En los zocos, a media mañana, abundan los extranjeros en actitud compradora, como nosotros. Al ver a las europeas, con sus deslavazadas indumentarias turísticas y su blancura chocante en la penumbra de la ciudad moruna, vuelve a pasarme que me ofrecen una sensación paupérrima en comparación con las indígenas que caminan a su lado. Las marroquíes marchan airosas y señoriales en sus siempre hermosas y bien puestas chilabas (aunque no siempre sean nuevas ni estén limpias). Junto a ellas, todas las europeas resultan deslucidas: las francesas mustias, las alemanas sin elegancia, las españolas fútiles. Se lo comento a Eduardo y se echa a reír. Es posible que me haya dado demasiado el sol, y que se me pase cuando vuelva a mi sitio. A fin de cuentas las apreciaciones generales casi siempre son estúpidas. Casi tanto como inevitables.
Antes de irnos de Marrakech, paramos a tomar una cerveza en el Café Les Negociants, en un chaflán que da a una avenida de la ciudad nueva, ya en el camino de Casablanca. Mi tío dice que siempre paraba aquí cuando venía a la ciudad por asuntos de trabajo, hasta hace algunos años. No tiene nada especial, salvo sus grandes toldos extendidos sobre la acera, y sin embargo le pasa lo que a tantos cafés de Marruecos. Uno se siente a gusto desde el mismo momento en que se sienta. Pedimos cerveza Flag, la marca nacional. La sirven en unas botellas achatadas y tiene un sabor fuerte. Con ella paladeamos nuestros últimos minutos en Marrakech. Después viene el palmeral, con el que se prolonga la despedida de la ciudad. En cuanto el palmeral acaba, aparece la masa montañosa del Ybilet y ya sólo nos queda deshacer la ruta que hicimos ayer.
Paramos a comer en Benguerir, en un lugar donde tienen una parrilla para asar carne. Mi tío escoge las piezas con intransigente meticulosidad. Mientras esperamos a que nos las hagan, oímos la música de raí que escupe a todo volumen el desvencijado radiocassette de unos vecinos de mesa. Son un par de mujeres que no llegarán a los treinta años y un chico de unos diez. La mujer que parece gobernar el aparato está repantigada en una silla con los sucios pies subidos en otra, y mira al frente con obstinación. Por un segundo se cruzan nuestras miradas y la suya parece decir que si me molesta la música ya me puedo ir fastidiando, porque no la piensa bajar. Luego vuelve a mirar al frente. Por mi parte no me importa que no baje el volumen, porque me gusta su música. De hecho lamento que se vayan. Mientras puedo estar saboreando la carne recién asada y escuchando la música argelina, el soleado mediodía de Benguerir me parece un intermedio ideal. Me acuerdo de lo que dejó escrito Michel Vieuchange, un viajero europeo a Smara, la misteriosa ciudad del sultán azul Ma el-Ainin: «Me gustan estos días, estas paradas en las que cada momento es precioso, donde todo lo que hago cuenta».
Recorremos el itinerario ya sabido, hasta Settat primero y hasta Berrechid después. Pero en lugar de desviarnos directamente hacia Rabat, seguimos rectos hacia Casablanca. Esta metrópoli de población imprecisable (hoy puede tener tres millones y pico de habitantes, dentro de un año cuatro), meca de toda la emigración interior de Marruecos y centro económico e industrial, no es precisamente un lugar al que queramos dedicar demasiado tiempo en nuestro viaje, pero tampoco podíamos saltárnosla. Casablanca (o Dar el-Beida, que significa justamente eso, "casa blanca") fue un pequeño puerto fenicio hace dos mil quinientos años, una molesta ciudad pirata en el siglo Xv y luego fortaleza portuguesa durante dos siglos. Pero hoy no es más que un monstruo de crecimiento incontrolado, con un tráfico demencial y exasperante que el viajero empieza a sufrir a bastantes kilómetros del centro. En sus afueras hay una especie de competición por ver cuál es la empresa que consigue levantar el edificio más aparatoso y horripilante, y en su interior, junto a algunas avenidas que no están mal, se alzan ampulosos rascacielos dobles cuya próxima apertura se anuncia con carteles gigantes. En uno de ellos se ve a un marroquí y una marroquí, ambos jóvenes y apuestos, hablando con teléfonos móviles y vestidos como ejecutivos de Wall Street.
En los alrededores de Casablanca hay barrios de chalés modernos y costosos, donde es de suponer que vivirán quienes vayan a trabajar a los rascacielos, y tras sus vallas se ven estacionados coches BMW, Saab o Mercedes. Pero la mayoría de los barrios del extrarradio son de monótonos bloques, a veces mejores, a veces (las más) peores, donde se amontonan los buscadores del sueño eterno de Eldorado. Sería más bien execrable hacer un repudio del impulso que conduce a este desolador resultado urbanístico, y que no es otro que la noble lucha por sobrevivir y hacer que sobrevivan los descendientes. Pero el espectáculo aturde y desalienta, por lo que tiene de burda y cruel imitación del mundo desarrollado por parte de aquél que pretende algún día estarlo.
El ejercicio de mimetismo occidentalizante alcanza su culminación en La Corniche, el gran paseo marítimo situado al oeste de la ciudad, donde se encuentran sus más concurridas playas. Vamos allí a tomar algo al borde del mar. Una vez que hemos conseguido aparcar el coche (con severas dificultades), y logramos acomodarnos (tras esperar) en una mesa de una terraza atestada, debemos reconocer que el paisaje natural es espléndido. Las playas son espectaculares, y el color del mar y el cielo, incomparable. El problema son los miles de personas que contemplamos desde nuestra atalaya, la proliferación y el amontonamiento de chiringuitos, bares, hamburgueserías, todos a reventar. Aquí no se ve apenas nada ni a nadie que no esté totalmente europeizado, y la fiebre del consumo azota con fuerza. Eso, unido a la superpoblación, resulta una mezcla mortal. Ésta es una ciudad que tiene más habitantes de los que puede soportar, y su presión, un sábado por la tarde como hoy, se hace sentir de una forma más que asfixiante. Es una lástima, porque la antigua ciudad blanca, vista desde lejos, no parece ni siquiera fea.
Nos alejamos con pena pero despavoridos del caos de La Corniche y hacemos una parada cuestionable, aunque sin duda difícil de rehuir: la gran mezquita de Hassan Ii. Dicen que ha costado al menos un par de decenas de miles de millones de pesetas, pero cuando se la ve se comprende que seguramente habrá sido aún más cara. Tiene un minarete de 172 metros de altura y eso impide hacerse una idea de sus verdaderas proporciones hasta que uno se acerca o se fija en el tamaño de las personas que ya se han acercado. Está enteramente revestid de mármol claro, con una delicada decoración de policromía en el minarete gigantes co, y el edificio lo remata una doble cubierta de tejas verdes. Dicen que dentro caben 20.000 fieles, y en todo el complejo contando el patio 80.000. Puede entrarse a visitarla a determinadas horas, pero no cuando nosotros llegamos. Desde la enorme puerta abierta (cuesta calcular la altura de esta puerta), podemos sin embargo hacernos una idea del interior. El suelo resplandece y al fondo se ven unos grandes ventanales que dan al océano. El lujo de todo llega a marear. Es difícil sentirse cercano a tal exhibición de riqueza en un país con tantas necesidades, pero debe reconocerse que el emplazamiento de la mezquita, asomada a un saliente sobre el mar, resulta inmejorable. Parece además como si le hubieran hecho espacio a su alrededor, porque el edificio aparece solo en mitad de una zona despejada, ofreciendo limpia su silueta desde cualquier ángulo sobre el inmenso horizonte marino. Gracias a eso puede apreciarse en toda su rotundidad el minarete, que en lo fundamental es una réplica en mármol decorado de la Kotubia, aunque doblando de sobra sus proporciones. Dentro de muchos años, cuando se olvide cómo se hizo exactamente, es posible que quien venga aquí pueda sentirse todo lo cautivado que no podemos esta tarde sentirnos nosotros.
Seguimos por el boulevard Sidi Mohammed ben Abdallah y por el boulevard des Almohades, por donde continúa el paseo marítimo, hasta tropezarnos con el puerto. Quería echarle un vistazo, aunque nada en él tenga mayor atractivo, por dedicarle un recuerdo a lo que aquí sucedió el 10 de octubre de 1925. Ese día, sin ninguna despedida oficial, embarcaba en el paquebote Anfa el mariscal Lyautey, artífice y organizador del Marruecos francés y responsable del desarrollo de la propia Casablanca. Él hizo de esta ciudad el principal puerto de Marruecos, se trajo arquitectos para embellecerla y triplicó su población en apenas doce años. Aquel día de octubre de 1925, el mariscal dejaba el mando a los guerreros, como Pétain, tras haber acreditado que no era tan competente en la carnicería como lo había sido en la paz. Sus máximas habían sido siempre utilitarias, pero eficaces, y respetuosas hasta donde un convencido colonialista podía serlo: «Gobernar con los mandarines, nunca contra ellos. No ofender una sola tradición. No cambiar una sola costumbre». Parece el catecismo invertido del general Silvestre y de otros audaces jefes españoles. De ellos, escribiría Lyautey: «En siete años, no han sido capaces de calmar el Rif, hasta el punto de que todos nuestros disidentes se han refugiado allí. Han hecho de él una base alemana y fomentado sin tasa el contrabando de armas. He aquí una potencia europea que no respeta, una vez más, los acuerdos que ha firmado. Los españoles han construido una caricatura de protectorado, que no responde ni a la tradición religiosa ni a la realidad marroquí. Son inútilmente crueles y políticamente ineficaces». Sin embargo, cuando le tocó ayudarles, Lyautey fue un aliado leal. En 1925 impidió al sultán Mulay Yussef difundir una carta contra los brutales métodos bélicos de los españoles.
El militar francés, que también recurrió a la mano dura cuando lo consideró necesario, supo por encima de todo dejar un buen recuerdo. Una vez, un grupo de marroquíes le aseguraron, agradecidos, que sus hijos contarían el tiempo a partir de Lyautey. Pero el mariscal no dejaba de ser un tipo problemático. El 17 de mayo de 1909, cuando era el más joven general de división del ejército francés, desalentado ante lo que él percibía como un desinterés de su país por los asuntos coloniales, tomó la decisión de quitarse la vida. Aunque no puso finalmente en práctica esta determinación, llegó incluso a dejar una carta a su familia, que entregó a su ayudante. En ella declaraba que la empresa colonial era la única razón de su existencia, que no soportaría un mando en la metrópoli y que carecía de fortuna personal que le apegara a este mundo. Y terminaba diciendo: