Precedidos por mi tío, nos internamos por las calles de la ciudad nueva. Estos barrios no resultan muy atrayentes. Son como los de cualquier ciudad de provincias, o más bien como los más astrosos de cualquier ciudad de provincias. La basura se amontona en la puerta de los comercios y atufa intensamente el ambiente. Las aceras están llenas de coches mal aparcados, que obstruyen todos los pasos. Y sin embargo, esta Tánger resulta familiar y hospitalaria, como si sus calles fueran las de nuestra propia ciudad. Es posible, incluso probable, que uno se sienta extranjero paseando por algunos rincones de la ciudad en la que vive y que en cambio sienta que pertenece a determinados espacios de otra en la que está de paso. La ciudad interior está hecha de retazos de varias ciudades diferentes, algunas lejanas, muchas imprevistas. La ciudad interior es esa ciudad por la que solemos pasear cuando la conciencia se ha retirado y el sueño decide, inapelable, a dónde vamos y en qué nos metemos. No nos sorprendería mucho que la próxima vez que nos soñemos, fuera en estas anónimas calles de Tánger.
No caminamos por aquí a bulto. Mis tíos nos conducen a un restaurante en el que suelen comer cuando vienen a Tánger. Lo regenta un judío y nos aseguran que es confortable y tranquilo. El restaurante resulta tener una terraza en un callejón peatonal, donde nos instalamos. La noche se ha quedado fantástica, ni fría ni calurosa. El dueño saluda a mi tío y nos preguntan qué vamos a comer. Todos lo tenemos claro. Es la última noche y no podemos dejar de pedir pinchos de carne. Los pinchos de carne de Marruecos no se parecen mucho a los que normalmente le sirven a uno en España. Para empezar aquí la carne no es de cerdo, sino de cordero, y la aromática combinación de especias tiene un grado de refinamiento bastante superior al grosero adobo de los pinchos españoles.
Mientras damos cuenta de nuestra cena bajo el cielo estrellado de la noche tangerina, hablamos con mis tíos del futuro. No es un momento demasiado bueno en Marruecos. Hay crisis económica y sobre todo una crisis social. El auge de los integristas islámicos, especialmente intenso en los barrios humildes de las ciudades, no es un fenómeno casual. Cuando la gente no encuentra pan y el gobierno no le ofrece soluciones, la predisposición a pedírselas a Alá se incrementa. En teoría el rey es el príncipe de los creyentes y jefe religioso del país, pero no es difícil para los líderes integristas defender ante la gente que el Islam que ellos predican es más puro. A fin de cuentas ellos no juegan al golf, ni tienen debilidad por los lujos, occidentales o no. Pese a todo, existe una relativa convicción de que mientras el rey viva y siga con su política de mano dura frente al fanatismo religioso, el problema estará controlado. De lo que pase después, ya nadie responde. Se percibe incluso un fatalismo, una resignación a que todo empeore o aun llegue a los extremos dementes de Argelia. De momento la frontera está cerrada, pero a nadie se le oculta que ésa no es la solución. Algunos tienen sus ilusiones puestas en las elecciones del año próximo, en que la oposición al gobierno actual gane * y el rey no impida las reformas que todos piden a gritos. Muchos dudan de que eso sea suficiente.
Después de repasar este panorama, el gesto de mis tíos se vuelve sombrío. Si las cosas se pudren como en Argelia, tendrán que irse, porque mi tía pasaría a ser un objetivo de la venganza integrista. Tampoco creen que mis primas, a la larga, vayan a quedarse en Marruecos. Es duro que cuando uno se acerca a la vejez acudan al horizonte semejantes nubarrones y la vida entera se llene de incertidumbre. Pero no quieren que nuestras últimas horas en Marruecos transcurran en torno a estos asuntos.
– De momento la cosa no es grave -trata de animarse mi tía-. Así que tenéis que venir más, y tú tienes que traer a tu mujer. Podéis hacer una escapada a Agadir, que es un sitio precioso, limpio y cuidado como Europa.
Al final de la cena, tomamos un té. Lo saboreamos despacio, mientras la brisa nos acaricia el rostro. Hemos aprendido a hacerlo y hemos comprado teteras y té verde. La hierbabuena podemos cultivarla nosotros mismos. Tomar este té en Madrid será un rito de recuerdo. Mientras alcemos la tetera para hacer espuma, evocaremos los tés que tomamos en Nador, Alhucemas, Meknés, o este último de Tánger. Y haremos los tres vertidos de los tuaregs del desierto: el que es amargo como la vida, el que es dulce como el amor, el que es suave como la muerte.
Antes de acostarme me asomo a la terraza de la habitación del hotel, sobre el boulevard Mohammed V. La avenida está bastante iluminada, pero el resto de la ciudad tiene una luz débil. Brillan las estrellas en lo alto y me acuerdo de un pasaje de Reparaz, escrito en el exilio argentino muchos años después, donde el geógrafo evoca las noches que se pasaba extasiado en su azotea de Tánger, mientras contemplaba las constelaciones en el firmamento que se extendía sobre su cabeza llena de proyectos frustrados. También soy partidario de las terrazas y las azoteas, y aunque este balcón no sea demasiado amplio, me quedo un rato sentado en él con la cara vuelta al cielo. No quiero pensar en nada, y menos aún quiero improvisar resúmenes que siempre son falsos e inútiles. Sólo tengo ante mí las estrellas sobre Tánger y el silencio que se apodera de la ciudad.
Vuelvo a asomarme un cuarto de hora después y en una esquina diviso a al guien que me resulta conocido. Es el viejecillo que nos guarda el coche. Está sentado en su silla de tijera y se frota las manos. De pronto hace un poco de frío, y más para un hombre de su edad. Comprendo con un sobresalto que va a pasarse la noche en vela, y que mañana, cuando vayamos a recoger el coche, nos estará esperando para mostrarnos que no ha sufrido ningún daño y recibir su recompensa. Será más de lo normal, pongamos unos cinco dirhams. O lo que es lo mismo, setenta y cinco pesetas. Una noche de vela y frío por setenta y cinco pesetas. Y el viejecillo no se quejará de su suerte. Me dirijo a la cama con un amargo sentimiento de vergüenza.
Epílogo En el Estrecho
Los últimos instantes en Tánger se suceden como un sueño. El despertar, el desayuno, el recorrido por la ciudad recién desperezada bajo un cielo repentinamente gris. En seguida estamos en la avenue d'Espagne, ante la imagen hoy diurna e inconfundible de las fachadas que dan al puerto. Sobre ellas asoman unos árboles y algunas casas de la medina. Una vez dentro del puerto, mis tíos nos acompañan hasta el mismo control de pasaportes, aunque les insistimos en que no deben molestarse. Mi tío se empeña incluso en buscar a algún conocido que nos facilite el paso por la aduana. No llevamos nada especial y tampoco es necesario, protestamos, pero todo es inútil. Al final encuentra al conocido y nuestros bolsos son muy someramente registrados.
En el control de pasaportes, una despistada española, que anda peleando con el formulario de salida, nos pregunta qué significa prénom. Luego perderá su barco y tendrá que coger el nuestro, aunque había pagado uno más caro y más rápido. También hay unos nórdicos bastante desastrados, con pinta de haberse recorrido Marruecos a pie. El resto son cuatro o cinco españoles y una veintena de marroquíes. No parece que el transbordador vaya a llevar exceso de carga esta mañana.
Nos despedimos de mis tíos casi en la escalera del barco. Nos dan recuerdos para la familia en Madrid y nos piden que volvamos, más veces, más tiempo, siempre que queramos. Les prometemos que lo haremos. Se quedan tristes, como siempre que se ve a alguien irse en un barco. Los barcos tienen un no sé qué de irreversible, o quizá sea que siempre parecen conducir a la gente a largas ausencias. Intuyo que en parte, la tristeza de mis tíos tiene otras razones. La distancia entre Rabat y Madrid ha provocado que no nos hayamos visto mucho y que tampoco nos conozcamos como es normal entre tíos y sobrinos. Quizá en este viaje nos hemos acercado como nunca antes. Recorrer juntos un camino es un vínculo de los que la vida instituye; uno de ésos que duran para siempre.
Es la segunda vez que zarpo de Tánger. La primera fue hace tres décadas, cuando vine con mis padres siendo un renacuajo. En aquella ocasión iba a bordo del Ibn Battouta, un barco marroquí así llamado en homenaje al célebre viajero tangerino. Hoy vamos en un transbordador español. Me quedo en cubierta mientras el barco se separa del muelle y mucho después, cuando Tánger empieza a quedarse atrás, blanca y armoniosa. Es verdad que desde el mar tiene un gran encanto, como ya apuntara Domingo Badía hace dos siglos, cuando la ciudad era sólo la medina. Los edificios apiñados sobre sus colinas suaves, el minarete de la gran mezquita, las man chas verdes de los parques; entre todos forman un conjunto de sutil belleza, bajo el cielo gris de nuestra última mañana en África.
El barco navega con rumbo este, siguiendo la costa. Pasamos frente al cabo Malabata y un rato después frente a la playa de Alcazarseguer. Podemos verla por un momento como la vio mi abuelo cuando estaba a punto de desembarcar allí. Avanzamos contra el sol, y el mar, bastante encalmado para lo que aquí es corriente, nos deslumbra con el reflejo de su superficie. A estribor divisamos la línea montañosa de Marruecos, a babor la línea igualmente montañosa de España. Apenas se diferencian los dos paisajes, y la simetría alcanza su máxima perfección cuando aparecen a una orilla la mole de granito del Yebel Musa y a la otra la silueta del peñón de Gibraltar. Las aguas están llenas de pequeñas barcas de pescadores, que navegan en todo momento con ambas costas a la vista. Saludan al barco y los niños que van en cubierta les devuelven el saludo con gran alboroto, alternando el francés y el árabe: