Выбрать главу

Antes de convertirse en una atracción turística, Xemaa-el-Fna fue plaza del mercado, lugar de reunión y también de ejecuciones públicas. De hecho, una de las traducciones que podrían darse a su nombre es «Asamblea de los Muertos». Xemaa, o Jemaa, o Yemaa, significa principalmente asamblea o reunión 4. En la plaza de Xemaa-el-Fna se proyectó en cierta ocasión una inmensa mezquita que nunca llegó a construirse, a la que según otros aludiría el nombre, que también puede traducirse como "Mezquita de la Nada ". Hoy sirve de mercado de alimentos y objetos diversos por la mañana y de lugar de atracciones y enorme merendero por la tarde. Resulta impresionante cómo la plaza se hace y se deshace cada día, y cómo entre actos queda reducida a la vacía explanada de asfalto que veíamos hace un rato. Ocurre con ella como con tantas otras cosas en Marruecos, que no son fijas y estables como las que estamos acostumbrados a valorar los europeos, sino contingentes y mudables, como conviene al carácter nómada de quienes fundaron Marrakech. Y sin embargo, una vez que los tenderetes están levantados, los asadores funcionando, y los encantadores de serpientes en acción, esa estructura volátil adquiere una solidez y una intensidad inigualables, como si siempre hubiera estado aquí y nunca fuera a desaparecer. Quizá porque está construida en el espacio y no en el tiempo, esa ilusión nefasta y ególatra de nuestra civilización.

Con la luz del atardecer, aparece ante los ojos del viajero todo el esplendor de Xemaa-el-Fna. Es una tentación difícilmente resistible pasearse entre la multitud agrupada en corrillos. En la plaza, además de quienes atienden los puestos de comida, con sus parrillas humeantes y cantidades industriales de aceitunas y naranjas, puede verse a los personajes más asombrosos. Quizá los menos asombrosos a estas alturas son los encantadores de serpientes. Por cada encantador hay tres tipos ojo avizor por si alguien saca una cámara fotográfica, momento en el que uno de ellos se interpone y demanda sin demasiada amabilidad el correspondiente estipendio. Los encantadores mismos se acercan a los turistas para proponerles que toquen al bicho o se lo pongan en el cuello, detallando la tarifa para cada uno de los numeritos disponibles. Otro síntoma bastante esclarecedor es que alrededor de ellos sólo hay extranjeros. Mi hermano, con un poco de desgana, no deja de hacerles una fotografía, pero se aprovecha de su teleobjetivo para ahorrarse el peaje y para no fotografiar a alguien que posa rutinariamente.

Más nos interesan otros habitantes de la plaza: adivinadores, curanderos, vendedores de perfumes y especias, narradores de historias. Llegamos hasta ellos fijándonos en las zonas donde se concentra el público local. Hay una adivinadora que desgrana lentamente el futuro a una anciana de aspecto muy pobre, que a su vez la escucha sin alterar el gesto. Nadie se fija en ellas, están sentadas en el suelo a ambos lados del sucio paño de la adivinadora, donde hay extendidos talismanes y frascos misteriosos. Cerca de ella un hombre tirado en una estera aguarda a quien quiera pararse a saber que la astrología es cosa del diablo y que la única verdad está en el Corán. Más allá, se organiza un combate de boxeo infantil, un espectáculo ciertamente poco edificante, ante el que cuesta pasar de largo. Los chavales se arrean con saña, o son unos consumados intérpretes. Luego nos quedamos un rato escuchando a un recitador que escenifica con gran estrépito una historia ante un auditorio de marroquíes embobados. Aun sin entender nada, es agradable oírle; uno se queda pegado a las subidas y bajadas de su voz, a la música que con ella va componiendo y a la danza con que sus gestos la secundan. Preguntamos a mi tío qué está contando.

– Nada -responde, sonriendo-, historias fantásticas. Tampoco yo le entiendo bien, usa mucho el dialecto de las montañas.

En Xemaa-el-Fna, al atardecer, puede distinguirse a la gente de las montañas y aun del desierto. Van vestidos de azul, un azul tan vivo y tan hermoso como seguramente ninguna otra luz puede mostrar. Aunque sean humildes y las ropas estén viejas, el azul resplandece y les proporciona un aura de remota nobleza. Ninguno de ellos incita a los turistas. Se les ve taciturnos, ofreciendo su mercancía con dignidad y fatalismo.

Subimos a uno de los cafés que hay en las azoteas que rodean la plaza, para contemplar el espectáculo desde lo alto. Antes de pasar a la azotea hay que pedir y pagar una consumición, lo que indica hasta qué punto el dueño del local conoce cuál es su negocio. El precio de las cocacolas que pedimos lo confirma. La azotea ofrece una buena vista de la plaza, en toda su extensión. Al principio es imposible conseguir una mesa bien situada, pero esperamos a que se despeje una y la cogemos. Desde ella, haciendo un giro de 180 grados con la cabeza, puede verse desde la lejana silueta de la Kotubia, hasta la mezquita que se alza un poco más allá del extremo occidental de la plaza. El gentío, que parece haberse congregado a una sola señal una vez que el sol se ha puesto, ocupa toda la superficie de Xemaa-elFna. La extensión de asfalto ha desaparecido y ahora es una masa multicolor que bulle, se arremolina, cambia a cada segundo. Nos quedamos mirando la plaza, casi en silencio, atentos a los infinitos matices que se suceden a medida que la luz se escapa. Cuando las sombras de la noche se ciernen sobre nosotros, brillan los faroles de los tenderetes y el humo de las parrillas sube en múltiples columnas blancas hacia el cielo. La actividad en Xemaa-el-Fna, una feria que se arma, se apura y se desarma cada día, continúa febril. Son los sonidos, el olor de la carne asada, la contundencia del aire. Viendo la plaza de Marrakech agitarse, uno desearía quedarse aquí, donde la vida se deja morder y saborear. Donde no es nunca una sombra insulsa que huye.

Pero pernoctamos en la ciudad nueva y hasta ella hemos de trasladarnos. A nuestra llegada al hotel mi hermano y yo decidimos darnos un baño en la piscina. Está vacía y la temperatura es simplemente ideal. Cuando los empleados del hotel nos ven salir con el bañador y la toalla, encienden las luces de la vasija. Disfrutamos del baño como de ningún otro que jamás nos hayamos dado en piscina alguna. Bucear en las tibias e iluminadas aguas de esta piscina, abrasadas por el sol durante toda la jornada, y emerger para aspirar el seco aire de Marrakech, produce un placer que disculpa al menos en parte que incurramos en este sibaritismo de turistas snobs. Nos desprendemos de todo el calor del día e incluso dejamos que la piel se nos seque al aire de la noche.

Después vamos a cenar, a un sitio que no tiene nada de especial y cuyas condiciones y precios están directamente pensados para los visitantes. No es mucho más barato que un chiringuito de la Costa del Sol en temporada alta, por ejemplo, y la comida es mucho menos sabrosa que la que probamos en Xauen o en el mismo Bab-Berred. La digerimos dando un largo paseo por las despejadas avenidas de la ciudad nueva, observando la fauna que pulula por ellas o vegeta en sus terrazas. Hay grupos de marroquíes bien vestidos, con sus elegantes gandoras blancas, otros de gentes más torvas y preocupantes, y entre ellos los alelados rebaños de turistas que van en busca de diversión. Para ellos han hecho una buena cantidad de discotecas y antros nocturnos, en los que sólo por un momento sentimos la curiosidad de entrar. No puedo acostumbrarme a esa actitud engreída y suficiente que adoptan nuestros compatriotas, identificables por su solo aspecto y (si eso no fuera bastante) por lo alto que van diciendo lo que les gusta o les fastidia. Es como si pensaran que Marruecos es un lugar muy típico, sí, pero que no termina de estar bien puesto. Uno espera que en cualquier momento alguno comente que le gustó más Port Aventura porque los retretes estaban más limpios.

En las terrazas se sientan mezclados los marrakchíes y los extranjeros, y la convivencia tiene sus altibajos. Oímos a una española quejarse a su ceñudo novio de la atención que tres marroquíes sentados a su lado le dedican, realmente indisimulada. Quizá si hubiera probado a no ponerse una minifalda tamaño servilleta y una camiseta tan ajustada, y a llevar por si acaso sostén, no tendría tantos problemas. Siempre conviene saber adaptarse un poco a las circunstancias. Algo más allá hay una silenciosa pareja. Él es un nórdico flaco y atildado, de transparentes ojos azules y unos cuarenta años de edad. El otro él es un muchacho marroquí, lampiño y de profunda mirada oscura. No cambian palabra, sólo contemplan la noche que les contempla a ellos. Distinguimos a otras parejas por el estilo, y algo más peliagudo, marroquíes que nos miran con interés a nosotros. Uno duda hasta qué punto será la afición y hasta qué otro la perspectiva de algunas divisas.

Alargamos mucho el paseo, tanto que nos deja agotados después del día que llevamos a las espaldas. Al final, hasta la noche se vuelve un poco fría. A partir de cierto momento nos vemos recorriendo calles desiertas, entre chalés silenciosos tras los que se adivina una acomodada vida al estilo occidental. En uno de ellos hay una fiesta, a la que llegan muchachos engominados y chicas rubias con vestiditos. En el interior se oye música mecanizada, como la que podría sonar en cualquier discoteca de Europa. Debe de dar mucha sensación montarse un party así en una de estas noches de Marrakech.

Al regresar al hotel, enfilamos directamente hacia nuestras habitaciones. Ni siquiera vemos la televisión. Sólo mi tío se entretiene a hacer algo, que me explica casi como si pidiera excusas, poniéndome en un apuro.

– Tengo que rezar mis oraciones.

Me quito rápidamente de la circulación, para que mi tío rece tranquilo. Con los musulmanes sucede lo que al menos a mí me ha sucedido con pocos cristianos. Cuando hablan de rezar se refieren a un acto a la vez solemne y de púdica intimidad. Aunque se reúnan a miles en la mezquita, cada uno está solo con Alá, tanto como lo puedan estar los que rezan sobre una estera al borde de la carretera. Es una religión con conciencia del deber y de la discreción. Se practica o no se practica, se interpretan flexible o rígidamente los preceptos, pero nadie la defrauda ni la ostenta.

вернуться

4 A propósito de estas distintas transcripciones, puede recordarse lo que escribió T. E. Lawrence sobre las transcripciones de nombres árabes que había en sus Siete Pilares, saliendo al paso del reproche que algunos eruditos le hicieran por las fluctuaciones que se observaban a lo largo del libro: «Hay varios sistemas científicos de transcripción, útiles para las personas que saben el suficiente árabe como para no necesitar ayuda, pero un desastre para el resto del mundo. Yo escribo mis nombres de cualquier manera para demostrar que los sistemas son una tontería».