En la plaza de Larache, amplia y circular, nos sentamos a tomar unas cervezas. Con el sabor de la contundente Flag en la boca, miro a mi alrededor y sospecho que a esta misma plaza debió de venir cien veces mi abuelo a pasear y quizá también a tomarse una cerveza, como nosotros ahora. Al principio era un recluta recién llegado y perdido. Dos años después ya era veterano y sargento y podía elegir buenas mesas en las terrazas. El cielo sobre Larache no está nublado, como lo estaba en Rabat. Es de un azul tan vivo como las persianas de las casas. Las que forman el círculo de la plaza de Larache no tienen tejado, sino azoteas, como es usual en Marruecos (con la excepción de Xauen). Las fachadas están rematadas por almenas morunas, que sugieren una especie de triángulo mediante la superposición de rectángulos cada vez más pequeños. Todo el perímetro de la plaza tiene umbríos soportales (en uno de ellos estamos ahora) y las columnas que los aguantan están unidas por sencillos arcos de medio punto. Todo está exquisitamente encalado, salvo algún arco monumental en piedra ocre. En el centro hay un parque con palmeras. No es un mal sitio para estar, y debía de serlo aún menos cuando Lucus arriba había todos los días rifa de tiros. Mi abuelo se acordaría aquí de su pueblo blanco en las montañas de Málaga, y también de los fregados vividos en Muires y alrededores, con los cazadores de Las Navas. África le guardaba aún momentos peores que aquéllos, pero durante sus años de guarnición en Larache no debió quejarse de su suerte. A fin de cuentas, en la cercana Lixus, fundada por los fenicios hace tres mil años, situaban los griegos el mítico jardín de las Hespérides. Era un refugio envidiable, y sin embargo se da la paradoja de que mi abuelo abandonó Larache voluntariamente. Fue cuando decidió hacerse militar profesional, una vez cumplido el tiempo del servicio obligatorio. Sus planes habían sido siempre emigrar a Argentina, pero uno de sus jefes en la Comandancia General le persuadió de quedarse en el ejército, donde mejor o peor tenía ya un lugar. Aquel jefe era el futuro general Goded, y debió de utilizar entre otros el argumento del buen destino que a la sazón ocupaba mi abuelo, en la escolta del general Sanjurjo. No sería eso lo que lograra convencerle. Cuando descartó su proyecto argentino, mi abuelo fue a ver a Goded y le dijo que si se hacía militar se iría al campo con el batallón. No creía que un profesional debiera quedarse emboscado en la Comandancia General mientras otros que no lo eran se la jugaban en el frente. A la Comandancia, cuando contaba estas cosas, mi abuelo la llamaba siempre la tienda del crimen. Como en cualquier otro establecimiento militar de retaguardia, la corrupción debía de campar a sus anchas por allí.
A pie desde la plaza se llega en un par de minutos a la avenida Mulay Ismaíl, un paseo marítimo colgado sobre el océano que ofrece una hermosa vista. Por desgracia está pésimamente cuidado y en los acantilados junto a los que discurre se amontona todo tipo de basura maloliente. Sólo haciendo abstracción de la pestilencia se puede disfrutar de la imagen de la ciudad blanca que se extiende hasta el cabo Nador, donde todavía hoy se divisa la estilizada silueta del faro que construyeron los españoles.
Al paseo y al mar da también el consulado español, un edificio blanco de persianas azules ante el que vemos la cola de siempre para los permisos de residencia. Aquí la cola no es tan nutrida como en Rabat, por ejemplo, donde han tenido que separar el consulado de la embajada a causa de las multitudes. También cerca vemos las ruinas de un antiguo fuerte que en tiempos dominaba el puerto. Nos acercamos hasta sus muros y entramos dentro del recinto. Quedan las galerías, en dos pisos, las paredes, y un montón de escombros y basura en el centro. Por la disposición, parece como si en este solar hubiera estado instalado un hospital. Aquí, mirando el mar, podían esperar plácidamente los favorecidos con un tiro de suerte (un balazo que te dejaba inútil para el servicio, pero no te mataba) la mejoría que les permitiera regresar a la Península.
Volvemos al fin la espalda al horizonte marino de Larache, por donde llegaron nuestros cañonazos y nuestros civilizadores, y también los campesinos que como mi abuelo vinieron dócilmente a ver si los mataban o no en Marruecos. Callejeando hacia la salida de la ciudad, encontramos muchos letreros en españoclass="underline" tiendas de comestibles, zapaterías, talleres mecánicos. Aquí, en Larache, ya fuera porque la disposición de los lugareños era más pacífica, ya porque desde el principio hubo quien usara un poco más la cabeza que otras partes del cuerpo, nuestra presencia sirvió de algo y caló en la gente, no como en las ásperas piedras de Beni-Urriaguel. Produce algún consuelo comprobar, mirando esos humildes letreros de taller y los verdes campos que rodean Larache, que al final, en alguna parte, todo el sufrimiento y toda la sangre no fueron del todo inútiles.
2. Larache-Tetuán
Cedo el volante a mi tío, ya que en el tramo que ahora nos aguarda será de utilidad su experiencia de conductor durante más de cuarenta años por las carreteras marroquíes. Desde Larache la buena carretera sigue hasta Tánger, pero nosotros no vamos allí directamente sino dando una vuelta por otra carretera de muy inferior condición. Tomamos el camino de Tetuán, hacia el nordeste. Con ello prescindimos también de Arcila, uno de los cuarteles generales del Raisuni, que queda sobre la costa. La región en la que nos internamos, montañosa y no demasiado poblada, es la parte del Yebala donde en los peores tiempos se estableció la última línea de resistencia española. Tras ella sólo quedaban Alcazarquivir, Larache, Arcila, Tetuán y Tánger. Era una cadena de blocaos, alambradas y campos minados, ingeniada por Primo de Rivera para que Abd el-Krim no pudiera atacar las ciudades costeras y terminar de echar a los españoles al mar. Su utilidad a esos efectos, los de conservar el entonces exiguo Marruecos español, la cumplió, aunque no fue tan eficaz a los de impedir el paso de los rebeldes y de los suministros que a través de Tánger les llegaban. Una noche, como demostración, un periodista norteamericano cruzó con una partida de hombres de Abd el-Krim la presunta línea infranqueable, y lo celebraron todos corriéndose una juerga con champán en un hotel de Tánger. Casi todos los pueblos de la ruta, pequeños y aislados, tienen nombre de zoco: et-Tnin de Sidi-el-Yamani, el-Arbaa Ayacha, et-Tleta Yebelel-Habib. La carretera, llena de curvas y pendientes, está muy poco concurrida. El paisaje, por su parte, es una especie de transición entre la llanura de Larache y las montañas que se alzan en las proximidades de Tetuán. Sobre los toboganes de esta ca rretera de Larache a Tetuán experimentaremos algunos momentos de cierta emoción. Mi tío acaba de darse cuenta de que vamos casi sin gasolina. Los kilómetros se suceden sin que aparezca no ya una gasolinera, sino un simple lugar habitado. Tampoco nos cruzamos con ningún vehículo ni nos sigue nadie, lo que nos presagia alguna dificultad si la cosa no cambia pronto, y no es previsible que lo haga, según el mapa, hasta que lleguemos a la carretera Tetuán-Tánger. Aun ahí sólo nos encomendamos a una ligera esperanza, porque el pueblo más cercano está a unos diez kilómetros del cruce. Durante el último trecho mi tío deja en punto muerto el coche en las bajadas y apenas acelera en las subidas, hasta que al fin aparece ante nuestros ojos la cinta gris de la carretera que une Tánger y Tetuán. Es, por cierto, una obra de los españoles, que nunca nos habría podido parecer más providencial. Junto al cruce, flamante y tranquilizadora, se alza una inmensa gasolinera.
Los veinticinco kilómetros que nos quedan hasta Tetuán son un cómodo paseo. Atravesamos tierras de la dura cábila de los Anyera, luchadores contra España desde antiguo. Hacia el sur, a no muchos kilómetros, se encuentra Kudia-Tahar, un nombre que ha quedado vinculado a una ardua hazaña de los españoles que andaban por aquí hace setenta años. El 3 de septiembre de 1925, cuando las fuerzas de desembarco se preparaban para caer sobre Alhucemas, Abd el-Krim, dispuesto a todo menos a dejarse liquidar sin resistencia, desencadenó un ataque en los alrededores de Tetuán. Uno de los puntos elegidos para debilitar el flanco occidental de los españoles y alejarlos de Alhucemas era la pequeña posición de Kudia-Tahar. Los rebeldes se lanzaron sobre ella con el respaldo de numerosas ametralladoras y nueve cañones. Durante el primer día el campamento quedó arrasado e incomunicado, murió el teniente que mandaba la batería de la posición y casi todos los artilleros. Se consiguió reaprovisionarla a duras penas, pero al día siguiente, al romper el alba, el ene migo volvió a bombardear. Inutilizaron todos los cañones menos uno y la guarnición quedó reducida a la mitad. Ello no obstante, el jefe de la posición, el capitán José Gómez Saracíbar, del regimiento del Infante, siguió comunicando a sus jefes, a las horas establecidas, que tenían fe en el éxito. Para entonces el campamento ya sólo era un montón de escombros, rodeado de enemigos por todas partes.