Desde los últimos barrios de Tánger, la carretera hacia el cabo recorre un paraje de colinas boscosas. Vemos a bastantes familias de picnic entre los árboles, o en los promontorios desde los que se contempla la ciudad en lontananza. Hay tráfico de excursionistas que regresan, aunque ya son menos los que nos acompañan en dirección al cabo. Por aquí se halla también el Mirador de Perdicaris, llamado así en homenaje al falso estadounidense secuestrado por el Raisuni. Ignoramos si haberle dado su nombre al mirador tiene algún fundamento concreto en la peripecia de aquel sujeto o si se trataba sólo de buscar algo que sonara para los turistas.
Al fin la carretera tuerce hacia el cabo propiamente dicho, siempre sin salir del bosque. Tras un recodo, aparece la torre amarilla del faro, de planta cuadrada y un vago aire morisco, mezcla de minarete y torreón defensivo, que le confiere cierta singularidad. Fueron los extranjeros, tras el acuerdo alcanzado en 1865 entre el sultán y el cuerpo diplomático acreditado en Tánger, quienes levantaron este faro sobre el Cabo Espartel. Sólo la torre sobresale en medio de la densa vegetación. El resto del edificio queda semioculto por una línea de palmeras. En su conjunto, la imagen, lánguidamente colonial, es digna del extremo africano, como lo es del español el macizo faro de Finisterre o corresponde al escocés el modesto faro blanco de Cape Wrath. Los cabos del fin del mundo no estarían completos sin su faro, que es a la vez su atalaya, su antorcha y su insignia.
El paisaje del cabo, por lo demás, no es muy impresionante. Al final de la carretera hay un aparcamiento y alrededor de él algunos puestos de recuerdos y baratijas. Desde aquí, los árboles impiden obtener una buena perspectiva del contorno oceánico. En los espacios que quedan abiertos a nuestra vista, se extiende esta tarde un mar de color gris azulado, con matices violetas. Hemos llegado a tiempo de ver ponerse el sol, cuyos rayos iluminan en un último esfuerzo la pared occidental del faro y levantan de la superficie del agua un destello melancólico. El Atlántico está hoy tan quieto que ni siquiera se le ve golpear los peñascos que emergen del agua en las inmediaciones del cabo. Al norte se adivina la costa española, y al oeste, donde el día muere por momentos, la inmensa distancia del océano inacabable. No sin esfuerzo conse guimos encontrar un sitio desde el que poder mirar también hacia el sur. Lo que desde él se nos ofrece es la larga línea de las playas que se extienden hasta Arcila, sesenta kilómetros de arena dorada que constituyen una de las principales atracciones turísticas de Tánger. La franja amarilla se prolonga hasta más allá de donde llega la vista.
Dejamos que nos anochezca en el Cabo Espartel. En la ciudad ya no hay ninguna atracción turística abierta y todo lo que podremos hacer es pasear por sus calles, para lo que tenemos todavía unas horas. No vamos a visitar ninguno de los muchos museos de Tánger, ni podremos tampoco conocer la propia ciudad con demasiada profundidad. Pero no importa, porque en nuestro viaje Tánger sólo es esto, el final, este híbrido irrepetible de Europa y África desde el que daremos el salto de regreso. Aquí se nos deshace entre los dedos Marruecos; aquí empezamos a sentir ya la nostalgia. Tánger, en su lenta ruina, es una ciudad apropiada para este tipo de sensaciones, y también es lugar a propósito este cabo que se alza silencioso y solitario sobre el océano.
Mirando el Atlántico sentimos la suave desolación del viajero a quien ya no aguardan más descubrimientos, la tristeza del iluso a quien ya no le cabe esperar más sorpresas. El viaje está cumplido y toda la meditación que hacemos en este instante final es que tendremos que volver. Ningún viaje es necesario ni sirve para mucho si no se siente al final esto, este deseo y esta convicción de que habrá que repetirlo algún día. Ningún viaje es verdadero, en el fondo, si no descubre una patria del alma a la que el alma quiera siempre retornar. Desde ahora, nuestras almas también son un poco marroquíes. Cuando el recuerdo de Marruecos nos reclame, como una droga, sufriremos el síndrome de abstinencia y nos dejaremos recaer. ¿Cuándo? ¿Cuántas veces? Que Alá lo decida.
7. Noche tangerina
De vuelta hacia el centro de Tánger, sintonizamos en la radio del coche una emisora española. Tarda bien poco en irrumpir la melodía de la indiscutible canción nacional del verano, La Flaca. Ahora que empezamos a prepararnos para volver, nos produce un regusto agridulce oírla. Es una canción pegadiza, en la que uno se deja ir con facilidad. Gracias a ella, seguimos viendo Marruecos, pero en nuestros oídos suena España, disfrazada de son caribeño. Imagino una terraza de Madrid, donde a estas horas puede estar sonando esta misma música. Mañana estaremos allí, y será placentero que al volver a oír esta canción nos acordemos de Tánger. A veces uno sospecha que lo mejor de la vida es la capacidad de juntar en cualquier parte y de cualquier manera las impresiones dejadas por todo lo que a uno le ha conmovido. Uno va haciendo acopio de impresiones y, en cualquier lugar donde se halle, todas esas impresiones conviven en su interior. Nadie tiene más, ni menos, que la suma de sus impresiones y sus heridas.
Nos acercamos hasta el puerto para comprar los pasajes del barco. Los conseguimos en un despacho de billetes de la avenue d'Espagne. De noche no se aprecia bien, pero la fila de los viejos edificios blancos que forman esta avenida es una de las imágenes más conocidas de Tánger, y la primera que sale en las películas cuya acción se sitúa en la ciudad. El despacho de billetes es un lugar cochambroso, un tanto siniestro. Nos atienden en español y nos suministran con diligencia nuestros pasajes. A la salida nos encontramos con un grupo de marroquíes que conducen un coche con matrícula de Valencia y que miran muy interesados el nuestro. Nos preguntan si somos españoles y no dejan de observarnos hasta que arrancamos y desaparecemos.
Antes de irnos trato de echar un vistazo al puerto, pero no es demasiado lo que se ve desde aquí. Recuerdo la historia (acaso algo novelada) que cuenta Reparaz que le sucedió en este mismo puerto de Tánger una noche de 1911. Al parecer paseaba solo por el muelle cuando unos hombres con navajas, afirma él que contratados por notables de la colonia española con la aquiescencia del rey, le salieron al paso con intenciones inequívocamente hostiles. Hacía poco que Reparaz había publicado su famoso artículo, al que debía ya la enemistad de casi toda la colonia, así que estaba prevenido. Según él, hizo ver a los matones que llevaba una pistola y los puso en fuga. La denuncia forma parte de un grueso alegato titulado Alfonso Xiii y sus cómplices, en el que acaba acusando al rey de absolutismo encubierto, connivencia en la malversación de fondos públicos y aceptación de sobornos (en forma de acciones liberadas de todas las sociedades que se constituían para negociar en África). Uniendo a todo eso la acusación de genocidio por los más de 60.000 españoles muertos en la guerra, Reparaz termina maldiciendo para siempre la monarquía. No es el libro más ecuánime de su autor, y en sus páginas se adivinan algunos rencores y llega a sospecharse cierto egocentrismo, pero en varias cosas tiene razón. Primera, en denunciar la torpe alianza entre los militares y el rey contra los políticos. Segunda, en sostener que en Marruecos las armas debían usarse lo justo, porque sólo con las armas no se iba a ninguna parte. Y tercera, en proclamar que la escabechina marroquí había de costarle la corona a quien fue su constante alentador.
Vamos al hotel. En un alarde de fortuna, aparcamos a apenas treinta metros de la puerta. La maniobra está ajustada y un anciano guardacoches viene en seguida a guiar a mi tío. Después se vuelve a una silla de tijera que tiene colocada en una esquina, para poder controlar más calles. Allí esperará a que volvamos para pagarle por su vigilancia.?Cuánto tiempo? Hasta mañana nosotros no moveremos el coche.
Después de cambiarnos de ropa, nos encontramos en el vestíbulo del hotel. Está lleno de familias, niños que corren aquí y allá y padres resignados que los gobiernan como buenamente pueden. La mayor parte son marroquíes. El hotel no está mal, aunque resulta un poco antiguo, como muchos de Marruecos. A veces a uno le sorprende encontrar tanto mobiliario de los años setenta, esa época en la que la fealdad de los objetos, instalada en las mentes de todos los diseñadores, nos tenía sitiados.
Salimos a dar una vuelta a pie por la ciudad. El boulevard Pasteur está esta noche de bote en bote. Los paseantes lo recorren arriba y abajo, muchos vestidos para la ocasión. Por la manera de moverse y la indumentaria, son en su mayoría marroquíes urbanos que vienen a Tánger de vacaciones. Pasan coches con la música alta, algunos con matrícula marroquí y muchos con matrícula extranjera, aunque en general son también marroquíes los conductores. En las tiendas, la mayoría de ellas abiertas (el horario comercial en Marruecos puede prolongarse casi indefinidamente), reina una escasa actividad. Cuando entramos a curiosear en un par de comercios, los vendedores se nos echan literalmente encima. Pero todo nos parece feo y caro y no compramos nada. Lo que sí compramos son varios cucuruchos de cacahuetes, a un dirham cada uno. Muchos de los transeúntes los van comiendo y no queremos ser menos.
Durante nuestra caminata, encontramos alguno de los vestigios de la ciudad internacional. Nos tropezamos con un instituto español, un centro judío o un liceo francés. En la terraza del boulevard Pasteur nos acodamos junto a los viejos cañones que en otro tiempo vigilaban la bahía. Hoy los niños se suben en ellos y el resto de la gente charla alrededor. Viene una brisa fresca que hace bajar la temperatura y que invita a quedarse aquí. Desde este lugar se siente la desidia de Tánger. Ninguno de sus habitantes parece estar interesado en defenderla frente al enjambre de visitantes que se enseñorean ruidosamente de sus calles sucias. Uno sospecha al tangerino en ese hombre que está sentado sobre un poyo con los ojos vacíos, o en aquel otro que camina por la avenida sin prisa y que observa en silencio el espectáculo de los forasteros. Será verdad que Tánger se muere y que a nadie le importa, y menos que nadie a quienes en ella viven o tan sólo subsisten. Cabe suponer que cualquiera de ellos cambiaría su agujero en la legendaria y decadente ciudad por un piso nuevo e insípido en un arrabal de la próspera Casablanca.