Cuando al fin estoy instalado en mi cama enorme, arropado porque a ello obliga la potente climatización, poco más puede suceder. Me quedo dormido en el acto. Apenas pasa por mi cerebro, antes de la desconexión, una imagen fugaz del anochecer en Xemaa-elFna, con sus sonidos y sus olores. Es una lástima, por cierto, que las palabras sirvan tan poco para describir el olor.
Jornada Octava. Marrakech-Casablanca-Rabat
El desayuno en el hotel Imperial Borj tiene de todo; cruasanes crujientes, bollitos de crema, cereales, fruta, yogures, zumo de naranja y también ese café anodino que hacen en todos los hoteles. Era mucho más consistente el que llevaba impregnada toda la porquería de la máquina exprés del sitio donde desayunamos en Alhucemas. A veces al café le hace falta un poco de roña y de mugre para merecer ser bebido.
Con todo, no puede negarse que tomar un desayuno reparador e higiénico tiene siempre sus aspectos deseables. Para redondear el asunto, en la mesa de enfrente hay dos jóvenes actores españoles, recién llegados a la fama. Ella tiene probablemente los mejores ojos que hoy puede enfrentar una cáma ra en España. Comida abundante y compañía glamourosa. Qué más se puede pedir a la vida, en una perezosa mañana de agosto.
Perezosos y todo, liquidamos sin pérdida de tiempo nuestras habitaciones, y nos dirigimos con los ánimos renovados hacia la ciudad vieja para darnos una vuelta por alguno de los muchos lugares que no pudimos visitar ayer. En Marrakech el verdadero problema es elegir, y más si se pasa en ella poco más de un día, como va a ser nuestro caso. Nos hemos dejado aconsejar por nuestras guías y hemos seleccionado un itinerario que mi tío considera realizable en el tiempo de que disponemos.
Nuestra primera etapa nos lleva a la kasba, y en particular al punto donde limita con el recinto del palacio real y con la mellah (los judíos, como siempre, prudentemente pegados al sultán). En su paso por Marrakech, Domingo Badía constató que la condición de los hijos de Israel era tan menesterosa como en Fez o Meknés, ya que se les obligaba a ir descalzos por la ciudad y se les encerraba con llave por la noche. Además, dejó una descripción de las hebreas de Marrakech que no tiene desperdicio:
Las mujeres de esta religión van por las calles con la cara descubierta, las he visto muy hermosas y aun de belleza deslumbrante; por lo común son rubias. Sus rostros, teñidos de rosa y jazmín, embelesarían a los europeos. Nada es comparable a la delicadeza de sus rasgos, expresión de su rostro, hermosura de sus ojos y demás encantos y gracias repartidas en toda su persona, y no obstante aquellos modelos de perfección, que ofrecen la reunión del bello ideal de los escultores griegos, aquellas mujeres son objeto del más vil menosprecio; andan también descalzas y se ven obligadas a postrarse a los pies ricamente adornados de negras horribles que disfrutan del amor brutal o de la confianza de sus amos musulmanes.
Llega a resultar mosqueante este arrobo de los viajeros españoles ante las muchachas judías, sin duda inducido por una afinidad racial o quizá más bien racista (las hebreas eran más blancas que las musulmanas, y no digamos ya si éstas eran negras, como registra horrorizado Badía). Pero viendo el hechizo que podían ejercer, casi llega a lamentarse que hoy en la mellah de Marrakech no se adviertan diferencias sustanciales con el resto de la ciudad. Sus habitantes no van descalzos, ni (al menos nosotros) nos cruzamos con ninguna de esas turbadoras hadas rubias y humilladas.
Entre la kasba, la mellah y el palacio real se encuentran las ruinas (no pueden ser llamadas de otra forma) del palacio Badi. Tras recorrer unos pasajes entre muros altísimos, se llega a una puerta donde se adquiere el correspondiente billete. Provisto de él se puede entrar en el recinto de lo que antaño fue una residencia de ensueño. Hoy quedan unos jardines que no son ni la sombra de lo que debieron de ser los originales, unos estanques que ya no reflejan el paraíso y en torno de unos y otros unos muros a los que su grosor y fabulosa consistencia salvaron de rodar por tierra, pero no de las mellas que los hieren por todas partes. En el colmo de la ignominia, sobre las mordeduras asientan sus nidos una aglomeración de indiferentes cigüeñas. Cuentan que Ahmed al-Mansur, el vencedor de Alcazarquivir, conquistador de Tombuctú y rico gracias al tráfico de azúcar y esclavos, se dirigió una tarde a su bufón y admirando el espectáculo del palacio de mármol que se había hecho construir, le solicitó un juicio que estuviera a la altura de tanta maravilla. Y cuentan que el bufón respondió: "Hará unas magníficas ruinas". Como todas las historias que se cuentan en Marruecos, ésta puede ser verdadera o falsa y tampoco importa mucho.
El caso es que el sueño de aquel sultán victorioso, que se hizo labrar y traer el mármol de Italia y que hizo construir un estanque a cada una de sus cuatro esposas legítimas para que pudieran bañarse solas, acabó reducido a escombros por su sucesor Mulay Ismaíl. En la formidable estampa del palacio, ingeniado al parecer por un arquitecto español, el sultán terrible sólo vio un providencial ahorro respecto de lo que le costaba comprar en Italia el mármol que él precisaba para sus propios proyectos. De modo que lo echó entero abajo, apenas cien años después de que fuera levantado. El aspecto actual, en consecuencia, es más obra suya que de Ahmed al-Mansur. Todo lo que hoy puede hacerse en el palacio Badi es pasear entre sus estanques, darse una vuelta por los semiderruidos pabellones y meditar sobre la brevedad y la intrascendencia de las glorias humanas. Ahmed alMansur llegó a establecer alianzas con Isabel de Inglaterra y a plantarle cara a Felipe II, el monarca más poderoso de su tiempo. Mientras el español empalidecía enterrado bajo una montaña de despachos en el monasterio de El Escorial, el epicúreo sultán se refrescaba en sus idílicos jardines. Ver hoy los despojos de este palacio es un ejercicio aleccionador, y el paisaje, fruto consecutivamente del ensueño, el salvaje expolio y una mínima restauración posterior, no deja de tener su encanto.
Mientras paseamos por el palacio Badi se nos acerca una chica que nos pide que la fotografiemos con sus dos compañeras. Forman un grupo insólito, las tres con pantalones cortos y blusas sin mangas. Resulta difícil precisar si son marroquíes o árabes. Se nos han dirigido en francés y la cámara, la observo mientras la tengo entre mis manos, es un modelo japonés bastante costoso. Las muchachas no tienen la piel muy oscura pero sus ojos y sus cabellos son de un negro profundo. Dos llevan largas cabelleras sueltas, algo que se ve poco en la mujer marroquí. Les disparo la foto y me lo agradecen con rápida simpatía. Quizá sean de Casablanca, la parte más europeizada del país. En todo caso, la extrañeza que nos producen deja patente hasta qué punto es inusual encontrarse en Marruecos con grupos de mujeres como éstas. Combinado con los rasgos característicos de su raza, su aire cosmopolita les da un atractivo especial.
Desde el palacio Badi vamos a las cercanas tumbas de los sultanes saadíes, una recoleta necrópolis en excelente estado de conservación. Según dicen, cuando Mulay Ismaíl iba a pasarles la piqueta por encima, para aligerarlas del mármol, alguien le advirtió de que existía una maldición reservada a quien se atreviera a profanar aquellas tumbas. Mulay Ismaíl resultó ser supersticioso y, enrabietado, ordenó tapiar la entrada. La leyenda sigue diciendo que durante muchos años permanecieron olvidadas, hasta que en 1917 las redescubrieron los franceses al hacer un levantamiento topográfico de la ciudad. Las tumbas, entre las que se encuentra la del victorioso Ahmed al-Mansur, son quizá uno de los más esplendorosos monumentos de todo Marruecos. En sus salas, cuyas bóvedas se asientan en columnas del más fino mármol de Carrara, hay azulejos de colores, arabescos de yeso, estucos con inscripciones de caprichosos trazos, artesonados de cedro, estalactitas que caen del techo. Y en el suelo, bajo sus sencillas lápidas de mármol, reposan los sultanes. Incluso mi tío, que no es especialmente entusiasta de las ruinas que le traemos a ver, se queda admirado de las tumbas, que no conoció durante los años que vivió aquí. Tienen una combinación de refinamiento y modestia que impresiona a todos. Los visitantes lanzan cerradas descargas de flashes contra los techos, las lápidas, las columnas, mientras los impasibles celadores marroquíes parecen observar con un poco de condescendencia la fiebre de estos advenedizos por las cuatro tumbas viejas que ellos tienen la aburrida obligación de vigilar.
De los otros muchos destinos que podríamos seleccionar, nos inclinamos por la medersa Ibn Yussuf (o Ibn Yussef, como más bien nos suena la forma en que mi tío pronuncia el nombre). La elección va a tener sus consecuencias, porque la medersa se halla en lo más intrincado de la medina. En una primera impresión, consultando el plano y después de localizarla sobre él, mi tío cree que sabrá llegar. Nos internamos así con el coche en la medina, y a medida que nos vamos alejando de la zona más próxima a Xemaa-elFna y los zocos, aparece ante nuestros ojos el cuadro ajado y polvoriento de las profundidades de la vieja Marrakech. Las casas siguen siendo de ese rojo un poco rosáceo, pero con el polvo que los transeúntes y los vehículos levantan del piso de tierra, adquieren una tonalidad más apagada. Muchas de las fachadas aparecen mal enlucidas, desconchadas, o incluso con los ladrillos de debajo roídos por el tiempo. Todavía hoy, la medina guarda los vestigios de la inmensa ruina que durante mucho tiempo fue. Además en muchas de sus calles la luz entra a placer, y con ella el calor. Entre éste y las palmeras que aparecen aquí y allá, uno llega a tener la impresión de encontrarse en una ciudad del desierto.