Muchas y muy variadas son las invenciones racionalistas -más o menos racionales - con que desde los tiempos de epicúreos y estoicos se ha tratado de buscar en la verdad racional consuelo y de convencer a los hombres, aunque los que de ello trataron no estuviesen en sí mis mos convencidos de que hay motivos de obrar y alicientes de vivir, aun estando la conciencia humana destinada a desaparecer un día.
La posición epicúrea, cuya forma extrema y más grosera es la de «comamos y bebamos, que mañana moriremos», o el carpe diem horaciano, que podría traducirse por «vive al día», no es, en el fondo, distinta de la posición estoica con su «cumple con lo que la conciencia mo ral te dicte, y que sea después lo que fuere». Ambas posiciones tienen una base común, y lo mismo es el placer por el placer mismo que el deber por el mismo deber.
El más lógico y consecuente de los ateos, quiero decir de los que niegan la persistencia en tiempo futuro indefinido de la conciencia individual, y el más piadoso a la vez de ellos, Spinoza, dedicó la quinta y última parte de su Ética a dilucidar la vía que conduce a la libertad y a fijar el concepto de la felicidad. ¡El concepto! ¡El concepto y no el sentimiento! Para Spinoza, que era un terrible intelectualista, la felicidad, la beatitudo, es un concepto, y el amor a Dios un amor intelectual. Después de establecer en la proposición 21 de esta parte quinta que «la mente no puede imaginarse nada ni acordarse de las cosas pasadas, sino mientras dura el cuerpo» -lo que equivale a negar la inmortalidad del alma, pues un alma que separada del cuerpo en que vivió no se acuerda ya de su pasado, ni es inmortal ni es alma- procede a decirnos en la proposición 23 que la «mente humana no puede destruirse en absoluto con el cuerpo, sino que queda algo de ella , que es eterno», y esta eternidad de la mente es cierto modo de pensar. Mas no os dejéis engañar; no hay tal eternidad de la mente individual. Todo es sub aeternitatis specie, es decir, un puro engaño. Nada más triste, nada más desolador, nada más antivital que esta felicidad, esa beatitudo spinoziana, que consiste en el amor intelectual a Dios, el cual no es sino el amor mismo de Dios, el amor con que Dios se ama a sí mismo (prop. 36). Nuestra felicidad, es decir, nuestra libertad, consiste en el constan te y eterno amor de Dios a los hombres. Así dice el escolio de esta proposición 36. Y todo para concluir en la proposición final de toda la Ética, en su coronamiento, con aquello de que la felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma. ¡Lo de todos! O dicho en plata: que de Dios salimos y a Dios volvemos; lo que, traducido al lenguaje vital, sentimental, concreto, quiere decir que mi - conciencia personal brotó de la nada, de mi inconsciencia, y a la nada volverá.
Y esa voz tristísima y desoladora de Spinoza es la voz misma de la razón. Y la libertad de que nos habla es una libertad terrible. Y contra Spinoza y su doctrina de la felicidad no cabe sino un argumento incontestable: el argumento ad hominem. ¿Fue feliz él, Baruc Spinoza, mientras para acallar su íntima infelicidad disertaba sobre la felicidad misma? ¿Fue él libre?
En el escolio a la proposición 41 de esta misma última y más trágica parte de esa formidable tragedia de su Ética, nos habla el pobre judío desesperado de Amsterdam, de la persuasión común del vulgo sobre la vida eterna. Oigámosle: «Parece que creen que la piedad y la religión y todo lo que se refiere a la fortaleza de ánimo, son cargas que hay que deponer después de la muerte, y esperan recibir el precio de la servidumbre, no de la piedad y la religión. Y no sólo por esta esperanza, sino también, y más principalmente, por el miedo de ser castigados con terribles suplicios después de la muerte, se mueven a vivir conforme a la prescripción de la ley divina en cuanto les lleva su debilidad y su ánimo impotente; y si no fuese por esta esperanza y este miedo, y creyeran, por el contrario, que las almas mueren con los cuerpos, ni les quedara el vivir más tiempo sino miserables bajo el peso de la piedad volverían a su índole, prefiriendo acomodarlo todo a su gusto y entregarse a la fortuna más que a sí mismos. Lo cual no parece menos absurdo que si uno, por no creer poder alimentar a su cuerpo con buenos alimentos para siempre prefiriese saturarse de venenos mortíferos, o porque ve que el alma no es eterna e inmortal, prefiera ser sin alma (amens) y vivir sin razón; todo lo cual es tan absurdo que apenas merece ser refutado (quae adeo absurda sunt, ut vix recenseri mereantur). »
Cuando se dice de algo que no merece siquiera refutación, tenedlo por seguro, o es una insigne necedad, y en este caso ni eso hay que decir de ella, o es algo formidable, es la clave misma del problema. Y así es en este caso. Porque sí, pobre judío portugués desterrado de Holanda, sí, que quien se convenza, sin rastro de duda, sin el más leve resquicio de incertidumbre salvadora, de que su alma no es inmortal, prefiera ser sin alma, amens, o irracional, o idiota, prefiera no haber nacido, no tiene nada, absolutamente nada de absurdo. Él, pobre judío intelectualista definidor del amor intelectual y de la felicidad, ¿fue feliz? Porque este y no otro es el problema. «¿De qué te sirve saber definir la compunción, si no la sientes?», dice Kempis. Y, ¿de qué te sirve meterte a definir la felicidad si no logra uno con ello ser feliz? Aquí encaja aquel terrible cuento de Diderot sobre el eunuco que, para mejor poder escoger esclavas con destino al harén del sultán, su dueño, quiso recibir lecciones de estética de un marsellés. A la primera lección, fisiológica, brutal y carnalmente fisiológica, exclamó el eunuco compungido: «¡Está visto que yo nunca sabré estética!» Y así es; ni los eunucos sabrán nunca estética aplicada a la selección de mujeres hermosas, ni los puros racionalistas sabrán ética nunca, ni llegarán a definir la felicidad, que es una cosa que se vive y se siente, y no una cosa que se razona y se define.
Y ahí tenemos otro racionalista, este no ya resignado y triste, como Spinoza, sino rebelde, y fingiéndose hipócritamente alegre, cuando era no menos desesperado que el otro; ahí tenéis a Nietzsche, que inventó matemáticamente (!!!) aquel remedio de la inmortalidad del alma que se llama la vuelta eterna, y que es la más formidable tragicomedia o comitragedia. Siendo el número de átomos o primeros elementos irreductibles finitos, en el universo eterno tiene que volver alguna vez a darse una combinación como la actual, y por lo tanto, tiene que repetirse un número eterno de veces lo que ahora pasa. Claro está, y así como volveré a vivir la vida que estoy viviendo, la he vivido ya infinitas veces, porque hay una eternidad hacia el pasado, a parte ante, como la habrá en el porvenir, a parte post. Pero se da el triste caso de que yo no me acuerdo de ninguna de mis existencias anteriores, ni es posible que me acuerde de ellas, pues dos cosas absoluta y totalmente idénticas no son sino una sola. En vez de suponer que vivimos en un universo finito, de un número finito de primeros elementos componentes irreductibles, suponer que vivamos en un universo infinito, sin límite en el espacio -la cual infinitud concreta no es menos inconcebible que la eternidad concreta, en el tiempo-, y entonces resultará que este nuestro sistema, el de la Vía Láctea, se repite infinitas veces en el infinito del espacio, y que estoy yo viviendo infinitas vidas, todas exactamente idénticas. Una broma, como veis, pero no menos cómica, es decir, no menos trágica que la de Nietzsche, la del león que se ríe. ¿Y de qué se ríe el león? Yo creo que de rabia, porque no acaba de consolarle eso de que ha sido ya el mismo león antes y que volverá a serlo.