He perdido hace mucho tiempo las creencias religiosas en las que habría podido encontrar un refugio.
Fuera de la esfera de acción colonial y de su actividad intensa, no sería más que un residuo y una carga para todos y para mí mismo.
Creo por tanto preferible acabar en seguida. Pido perdón a mis seres queridos por la pena que les causo; que estén seguros de que se la habría causado aumentada sobreviviendo.
Pido perdón a todos aquéllos a quienes haya podido perjudicar.
Los retratos de Lyautey muestran a un hombre bajo pero de aspecto imponente, con un hirsuto cabello blanco, un mostacho decimonónico y una profunda y soñadora mirada azul (o quizá gris). Un hombre en quien coexistían la fuerza de la convicción y la fragilidad del idealismo. «Con la voluntad, cuando el objetivo que se quiere alcanzar está nítidamente definido, estoy convencido de que se acaba por dominar a los hombres y las cosas», afirmaba. Puede pensarse que su empresa (sobreponer una nación a otra) era injusta, pero no que la cumpliera con total injusticia, lo que plantea una curiosa paradoja. Desde 1923 permaneció en el cargo a pesar de sus graves problemas de salud, tras haber presentado una renuncia que no le había sido admitida. Y luego no quiso retirarse en los momentos más duros, mientras Abd el-Krim machacaba a sus legionarios en el Uerga. Cuenta Leon Gabrielli que en esos amargos instantes visitó al mariscal en Fez y lo encontró al borde de las lágrimas. Sabía que Abd el-Krim le había derrotado, y que las tácticas que antaño le condujeran al éxito habían fallado estrepitosamente frente a la revuelta rifeña. Le honra, al menos, haber intuido a tiempo el calibre del enemigo al que se enfrentaba. Ya en 1924 escribía a sus jefes de París: «Sobre nuestro frente norte se alza un campeón de la independencia musulmana… Es moderado y astuto».
Lyautey, abatido por su fracaso, llegó a sugerir que debía concederse la independencia a los rifeños. Su Gobierno, sin embargo, ya había decidido desencadenar la guerra total contra Abd el-Krim. La dirigiría, a semejanza de la guerra europea, o lo que es lo mismo, con aviones, carros de combate y profusión de artillería, el implacable Pétain, alentado por Mulay Yussef: "Desembarace a Marruecos de ese rebelde", clamaba el sultán. Lyautey, todavía Residente General, pero relegado a un segundo plano, esperó hasta la victoria de Alhucemas. Luego volvió a pedir que le relevaran, admitiendo (y debía de ser lo más duro de admitir para quien había entregado su vida a ello), que ya no era el hombre para resolver los problemas del Protectorado: «Hace falta un hombre nuevo, en la flor de la edad, que tenga tiempo ante sí, imbuido de los designios del Gobierno, gozando de toda su confianza y de la mayoría del Parlamento». Con ello reconocía saber que ya no confiaban en él, y que le mantenían sólo por la dificultad de encontrar sucesor. Esta vez el Gobierno francés aceptó su dimisión, con cuatro líneas de rutinaria gratitud.
En este puerto de Casablanca embarcó el mariscal un día de octubre, para no volver a pisar Marruecos. Su barco hizo escala en Tánger, pero no llegó a bajar. En Marsella le recibieron sólo algunos amigos, y en su domicilio de París no le aguardaba más documento oficial que un requerimiento de la hacienda francesa. En 1929 se retiró a Thorey, en Lorena, donde cultivó su nostalgia de África. En el granero de su casa hizo construir un salón marroquí, con alfombras y divanes. Desde Thorey, donde murió en 1934, lo trajeron a Marruecos para ser enterrado. Lo sepultaron en su amada Rabat, imagino que en el mismo cementerio que a mi abuelo, pero ya no está allí. Ahora descansa bajo la cúpula de los Inválidos, lo que uno se atreve a sospechar que su alma no prefiere.
Abandonamos Casablanca. Atravesamos la ciudad, con sus ruidosas avenidas que imitan las de las grandes ciu dades de cualquier parte. Vemos al pasar la catedral del Sacré-Cöur, un templo demasiado moderno, pero no del todo desdeñable. Tardamos un buen rato en llegar a las afueras y desde ellas, tras cruzar barrios y polígonos sin cuento, a la autopista. Una vez aquí, ya sólo nos queda una hora para llegar a Rabat. Transcurre plácidamente, mientras el sol se pone al otro lado del mar que nos acompaña a nuestra izquierda. Al fin, a lo lejos, aparecen las colinas y los bosques familiares de Rabat.
Por la noche, no muy tarde, vamos a cenar todos juntos a un sitio donde la especialidad es el kebab. Por consejo de mi tía pedimos un plato típico marroquí, la harira. Es una sopa con tomate, apio, perejil, cebolla, algún garbanzo o lenteja, huevo escalfado. También admite fideos o arroz y se le echa harina para espesarla, pimienta y gran cantidad de especias. El resultado es muy energético, quizá hace que uno entre demasiado en calor en agosto, pero está muy sabrosa. Es lo primero que suele comerse al caer el sol durante el ayuno del Ramadán. Los solteros que no tienen quien se la prepare (y que tampoco saben preparársela, una mayoría), salen a esa hora rumbo a los restaurantes. El Ramadán, contra lo que podamos pensar allende el Estrecho, es un mes de fiesta. Cuando llega la noche y puede romperse el ayuno, la calle se llena de gente, y todas las cenas son una celebración.
– Donde la torre Hassan casi no se cabe -cuenta mi tío-. La explanada está llena de gente que va a rezar, y que luego se queda por allí, hablando con los amigos o paseando hasta tarde.
Pensamos que sería cosa de venir un mes de Ramadán a Rabat, para mezclarse en la fiesta. La alegría marroquí, tal y como pudimos vivirla en Alhucemas, es pacífica y consciente. Uno teme que en nuestro avanzado país del norte la alegría popular ya sólo sabe ser dañina o embotada, que no se sabe qué es más desolador.
Por la noche, mis primas nos han preparado una singular excursión por el ambiente de Rabat. Es sábado por la noche y todo estará en su apogeo. Para empezar, nos llevan al pub Jumanji, lo último de lo último en su categoría. Hasta tal punto, que es un pub en el que hay que reservar mesa. Lo cierto es que el local está puesto a todo trapo. En los frescos acrílicos de las paredes están representados todo tipo de animales, o al menos todos los que salen en la película de la que el pub ha tomado el nombre: tigres, leones, rinocerontes, monos. Están pintados con colores vivos, muy vistosos. Entre ellos, advertimos una presencia que casi resulta cómica: un cuadro del rey con un oscuro traje de chaqueta (es la ley; incluso aquí, donde queda chusco, deben ponerle). En el Jumanji puede beberse cualquier clase de bebida alcohólica, a precios que asustan, y lo regentan unos tipos altos, muy simpáticos y bien vestidos que saludan a mis primas con confianza. A la puerta hay un negro capaz de partirnos en dos a los tres españoles puestos el uno a continuación del otro. La música es la que se podría pedir en cualquier pub a la última (o quizá a la penúltima). Éxitos norteamericanos, británicos, franceses, y alguno de los bombazos de este mismo verano. En el Jumanji se cuidan los detalles.
Lo más interesante, sin embargo, es el panorama humano. Son los chicos bien de Rabat (no pueden ser menos, si tienen para pagar lo que vale una copa, que es mucho incluso para nosotros). Ellos llevan tejanos de marca, impecables americanas, camisas de fantasía, o bien camisetas de tirantes para lucir los hombros. Ellas visten pantalones ajustados, minifaldas de infarto, escotes espeleológicos, y van maquilladas como showgirls. Causa una cierta turbación verse rodeado de toda esta belleza amenazante y morena en el angosto espacio del pub. Poco después de nuestra llegada se nos une una amiga de mis primas, que por cierto no se queda demasiado atrás en cuanto a indumentaria respecto del resto de la concurrencia. Mis primas, y no es que no se hayan arreglado, parecen un par de monjas en comparación.
Una vez que el grupo está completo, tres hombres y tres mujeres, podemos dirigirnos a Cinquiéme Avenue, la discoteca de moda. Tienen la precaución de no dejar entrar a un solo varón que no lleve compañía femenina. Y cuando estamos dentro, comprendemos por qué, como comprendemos la indignidad con que un par de sujetos, antes de entrar, les han mendigado a mis primas y a su amiga que finjan que van con ellos. Por mucha modernidad que pueda verse ya hoy en las calles de Rabat, no basta para dar crédito a lo que sucede en la discoteca. Bajo sus luces, humos y demás parafernalia (nada especial, como cualquier discoteca), se agitan consumados travoltas e interminables bailarinas a las que no cuesta nada encontrarles cualquier parte del cuerpo y casi cualquier centímetro de piel. Nos tropezamos con todo tipo de osadías: vestidos de leopardo, corpiños de cuero, maillots rosas, camisetas ajustadas sin sostén.
No hay una sola mujer que no sea marroquí, pero entre los hombres hay algunos europeos. Advertimos, por cierto, que salvo alguno que ya se ha metido en la pista a ver qué cae, los otros tres o cuatro observan apartados y solos. Es muy posible que la prohibición de entrar sin compañía femenina rija sólo para los indígenas. Uno de los europeos bailones, bastante desmañado como tal (los buenos bailarines son todos chavales morenos y de pelo ensortijado), se acerca a una de las marroquíes más potentes, que no le hace en principio muchos ascos. Ya puede intuirse cuál es el juego que aquí se juega. El europeo, a quien deslumbra la pantera africana que se contonea en la noche de Rabat, tiene sus propios recursos, ya que no el baile, para embaucarla a ella.