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Y en un teólogo protestante, en Ernesto Troeltsch, he leído que lo más alto que el protestantismo ha producido en el orden conceptual es en el arte de la música, donde le ha dado Bach su más poderosa expresión artística. ¡En eso se disuelve el protestantismo, en música celestial! Y podemos decir, en cambio, que la más alta expresión artística católica, por lo menos española, es en el arte más material, tangible y permanente -pues a los sonidos se los lleva el aire- de la escultura y la pintura, en el Cristo de Velázquez, ¡en ese Cristo que está siempre muriéndose sin acabar nunca de morirse, para darnos vida!

¡Y no es que el catolicismo abandone lo ético, no! No hay religión moderna que pueda soslayarlo. Pero esta nuestra es en su fondo, y en gran parte, aunque sus doctores protesten contra esto, un compromiso entre la escatología y la moral, aquella puesta al servicio de esta. ¿Qué otra cosa es sino ese horror de las penas eternas del infierno que tan mal se compadece con la apocatástasis pauliniana? Atengámonos a aquello que la Theología deutsch, el manual mítico que Lutero leía, hace decir a Dios y es: «Si he de recompensar tu maldad tengo que hacerlo con bien, pues ni soy ni tengo otra cosa.» Y el Cristo dijo: «Padre, perdónalos, pues no saben lo que se hacen», y no hay hombre que sepa lo que se hace. Pero ha sido menester convertir a la religión, a beneficio del orden social, en policía, y de ahí el infierno. El cristianismo oriental o griego es predominantemente escatológico, predominantemente ético el protestantismo, y el catolicismo un compromiso entre ambas cosas, aunque con predominancia de lo primero. La más genuina moral católica, la ascética monástica, es moral de escatología enderezada a la salvación del alma individual más que al mantenimiento de la sociedad. Y en el culto a la virginidad, ¡no habrá acaso una cierta oscura idea de que el perpetuarse en otros estorba la propia perpetuación? La moral ascética es una moral negativa. Y, en rigor, lo importante es no morirse, péquese o no. Ni hay que tomar muy a la letra, sino como una efusión lírica y más bien retórica, aquello de nuestro célebre soneto:

No me mueve, mi Dios, para quererte,

el cielo que me tienes prometido,

y lo que sigue.

El verdadero pecado, acaso el pecado contra el Espíritu Santo, que no tiene remisión, es el pecado de herejía, el de pensar por cuenta propia. Ya se ha oído aquí, en nuestra España, que ser liberal, esto es, hereje, es peor que ser asesino, ladrón o adúltero. El pecado más grave es no obedecer a la Iglesia, cuya infalibilidad nos defiende de la razón.

¿Y por qué ha de escandalizar la infalibilidad de un hombre, del Papa? ¿Qué más da que sea infalible un libro: la Biblia, una sociedad de hombres: la Iglesia, o un hombre solo? ¿Cambia por eso la dificultad racional de esencia? Y pues no siendo más racional la infalibilidad de un libro o la de una sociedad que la de un hombre solo, había que asentar este supremo escándalo para el racionalismo.

Es lo vital que se afirma, y para afirmarse crea, sirviéndose de lo racional, su enemigo, toda una construcción dogmática, y la Iglesia a l defiende contra racionalismo, contra protestantismo y contra modernismo. Defiende la vida. Salió al paso Galileo, e hizo bien, porque su descubrimiento, en un principio, y hasta acomodarlo a la economía de los conocimientos humanos, tendía a quebrantar la creencia antropocéntrica de que el universo ha sido creado para el hombre; se opuso a Darwin, e hizo bien, porque el darwinismo tiende a quebrantar nuestra creencia de que es el hombre un animal de excepción, creado expreso para ser eternizado. Y, por último, Pío IX, el primer pontífice declarado infalible, declaróse irreconciliable con la llamada civilización moderna. Ehizo bien.

Loisy, el ex abate católico, dijo: «Digo sencillamente que la Iglesia y la teología no han favorecido el movimiento científico, sino que lo han estorbado más bien en cuanto de ellas dependía, en ciertas ocasiones decisivas; digo, sobre todo, que la enseñanza católica no se ha asociado ni acomodado a ese movimiento. La teología se ha comportado y se comporta todavía como si poseyese en sí misma una ciencia de la naturaleza y una ciencia de la historia con la filosofía general de estas cosas que resultan de su conocimiento científico. Diríase que el dominio de la teología y el de la ciencia, distintos en principio y hasta por definición del concilio del Vaticano, no deben serlo en la práctica. Todo pasa poco más o menos como si la teología no tuviese nada que aprender de la ciencia moderna, natural o histórica, y que estuviese en disposición y en derecho de ejercer por sí misma una inspección directa y absoluta sobre todo el trabajo del espíritu humano» (Autour d'un petit livre, pags. 211-212).

Y así tiene que ser y así es en su lucha con el modernismo de que fue Loisy doctor y caudillo.

La lucha reciente contra el modernismo kantiano y fideísta es una lucha por la vida. ¿Puede acaso la vida, la vida que busca seguridad de la supervivencia, tolerar que un Loisy, sacerdote católico, afirme que la resurrección del Salvador no es un hecho de orden histórico, demostrable y demostrado por el solo testimonio de la historia? Leed, por otra parte, en la excelente obra de E. Le Roy, Dogme et Critique, su exposición del dogma central, el de la resurrección de Jesús, y decidme si queda algo sólido en que apoyar nuestra esperanza. ¿No ven que más que de la vida inmortal de Cristo, reducida acaso a una vida en la conciencia colectiva cristiana, se trata de una garantía de nuestra resurrección personal, en alma y también en cuerpo? Esa nueva apologética psicológica apela al milagro mo ral, y nosotros, como los judíos, queremos señales, algo que se pueda agarrar con todas las potencias del alma y con todos los sentidos del cuerpo. Y con las manos y los pies y la boca si es posible.

Pero ¡ay! que no lo conseguimos; la razón ataca, y la fe, que no se siente sin ella segura, tiene que pactar con ella. Y de aquí vienen las trágicas contradicciones y las desgarraduras de conciencia. Necesitamos seguridad, certeza, señales, y se va a los motiva credibilitatis, a los mo tivos de credibilidad, para fundar el rationale obsequium, y aunque la fe precede a la razón, fides praecedit rationem, según san Agustín, este mismo doctor y obispo quería ir por la fe a la inteligencia, per fidem ad intellectum, y creer para entender credo ut intelligam. Cuán lejos de aquella soberbia expresión de Tertuliano: et sepultus resurrexit, certum est quia imposible est! «y sepultado resucitó: es cierto porque es imposible», y su excelso: credo quia absurdum!, escándalo de racionalistas. ¡Cuán lejos de il faut s'abétir, de -Pascal, y de aquel «la razón humana ama el absurdo», de nuestro Donoso Cortés, que debió aprenderlo del gran José de Maistre!