¿Materialismo? ¿Materialismo decís? Sin duda; pero es que nuestro espíritu es también alguna especie de materia o no es nada. Tiemblo ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia. Si, acaso esto merece el nombre de materialismo, y si a Dios me agarro con mis potencias y mis sentidos todos, es para que Él me lleve en sus brazos allende la muerte, mirándome con su cielo a los ojos cuando se me vayan estos a apagar para siempre. ¿Que me engaño? ¡No me habléis de engaño y dejadme vivir!
Llaman también a esto orgullo; «hediondo orgullo» le llamó Leopardi, y nos preguntan que quiénes somos, viles gusanos de la tierra, para pretender inmortalidad; ¿en gracia a qué? ¿Para qué? ¿Con qué derecho? ¿En gracia a qué?, preguntáis, ¿y en gracia a qué vivimos? ¿Para qué?, ¿y para qué somos? ¿Con qué derecho? ¿Y con qué derecho somos? Tan gratuito es existir, como seguir existiendo siempre. No hablemos de gracia, ni de derecho, ni del para qué de nuestro anhelo que es un fin en sí, porque perderemos la razón en un remolino de absurdos. No reclamo derecho ni merecimiento alguno; es sólo una necesidad, lo que necesito para vivir.
¿Y quién eres tú?, me preguntas, y con Obermann te contesto: ¡para el universo nada, para mí todo! ¿Orgullo? ¿Orgullo querer ser inmortal? ¡Pobres hombres! Trágico hado, sin duda, el tener que cimentar en la movediza y deleznable piedra del deseo de inmortalidad la afirmación de esta; pero torpeza grande condenar el anhelo por creer probado, sin probarlo que no sea conseguidero. ¿Que sueño...? Dejadme soñar; si ese sueño es mi vida, no me despertéis de él. Creo en el inmortal origen de este anhelo de inmortalidad que es la sustancia misma de mi alma. ¿Pero de veras creo en ello...? ¿Y para qué quieres ser inmortal?, me preguntas, ¿para qué? No entiendo la pregunta francamente, porque es preguntar la razón de la razón, el fin del fin, el principio del principio.
Pero de estas cosas no se puede hablar.
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que a donde quiera que fuese Pablo se concitaban contra él los celosos judíos para perseguirle. Apedreáronle en Iconio y en Listra, ciudades de Licaonia, a pesar de las maravillas que en la última obró; le azotaron en Filipos de Macedonia y le persiguieron sus hermanos de raza en Tesalónica y en Berea. Pero llegó a Atenas, a la noble ciudad de los intelectuales, sobre la que velaba el alma excelsa de Platón, el de la hermosura del riesgo de ser inmortal, y allí disputó Pablo con epicúreos y estoicos, que decían de él, o bien: ¿qué quiere decir este charlatán (οπερμολόγοζ)?, o bien: ¡parece que es predicador de nuevos dioses! (Hechos, XVII, 18), y «tomándole le llevaron al Areópago, diciendo: podremos saber qué sea esta nueva doctrina que dices, porque traes a nuestros oídos cosas peregrinas, y queremos saber qué quiere decir eso» (versículos 19-20), añadiendo el libro esta maravillosa caracterización de aquellos atenienses de la decadencia, de aquellos lamineros y golosos de curiosidades, pues «entonces los atenienses todos y sus huéspedes extranjeros no se ocupaban de otra cosa sino en decir o en oír algo de más nuevo» (v. 21). ¡Rasgo maravilloso, que nos pinta a qué habían venido a parar los que aprendieron en la Odisea que los dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los venideros tengan algo que contar!
Ya está, pues, Pablo ante los refinados atenienses, ante los graeculos, los hombres cultos y tolerantes que admiten toda doctrina, toda la estudian y a nadie apedrean ni azotan ni encarcelan por profesar estas o las otras; ya está donde se respeta la libertad de conciencia y se oye y se escucha todo parecer. Y alza la voz allí, en medio del Areópago, y les habla como cumplía a los cultos ciudadanos de Atenas, y todos, ansiosos de la última novedad, le oyen, mas cuando llega a hablarles de la resurrección de los muertos, se les acaba la paciencia y la tolerancia, y unos se burlan de él y otros le dicen: «¡ya oiremos otra vez de esto!», con propósito de no oírle. Y una cosa parecida le ocurrió en Cesarea con el pretor romano Félix, hombre también tolerante y culto, que le alivió de la pesadumbre de su prisión, y quiso oírle y le oyó disertar de la justicia y de la continencia; mas al llegar al juicio venidero, le dijo espantado (έμφοβοζ γενομ ένοζ): «¡Ahora vete, te volveré a llamar cuando cuadre!» (Hechos, XXIV, 22-25). Y cuando hablaba ante el rey Agripa, al oírle Festo, el gobernador, decir de resurrección de muertos, exclamó: «Estás loco, Pablo; las muchas letras te han vuelto loco» (Hechos, XXVI, 24).
Sea lo que fuere de la verdad del discurso de Pablo en el Areópago, y aun cuando no lo hubiere habido, es lo cierto que en este relato admirable se ve hasta dónde llega la tolerancia ática y dónde acaba la paciencia de los intelectuales. Os oyen todos en calma, y sonrientes, y a las veces os animan diciéndoos: ¡es curioso!, o bien, ¡tiene ingenio!, o ¡es sugestivo!, o ¡qué hermosura!, o ¡lástima que no sea verdad tanta belleza!, o ¡eso hace pensar!; pero así que les habláis de resurrección y de vida allende la muerte, se les acaba la paciencia y os atajan la palabra diciéndoos: ¡dejadlo, otro día hablarás de esto!; y es de esto, mis pobres atenienses, mis intolerables intelectuales, es de esto de lo que voy a hablaros aquí.
Y aun si esa creencia fuese absurda, ¿por qué se tolera menos el que se les exponga que otras muchas más absurdas aún? ¿Por qué esa evidente hostilidad a tal creencia? ¿Es miedo? ¿Es acaso pesar de no poder compartirla?
Y vuelven los sensatos, los que no están a dejarse en gañar, y nos machacan los oídos con el sonsonete de que no sirve entregarse a la locura y dar coces contra el aguijón, pues lo que no puede ser es imposible. Lo viril, dicen, es resignarse a la suerte, y pues no somos inmortales, no queramos serlo; sojuzguémonos a la razón sin acongojarnos por lo irremediable, entenebreciendo y entristeciendo la vida. Esa obsesión, añaden, es una enfermedad. Enfermedad, locura, razón... ¡el estribillo de siempre! Pues bien: ¡no! No me someto a la razón y me rebelo contra ella, y tiro a crear en fuerza de fe a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros, porque si tuviéramos fe como un gramo de mostaza, diríamos a ese monte: pásate de ahí, y se pasaría, y nada nos sería imposible (Mat. XVII, 20).
Ahí tenéis a ese ladrón de energías, como él llamaba torpemente al Cristo, que quiso casar al nihilismo con la lucha por la existencia, y os habla de valor. Su corazón le pedía el todo eterno, mientras su cabeza le enseñaba la nada, y desesperado y loco para defenderse de sí mismo, maldijo de lo que más amaba. Al no poder ser Cristo, blasfemó del Cristo. Henchido de sí mismo, se quiso inacabable y soñó con la vuelta eterna, mezquino remedio de la inmortalidad, y lleno de lástima hacia sí, abominó de toda lástima. ¡Y hay quien dice que es la suya filosofía de hombre fuerte! No; no lo es. Mi salud y mi fortaleza me empujan a perpetuarme. ¡Esa es doctrina de endebles que aspiran a ser fuertes; pero no de fuertes que lo son! Sólo los débiles se resignan a la muerte final, y sustituyen con otro el anhelo de inmortalidad personal. En los fuertes, el ansia de perpetuidad sobrepuja a la duda de lograrla y su rebose de vida se vierte al más allá de la muerte.