Tomad la Summa Theologica, de santo Tomás, el clá sico monumento de la teología -esto es, de la aboga - cía- católica, y abridla por dondequiera. Lo primero la tesis: utrum... si tal cosa es así o de otro modo; en seguida las objeciones: sed contra est... o respondeo dicendum... Pura abogacía. Y en el fondo de una gran parte, acaso de la mayoría de sus argumentos hallaréis una falacia lógica que puede expresarse more scholastico con este silogismo: Yo no comprendo este hecho sino dándole esta explicación; es así que tengo que comprenderlo, luego esta tiene que ser su explicación. O me quedo sin comprenderlo. La verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar; la abogacía ni duda ni cree que ignora. Necesita de una solución.
A este estado de ánimo en que se supone, más o menos a conciencia, que tenemos que conocer una solución, acompaña aquello de las funestas consecuencias. Coged cualquier libro apologético, es decir, de teología abogadesca, y veréis con qué frecuencia os econtrareis con epígrafes que dicen: «Funestas consecuencias de esta doctrina.» Y las consecuencias funestas de una doctrina, probarán, a lo sumo, que esta doctrina es funesta, pero no que es falsa, porque falta probar que lo verdadero sea lo que más conviene. La identificación de la verdad y el bien no es más que un piadoso deseo. A. Vinet, en sus Études sur Blaise Pascal, dice: «De las dos necesidades que trabajan sin cesar a la naturaleza humana, la de la felicidad no es sólo la más universalmente sentida y más constantemente experimentada, sino que es también la más imperiosa. Y esta necesidad no es sólo sensitiva; es intelectual. No sólo para el alma, sino también para el espíritu, es una necesidad la dicha. La dicha forma parte de la verdad.» Esta proposición última: le bonheur fait partie de la vérité, es una proposición profundamente abogadesca, pero no científica ni de razón pura.
Mejor sería decir que la verdad forma parte de la dicha en un sentido tertulianesco, de credo quia absurdum, que en rigor quiere decir: credo quia consolans, creo porque es cosa que me consuela.
No, para la razón, la verdad es lo que se puede demostrar que es, que existe, consuélenos o no. Y la razón no es ciertamente una facultad consoladora. Aquel terrible poeta latino, Lucrecio, bajo cuya aparente serenidad y ataraxia epicúrea tanta desesperación se cela, decía que la piedad consiste en poder contemplarlo todo con el alma serena, pacata posse mente omnia tueri. Y fue este Lucrecio el mismo que escribió que la religión puede inducirnos a tantos males: tantum religio potuit suadere malorum. Y es que la religión, y sobre todo la cristiana más tarde, fue, como dice el Apóstol, un escándalo para los judíos y una locura para los intelectuales. Tácito llamó a la religión cristiana, a la de la inmortalidad del alma, perniciosa superstición, exitialis superstitio, afirmando que envolvía uno dio al género humano, odium generis hu mani.
Hablando de la época de estos hombres, de la época más genuinamente racionalista, escribía Flaubert a ma dame Roger de Genettes estas preñadas palabras: «Tiene usted razón; hay que hablar con respeto de Lucrecio; no le veo comparable sino a Byron, y Byron no tiene ni su gravedad ni la sinceridad de su tristeza. La melancolía antigua me parece más profunda que la de los modernos, que sobrentienden todos más o menos la inmortalidad de más allá del agujero negro. Pero para los antiguos este agujero negro era el infinito mismo; sus ensueños se dibujan y pasan sobre un fondo de ébano inmutable. No existiendo ya los dioses, y no existiendo todavía Cristo, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en que el hombre estuvo solo. En ninguna parte encuentro esta grandeza; pero lo que hace a Lucrecio intolerable es su física, que da como positiva. Si es débil, es por no haber dudado bastante, ha querido explicar, ¡concluir!».
Sí, Lucrecio quiso concluir, solucionar y, lo que es peor, quiso hallar en la razón consuelo. Porque hay también una abogacía antiteológica y un odium antitheologicum.
Muchos, muchísimos hombres de ciencia, la mayoría de los que se llaman a sí mismos racionalistas, lo padecen. El racionalista se conduce racionalmente, esto es, está en su papel mientras se limita a negar que la razón satisfaga a nuestra hambre vital de inmortalidad; pero, pronto poseído de la rabia de no poder creer, cae en la irritación del odium antitheologicum, y dice con los fariseos: «Es tos vulgares que no saben la ley, son malditos.» Hay mu cho de verdad en aquellas palabras de Soloviev: «Presiento la proximidad de tiempos en que los cristianos se reúnan de nuevo en las catacumbas porque se persiga la fe, acaso de una manera menos brutal que en la época de Nerón, pero con un rigor no menos refinado, por la mentira, la burla y todas las
hipocresías.»
El odio antiteológico, la rabia cientificista -no digo científica - contra la fe en otra vida, es evidente. Tomad no a los más serenos investigadores científicos, los que saben dudar, sino a los fanáticos del racionalismo, y ved con qué grosera brutalidad hablan de la fe. A Vogt le parecía probable que los apóstoles ofreciesen en la estructura del cráneo marcados caracteres simianos; de las groserías de Haeckel, este supremo incomprensivo, no hay que hablar; tampoco de las de Büchner; Virchov mismo no se ve libre de ellas. Y otros lo hacen más sutilmente. Hay gentes que parece como si no se limitasen a creer que haya otra vida, o mejor dicho, a creer que no la hay, sino que les molesta y duele que otros crean en ella, o hasta que quieran que la haya. Y esta posición es despreciable así como es digna de respeto la de aquel que, empeñándose en creer que la hay, porque la necesita, no logra creerlo. Pero de este nobilísimo, y el más profundo, y el más humano, y el más
fecundo estado de ánimo, el de la desesperación, hablaremos más adelante.
Y los racionalistas que no caen en la rabia antiteológica se empeñan en convencer al hombre que hay moti vos para vivir y hay consuelo de haber nacido, aunque haya de llegar un tiempo, al cabo de más o menos, decenas, centenas o millones de siglos, en que toda conciencia humana haya desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman humanismo, son la mara villa de la oquedad afectiva y emocional del racionalismo y de su estupenda hipocresía, empeñada en sacrificar la sinceridad a la veracidad, y en no confesar que la razón es una potencia desconsoladora y disolvente.
¿He de volver a repetir lo que ya he dicho sobre todo eso de fraguar cultura, de progresar, de realizar el bien, la verdad y la belleza, de traer la justicia a la tierra, de hacer mejor la vida para los que nos sucedan, de servir a no sé qué destino, sin preocuparnos del fin último de cada uno de nosotros? ¿He de volver a hablaros de la suprema vaciedad de la cultura, de la ciencia, del arte, del bien, de la verdad, de la belleza, de la justicia... de todas estas hermosas concepciones, si al fin y al cabo dentro de cuatro días o dentro de cuatro millones de siglos -que para el caso es igual-, no ha de existir conciencia humana que reciba la cultura, la ciencia, el arte, el bien, la verdad, la belleza, la justicia, y todo lo demás así?