Recorremos las calles desiertas, derretidas bajo la canícula. Cruzamos a pie bajo el puente del antiguo ferrocarril y seguimos el cómicamente llamado Río de Oro, un cauce seco lleno de inmundicia sobre el que se alzan algunos polvorientos y desastrados eucaliptos. Es posible que sea un río sólo cuando hay lluvias torrenciales, como el resto de sus hermanos del Rif (salvo el ingente Muluya y un par más, que mejor o peor llevan agua durante todo el año). Me pregunto por qué le pusieron ese nombre; si es porque alguna vez alguien sacó oro de él, lo que resulta más bien extraño, o si es una alusión humorística a la arena amarilla de su cauce sin agua. La farmacia está en una esquina. La atiende una mujer de unos cincuenta años, expeditiva y enérgica. Cuando llego está entendiéndose como puede con un par de marroquíes, de los que llega a averiguar al fin que quieren preservativos. Los trata un poco como si fueran niños, aunque sin descortesía. Les entrega su mercancía mientras coge su billete y reúne a toda velocidad las vueltas, con las que los despide. El tono que emplea conmigo es mucho más respetuoso y relajado. Me facilita mis pastillas, me cobra y me desea buenas tardes con amabilidad. Es esa cálida amabilidad andaluza, que tanto añoro en Madrid.
De vuelta hacia el centro pasamos por la Comandancia General, enfrente de la entrada trasera del parque. Es un edificio pequeño, de color vainilla recién enlucido, que conserva un aroma intensamente colonial. A la puerta hay un legionario firme y quieto como una estatua, conforme a la exagerada y melodramática marcialidad del cuerpo. Apenas a un par de metros, paseando de un lado a otro con las manos en la espalda, hay un cabo que nos mira un instante y que a continuación se queda parado delante del centinela, como si fuera un zoólogo examinando un oso disecado. En ese edificio estaba el despacho del general Manuel Fernández Silvestre, el bravucón amigo de Alfonso Xiii que con su ciego desprecio por los rifeños condujo al ejército español al descalabro de 1921. Un día de julio salió de aquí creyendo dirigirse a la victoria y la gloria, y no volvió nunca. Su suerte, como la de la mayoría de sus hombres, se pudrió al sol sobre la árida tierra del Rif, lejos de esta sombra que en la tarde estival envuelve la entrada de la Comandancia General y de este aire en el que flotan los aromas del parque cercano. Silvestre era un hedonista y el parque debía gustarle, como le gustaban las francachelas que se organizaban en el casino militar, del que fue máximo impulsor.
Bordeamos el parque hacia la plaza de España y alcanzamos a un hombrecillo bastante anciano que camina por la acera con la camisa abrochada hasta el cuello y una chaqueta nada veraniega. Al vernos pasar nos saluda:
– Qué, ¿cuánta mili todavía? Al principio no entendemos, pero en seguida reparamos en que los tres llevamos el pelo bastante corto, una precaución tomada antes del viaje para soportar mejor el calor. Le contesto:
– Ojalá nos quedara mili. Ya la terminamos, hace años.
– ¿Y entonces?
– Nada, venimos a hacer turismo.
Es un viejecillo renegrido, y robusto en su delgadez. Se nos pega y trabamos conversación mientras andamos. Como hemos empezado por la mili, nos cuenta que sirvió en Regulares, durante la guerra civil y después. Habla un español en el que no se atisba deje alguno de extranjería, pero por su aspecto cuesta decidir si es marroquí o no. Ya en esa época en Regulares había marroquíes y españoles. Lleva prendida en la chaqueta una insignia del Partido Popular, quizá por militancia o quizá por simple adhesión al gobierno de Melilla, que ahora pertenece a ese partido 1. A medida que se embala a hablar nos va costando más entenderle, lo que por un momento nos hace sospechar que no sea de origen español. Pero la razón del oscurecimiento de su discurso es otra: le faltan casi todos los dientes. Y nos explica por qué:
– Las malditas tifoideas. No saben lo que es. La boca se ponía negra y empezaba a caerse a pedazos, podrida.
Como casi todos los hombres que han hecho la guerra y sufrido severas privaciones, refiere los incidentes de la una y los detalles de las otras como si fueran cosa de la víspera, sin que ninguna normalidad, una normalidad de cincuenta años en el caso de este hombre, hubiera habido entre medias. Ya que parece ser éste su tema predilecto, trato de sacarle algo.
– ?Y luchó también por aquí, por Melilla?
– Bueno, no mucho. Por aquí estaba todo tranquilo. Sólo una vez, en el 43, hubo unos líos más allá de Nador y nos dieron carta blanca para castigar a los moros. Llegamos hasta Dar Dríus, pegando tiros. Pero fue poca cosa.?Y para dónde van ustedes?
– Para Alhucemas, lo primero.
– Pues tengan cuidado. Marruecos, y esta parte sobre todo, está mal ahora; mucha droga y muchos ladrones. Y mucha miseria que tienen. Vivían bastante mejor con los españoles, vaya que sí.
– ?Ha ido por ahí recientemente?
– No, ya hace muchos años que no paso. Ni creo que vuelva a ir nunca.
Nuestro interlocutor aparta la idea de volver a Marruecos con una especie de repugnancia, como si no tuviera el más mínimo sentido. Supongo que para él Marruecos ya es sólo la imagen menesterosa de los que cruzan la frontera todos los días para buscarse la vida, una vaga imagen de la pobreza y el infortunio de los que todos intentan huir en cuanto tienen ocasión.
– ?Y hace siempre este calor, aquí? -le preguntamos.
– Este año menos que otros. Hasta hubo un poco de nieve en la cima del monte, en invierno.
El monte es el Gurugú, no hace falta decir el nombre. A la altura de una de las entradas laterales del parque, el hombrecillo se despide repentinamente de nosotros y echa a andar presuroso bajo los árboles. Irá a sentarse a la sombra, para cambiar recuerdos y olvidos con algún otro jubilado militar.
5. La ciudadela
En 1497, hace ahora quinientos años justos, Pedro de Estopiñán, un hidalgo bragado, meritorio de los duques de Medina Sidonia, se llegó al amparo de la noche con una flotilla y unos cuatro mil hombres y se deslizó por sorpresa entre las ruinas de la vieja fortaleza de Melilla. Aquellos cuatro mil invasores (según algunos, sólo quinientos) reforzaron rápidamente con maderas las brechas de la fortificación y a la mañana siguiente, cuando los moros se dieron cuenta de la osadía, ya estaban lo bastante bien pertrechados como para repelerlos, lo que hubieron de hacer varias veces. Desde entonces, los defensores españoles de la ciudadela, que ha ido cambiando en aspecto y dimensiones a lo largo de los siglos, se las han arreglado para rechazar otros muchos asaltos, todos los que los moros de los alrededores, unas veces con el impulso del sultán de Fez y otras por su cuenta, han dado infructuosamente en intentar. Hubo una vez en que quizá pudieron conquistar la ciudad sin esfuerzo, cuando el ejército español de Melilla se hundió en 1921, pero entonces su caudillo Abd el-Krim y los propios rifeños tenían otras prioridades. Sea como fuere, de esos quinientos años ininterrumpidos de defender el botín del temerario Estopiñán nace el argumento de la rancia españolidad de Melilla, en el que se basa su estatuto y la alegada prevalencia de los derechos españoles sobre la plaza.
La ciudad ha sido durante la mayor parte de esa historia una ciudadela, es decir, una fortaleza presta a ser sitiada: durante varios siglos, en el sentido más estricto y físico de la palabra, y desde el establecimiento del Protectorado hasta aquí, al menos en un sentido moral. Hasta más allá de mediados del siglo Xix, o lo que es lo mismo, durante la mayor parte de su historia como posesión española, Melilla no era mucho más que lo que hoy se conoce como Melilla la Vieja, una pequeñísima ciudad fortificada sobre un peñón unido al continente por un áspero istmo. La utilidad principal de la plaza, aparte de constituir una base pesquera y comercial (al menos entre asedio y asedio), no era otra que la de servir de presidio, y en estos menesteres, que permitían alejar de la Península y neutralizar más que convenientemente a los descarriados, compartía el honor con lugares tales como el Peñón de Vélez de la Gomera, el de Alhucemas o la propia Ceuta, otra ciudad fortificada de características similares aunque algo más grande. Melilla venía a ser nuestra Isla del Diablo, y hasta tal punto debía resultar dura la vida de los penados que no pocos de ellos escapaban a tierra de moros, donde renegaban y se hacían circuncidar y vivían el resto de su vida con arreglo al Islam. Más de una vez viajeros y militares españoles, en el curso de sus expediciones o de las sucesivas campañas de conquista, se tropezaron con uno de estos presidiarios renegados, convertido en santón musulmán o incluso en jefe de poblado o de tribu.
A partir de las campañas de 1860 y 1909, y después con el Protectorado, los límites urbanos de Melilla se ensanchan notablemente, desde el perímetro ocupado por la antigua ciudadela hasta los doce kilómetros cuadrados actuales. En la década de 1910, su área de influencia se extiende rápidamente hasta Nador y Zeluán, consolidando el control sobre el macizo del Uixán, con la explotación de las minas de hierro y la construcción del ferrocarril. A partir de 1920 se produce la fulgurante incursión del general Silvestre en el centro del Rif, detenida bruscamente en Annual y reconstruida después penosa y sangrientamente, hasta la derrota de los rifeños en el corazón de su territorio tras el desembarco de Alhucemas de 1925. De 1927 en adelante apenas hay guerra, propiamente dicha, hasta la independencia de Marruecos en 1956, que sólo da lugar a alguna escaramuza. Desde ese año hasta acá la situación ha permanecido pacífica. Sin embargo, la idea de que Melilla está más o menos expuesta se ha venido sosteniendo a lo largo de todo el siglo; durante la guerra porque los moros se acercaron más de una vez a sus puertas, y después, tras la independencia, por las constantes reivindicaciones marroquíes, aunque pocas veces hayan sonado de veras decididas y convincentes.