Tratados y pactos aparte, el caso es que desde fines del siglo Xix Tánger estuvo en manos de los extranjeros, dirigidos por las legaciones diplomáticas respectivas. Por intentar abusar de ellos perdió el Raisuni su cargo de bajá de la ciudad. La corporación municipal tenía 20 representantes europeos y 20 indígenas, pero en la práctica la que gobernó Tánger durante años fue la llamada Comisión de Higiene, «ninguno de cuyos miembros sabía qué cosa higiene fuese, aunque hubo entre ellos más de un médico», si hemos de atender al cáustico veredicto del geógrafo pro bereber Gonzalo de Reparaz. Esta comisión, manejada libremente por los diplomáticos extranjeros, organizaba los servicios públicos y mantenía el orden en la ciudad. Bajo su gobierno Tánger venía a ser mitad africana, mitad europea, y en el fondo no era ni lo uno ni lo otro.
Hasta que le echaron de la ciudad y de su puesto en la Legación por escribir un artículo tildado de anties pañol, Reparaz, como otros muchos compatriotas, vivió y trabajó en Tánger. Gracias a él disponemos de un retrato que nos acerca a cómo eran los aproximadamente 6.000 españoles que vivían en Tánger en 1909. Según Reparaz, la colonia estaba encabezada por una élite formada por empleados del Estado, el Banco de España, la Compañía Transatlántica y la Red Telefónica, más un pequeño número de tenderos y comerciantes. La Junta de Comercio española y el Casino español de Tánger venían a ser los dos centros principales de esta minoría acomodada. Después de ellos, venía un populoso segmento inferior compuesto por «arrieros, cabreros, carboneros, albañiles, canteros, hortelanos; gente muy pobre y en gran parte sospechosa». Y finalmente, la colonia la completaba «una masa considerable de sujetos sin oficio conocido, zánganos de todas clases, hampones, fugados de presidio, mal relacionados con la Guardia Civil, betuneros, vendedores de cacahuetes, mendigos de oficio, etcétera». De esta plebe española afirma Reparaz: "El ochenta por ciento no sabe leer ni escribir. Vienen, ignórase de dónde; viven, no se sabe cómo; van, a donde pueden". Los desheredados españoles de Tánger, según el testimonio de Reparaz, eran bebedores, jugadores, viciosos y blasfemos, y vivían en su mayoría en patios infectos a los que llamaban aduares, como los poblados marroquíes. Por otro lado, la mayor parte de las prostitutas de Tánger eran españolas. Cobraban 30 céntimos, mucho menos que las francesas. Las meretrices españolas eran las únicas mujeres europeas que podían permitirse los moros, y éstos no sólo disfrutaban regularmente de ellas sino que también las maltrataban si les venía en gana.
Resulta todavía perceptible al atravesar las calles de Tánger la mezcla promiscua entre lo europeo y lo africano que la ciudad ha albergado durante décadas. El estatuto internacional trajo aquí por oficio a funcionarios de las potencias participantes en el gobierno de la ciudad, y atrajo por distintas razones a aventureros y exilados de toda clase y condición (algunos después ilustres y en buena medida forjadores de la leyenda, como el inevitable Paul Bowles). Aquí se alentaron continuas conspiraciones, desde la de Reparaz en favor de la penetración pacífica de España en Marruecos, hasta la de las distintas potencias que durante la guerra del Rif entraron en tratos con los rebeldes. Tánger era el lugar ideal para estas maniobras, en la retaguardia española y estratégicamente asomada al punto de encuentro entre el Mediterráneo y el Atlántico. La convivencia entre europeos y marroquíes tuvo momentos pasmosos, como la época de los incorregibles secuestros del Raisuni, y otros de agravio, como los encantadores días de la ciudad internacional, cuando los opulentos europeos paseaban absortos entre la miseria de la kasba y vivían un sueño oriental en medio de la cochambrosa pesadilla del resto. Cuenta Ramón Buenaventura, cuya juventud transcurrió en la Tánger de poco antes de la independencia, que había incluso playas separadas, para moros y europeos, y que cuando fue a Madrid le extrañó que los barrenderos fueran españoles, porque para el adolescente tangerino ése era oficio de moros. Pese a haber nacido en la ciudad, Buenaventura confiesa que no habló con una chica marroquí hasta los veinticuatro años. Hoy todo está mucho más difuminado y sin embargo Tánger conserva el rastro de aquel tiempo en que en la ciudad coexistían dos mundos, el de los excéntricos y las recepciones en las embajadas y el de los que luchaban simplemente por no morirse de hambre. La imagen misma de la ciudad, quitando las modernas adherencias, es la de esa herida nunca suturada.
En las calles, esta tarde, vemos sobre todo turistas nacionales y unos pocos extranjeros. Son una masa ruidosa, anárquica, apresurada. Pero de pronto, en mitad de la avenida, aparece una marroquí elegantísima, que camina despaciosa y solemne junto a una criada. Va erguida, con la cabeza cubierta de la misma seda verde que el resto del cuerpo y el rostro tapado por un velo negro. Por sus formas se adivina que ya no es una mujer joven, pero el desconocido sólo atisba de ella sus quietos e implacables ojos oscuros, que lo contemplan todo como un vil espectáculo de decadencia. Puede ser una hija de la vieja Tánger, que forjó su orgullo para que los usurpadores extranjeros no la miraran con altanería, como a una mora cualquiera. Quién sabe, quizá ahora los echa de menos. Es de las pocas tangerinas, por cierto, que vemos con el rostro velado.
Confirmamos la reserva en el hotel, bastante céntrico, y seguimos avanzando hacia el oeste a través de la ciudad, o lo que es lo mismo, muy tortuosamente. El eje que forman el boulevard Mohammed V, el boulevard Pasteur y la rue de Belgique no es demasiado ancho y los coches lo colapsan con facilidad. Nos armamos de paciencia y aprovechamos para observar el paisaje tangerino. En este momento pasamos junto a la terraza del boulevard Pasteur, un lugar de reunión con una hermosa vista sobre la bahía. Un poco más allá está la place de Mohammed V, antigua de France, y en ella, discreto y casi insulso, avistamos el café de París, afamado centro de reunión de la antigua ciudad internacional. Decepciona su aspecto, lúgubre y pasado de moda.
Si hubiéramos podido venir a este café una tarde cualquiera de fines de los años sesenta, nos habríamos encontrado con un viejo rifeño tomando apaciblemente su té a la hierbabuena o su café en alguna mesa apartada. A cualquiera le habría costado reconocer en aquel parroquiano a Mohammed Azerkán, ex ministro de asuntos exteriores de la República del Rif, Pajarito para los españoles. Retirado en Tánger, apuraba sus últimos años sin que nadie supiera que era el mismo hombre que había osado rechazar el ultimátum de España y proclamar ante sus embajadores el orgullo rifeño. No resistió hasta la muerte, como prometiera en sus bellas misivas, pero si hay una palabra a la que se puede y se debe ser infiel, ésa es sin duda la que compromete la propia destrucción.
La rue de Belgique lleva hasta la place de Kuwait. Desde ella tomamos la avenue Sidi Mohammed ben Abdallah y después la rue de la Montagne. A partir de aquí el tráfico empieza a perder intensidad, y pronto se hacen empinadas las calles. Estamos subiendo a una de las colinas que forman el anfiteatro sobre la bahía. Cuando al fin la coronamos, tenemos por primera vez una imagen despejada de la ciudad. Tánger se nos aparece como una gran olla blanca, con sus casas apretadas las unas contra las otras. Sobresale la altura de la kasba, rodeada por sus murallas, y dentro de ella el minarete de la mezquita. En lo alto de las colinas localizamos bonitas villas, a las que cabe imaginar deliciosas vistas sobre la bahía y la ciudad. Manteniendo nuestra dirección llegamos a algunos de los barrios periféricos más pudientes. Aquí desaparece la mugre y el caos casi por completo. Las calles y las casas recuerdan a las de cualquier urbanización de la Costa del Sol. Como en cualquiera de esas urbanizaciones, se ve pasar a chicos y chicas en ciclomotores y hay coches de distintas nacionalidades aparcados frente a los chalés. A partir de ahora nos encontramos también con algunos hoteles de lujo, cuyos jardines de ensueño apenas se dejan ver desde la puerta siempre rigurosamente vigilada.
La ruta sube y baja, siguiendo los relieves de las colinas. Esta parte occidental y arrabalesca de Tánger resulta todo lo amena y escrupulosa que no es su zona céntrica. Sigue imperando una blancura uniforme, que a la luz de la tarde se atenúa blandamente. Y aunque las casas nos impiden ver el mar, se huele su cercanía. Así llegamos ante lo que podría parecer la entrada de otro hotel, si no fuera por los soldados armados de la puerta, que nos mueven más bien a suponer que es el palacio de alguien importante. Por estas colinas, en resumen, se extiende una Tánger rica y prohibida, reservada únicamente a los privilegiados, que mira displicente hacia el centro donde se amontona la chusma. Nunca me ha interesado mucho esta clase de ciudades, pese a su relumbre. Todas tien den a parecerse y a atraer cierto tipo de manifestaciones de la cursilería universal, con las que se dilapida la belleza natural sobre la que normalmente se organiza el tinglado.
Vislumbramos un bosque al fondo de la carretera. Más allá se pone el sol, al que venimos persiguiendo desde Melilla. Viéndole declinar, sentimos como si se nos escapara algo más que la luz. Se nos acaba Tánger, si esto sigue mereciendo el nombre, pero todavía nos quedan unos kilómetros hasta el cabo. Allí, precisamente allí, corresponde que terminemos nuestro viaje. Somos viajeros tradicionales y nuestra ruta debe morir en un finisterre. A éste de África le dicen Cabo Espartel.
6. En el cabo
Por una extraña casualidad, los tres cabos donde he tenido la más palpable sensación de fin del mundo son cabos noroccidentales. Al noroeste está el Cabo Finisterre, el último lugar de España y el primero a donde llega el viento del Atlántico. He aspirado ese aire intacto sobre sus castigadas rocas, donde hasta en los días más sosegados golpea un mar roto de espumas. En el último noroeste se encuentra también Cape Wrath, el Cabo de la Ira, donde los páramos de las Highlands escocesas se asoman temerosos a un acantilado que cae a pico sobre un mar ancho y salvaje. También he ido allí y en un prado próximo a su faro he disfrutado la limpia soledad del paraje extremo. Y ahora toca este Cabo Espartel, punta noroccidental de Marruecos y de África, viejo finisterre fenicio y remate insustituible de nuestro viaje marroquí.