Y este erostratismo, ¿qué es en el fondo, sino ansia de inmortalidad, ya que no de sustancia y bulto, al menos de nombre y sombra?
Y hay en ellos sus grados. El que desprecia el aplauso de la muchedumbre de hoy, es que busca sobrevivir en renovadas minorías durante generaciones. «La posteridad es una superposición de minorías», decía Gounod. Quiere prolongarse en tiempo más que en espacio. Los ídolos de las muchedumbres son pronto derribados por ellas mis mas, y su estatua se deshace al pie del pedestal sin que la mire nadie, mientras que quienes ganan el corazón de los escogidos recibirán más largo tiempo fervoroso culto en una capilla siquiera recogida y pequeña, pero que salvará
las avenidas del olvido. Sacrifica el artista la extensión de su fama a su duración; ansía más durar por siempre en un rinconcito, a no brillar un segundo en el universo todo; quiere más ser átomo eterno y consciente de sí mismo que momentánea conciencia del universo todo; sacrifica la infinidad a la eternidad.
Y vuelven a molernos los oídos con el estribillo aquel de ¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Orgullo querer dejar nombre imborrable? ¿Orgullo? Es como cuando se habla de sed de placeres, interpretando así la sed de riquezas. No, no es tanto ansia de procurarse placeres cuanto el terror a la pobreza lo que nos arrastra a los pobres hombres a buscar el dinero, como no era el deseo de gloria, sino el terror al infierno lo que arrastraba a los hombres en la Edad Media al claustro con su acedía. Ni esto es orgullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo, por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada. Queremos salvar nuestra memoria, siquiera nuestra memoria. ¿Cuánto durará? A lo sumo lo que durase el linaje humano. ¿Y si salváramos nuestra memoria en Dios?
Todo esto que confieso son, bien lo sé, miserias; pero del fondo de estas miserias surge vida nueva, y sólo apurando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gustar la miel del poso de la copa de la vida. La congoja nos lleva al consuelo.
Esa sed de vida eterna apáganla muchos, los sencillos sobre todo, en la fuente de la fe religiosa; pero no a todos es dado beber de ella. La institución cuyo fin primordial es proteger esa fe en la inmortalidad personal del alma es el catolicismo; pero el catolicismo ha querido racionalizar esa fe haciendo de la religión teología, queriendo dar por base a la creencia vital una filosofía y una filosofía del siglo XIII. Vamos a verlo y ver sus consecuencias.
IV La esencia del catolicismo
Vengamos ahora a la solución cristiana católica, pauliniana o atanasiana, de nuestro íntimo problema vitaclass="underline" el hambre de inmortalidad.
Brotó el cristianismo de la confluencia de dos grandes corrientes espirituales, la una judaica y la otra helénica , ya de antes influidas mutuamente, y Roma acabó por darle sello práctico y permanencia social.
Hase afirmado del cristianismo primitivo, acaso con precipitación, que fue anescatológico, que en él no aparece claramente la fe en otra vida después de la muerte, sino en un próximo fin del mundo y establecimiento del reino de Dios, en el llamado quiliasmo. ¿Y es que no eran en el fondo una misma cosa? La fe en la inmortalidad del alma, cuya condición tal vez no se precisaba mucho, cabe decir que es una especie de subentendido, de supuesto tácito, en el Evangelio todo, y es la situación del espíritu de muchos de los que hoy le leen, situación opuesta a la de los cristianos de entre quienes brotó el Evangelio, lo que les impide verlo. Sin duda, que todo aquello de la segunda venida de Cristo, con gran poder, rodeado de majestad y entre nubes, para juzgar a muertos y a vivos, abrir a los unos el reino de los cielos y echar a los otros a la gehena, donde será el lloro y el crujir de dientes, cabe entenderlo quiliásticamente, y aún se hace decir al Cristo en el Evangelio (Marcos IX, 1), que había con él algunos que no gustarían de la muerte sin haber visto el reino de Dios; esto es, que vendría durante su generación; y el mismo capítulo, versículo 10, se hace decir a Jacobo, a Pedro y a Juan, que con Jesús subieron al monte de la transfiguración y le oyeron hablar de que resucitaría de entre los muertos aquello de: «y guardaron el dicho consigo, razonando unos con otros sobre qué sería eso de resucitar de entre los muertos».Y en todo caso, el Evangelio se compuso cuando esa creencia, base y razón de ser del cristianismo, se estaba formando. Véase en Mateo XXII, 29-32; en Marcos XII, 24- 27; en Lucas XVI, 23 -31; XX, 34-37; en Juan V, 24-29; VI, 40, 54, 58; VIII, 51; XI, 25, 26; XIV, 2, 19. Y sobre todo, aquello de Mateo XXVII, 52, de que al resucitar el Cristo «muchos cuerpos santos que dormían resucitaron».
Y no era esta una resurrección natural, no. La fe cristiana nació de la fe de que Jesús no permaneció muerto, sino que Dios le resucitó y que esta resurrección era un hecho; pero eso no suponía una mera inmortalidad del alma, al modo filosófico. (Véase Harnack, Dogmengeschichte. Prologómena, 5.4.) Para los primeros Padres de la Iglesia mismos, la inmortalidad del alma no era algo natural; bastaba para su demostración, como dice Nemesio, la enseñanza de las Divinas Escrituras, y era, según Lactancio, un don -y como tal gratuito- de Dios. Pero sobre esto más adelante.
Brotó, decíamos, el cristianismo de una confluencia de los dos grandes procesos espirituales, judaico y helénico, cada uno de los cuales había llegado por su parte, si no a la definición precisa, al preciso anhelo de otra vida. No fue entre los judíos ni general ni clara la fe en otra vida; pero a ella les llevó la fe en un Dios personal y vivo, cuya formación es toda su historia espiritual.
Yavé, el dios judaico, empezó siendo un dios entre otros muchos, el dios del pueblo de Israel, revelado entre el fragor de la tormenta en el monte Sinaí. Pero era tan celoso, que exigía se le rindiese culto a él solo, y fue por el monocultismo como los judíos llegaron al monoteísmo. Era adorado como fuerza viva, no como entidad metafísica, y era el dios de las batallas. Pero este dios, de origen social y guerrero, sobre cuya génesis hemos de volver, se hizo más íntimo y personal en los profetas, y al hacerse más íntimo y personal, más individual y más universal, por lo tanto. Es Yavé, que ama a Israel no por ser hijo suyo, sino que le toma por hijo porque le ama (Oseas XI, 1). Y la fe en el Dios personal, en el Padre de los hombres, lleva consigo la fe en la eternización del hombre individual, ya que en el fariseísmo alborea, aun antes de Cristo.
La cultura helénica, por su parte, acabó descubriendo la muerte, y descubrir la muerte es descubrir el hambre de inmortalidad. No aparece este anhelo en los poemas homéricos que no son algo inicial, sino finaclass="underline" no el arranque, sino el término de una civilización. Ellos marcan el paso de la vieja religión de la Naturaleza, la de Zeus, a la religión más espiritual de Apolo, la de la redención. Mas en el fondo persistía siempre la religión popular e íntima de los misterios eleusinos, el culto de las almas y de los antepasados. «En cuanto cabe hablar de una teología délfica, hay que tomar en cuenta, entre los más importantes elementos de ella, la fe en la continuación de la vida de las almas después de la muerte en sus formas populares y en el culto a las almas de los difuntos», escribe Rhode. Había lo titánico y lo dionisiaco, y el hombre debía, según la doctrina órfica, libertarse de los lazos del cuerpo en que estaba el alma como prisionera en una cárcel. (Véase Rhode, Psyche, «Die Orphiker», 4.) La noción nietzschiana de la vuelta eterna es una idea órfica. Pero la idea de la inmortalidad del alma no fue un principio filosófico. El intento de Empédocles de hermanar un sistema hilozoístico con el espiritualismo, probó que una ciencia natural filosófica no puede llevar por sí a corroborar el axioma de la perpetuidad del alma individual; sólo podía servir de apoyo a una especulación teológica. Los prime ros filósofos griegos afirmaron la inmortalidad por contradicción, saliéndose de la filosofía natural y entrando en la teología, asentando un dogma dionisiaco y órfico, no apolíneo. Pero «una inmortalidad del alma humana como tal, en virtud de su propia naturaleza y condición como imperecedera fuerza divina en el cuerpo mortal, no ha sido jamás objeto de la fe popular helénica» (Rhode, obra citada).