pasean a los turistas, tomamos una carretera que lleva a la Menara, los jardines que mi tío quería enseñarnos. Se trata de una gran extensión cultivada y rodeada por una muralla de adobe. Está cubierta sobre todo de olivos (hay pocas palmeras) y en su centro se abre un enorme estanque junto al que se levanta un pequeño pabellón de recreo. El estanque data de la época almohade y el pabellón del siglo Xix, cuyo gusto romántico y decadente representa a la perfección. Es un hermoso edificio de tejados verdes, al que beneficia en mucho la proximidad del agua. La sombra que dan sus gruesos muros resulta hoy un refugio más que apete cible. Al parecer este sitio era una de las atracciones con las que los sultanes deslumbraban a sus huéspedes europeos. Relaja el espíritu contemplar la imagen del estanque, y más allá de él las rojas casas de Marrakech y la mancha verde del distante palmeral.

Hemos dejado el coche en una zona apartada y expuesta al sol más inclemente, pero allí está el guardacoches esperando su recompensa. En Marrakech (lo mismo que en Rabat, donde llega a desesperar el rito) es difícil aparcar el coche, aunque sea en la vía pública, sin que se acerque el inevitable vigilante. Si es un lugar normal no se les da arriba de un dirham y medio o dos, pero no hay manera de escaparse. Por eso hay que llevar siempre cambio, y mi tío se enfada cuando se busca las monedas y no las encuentra. Lo que puede decirse en favor de los guardacoches es que nunca cuentan lo que les das. El gesto es automático por parte del conductor; mientras arranca ya está bajando la ventanilla para dar las monedas, que cambian de mano sin que él ni el vigilante las miren. Las manos de ambos se encuentran solas, como si estuvieran entrenadas para ello. Casi fascina verlo. Ocurre parecido con los mendigos que por doquier retan al cumplimiento del deber coránico de la limosna: les des lo que les des ellos te darán las gracias y nunca mirarán cuánto les estás dando. La mentalidad musulmana asume que uno da lo que puede y todo lo que puede. No hay derecho a desconfiar y tampoco a exigir más.