Y con esto de ser base de acción y cimiento de moral el sentimiento de la incertidumbre y la lucha íntima entre la razón y la fe y el apasionado anhelo de vida eterna, quedaría, según un pragmatista, justificado tal sentimiento. Mas debe constatar que no le busco esta consecuencia práctica para justificarlo, sino porque la encuentro por experiencia íntima. Ni quiero ni debo buscar justificación a ese estado de lucha interior y de incertidumbre y de anhelo; es un hecho, y basta. Y si alguien encontrándose en él, en el fondo del abismo, no encuentra allí mismo móviles e incentivos de acción y de vida, y por ende se suicida corporal o espiritualmente -o bien matándose o bien renunciando a toda labor de solidaridad humana-, no seré yo quien se lo censure. Y aparte de que las malas consecuencias de una doctrina, es decir, lo que llamamos malas, sólo prueban, repito, que la doctrina es para nuestros deseos mala, pero no que sea falsa, las consecuencias de - penden, más aún que la doctrina, de quien las saca. Un mismo principio sirve a uno para obrar y a otro para abstenerse de obrar; a este para obrar en tal sentido y a aquel para obrar en sentido contrario. Y es que nuestras doctrinas no suelen ser sino la justificación a posteriori de nuestra conducta, o el modo como tratamos de explicárnosla para nosotros mismos.
El hombre, en efecto, no se aviene a ignorar los móviles de su conducta propia, y así como uno a quien habiéndosele hipnotizado y sugerido tal o cual acto, inventa luego razones que lo justifiquen y hagan lógico a sus propios ojos y a los de los demás, ignorando, en realidad, la verdadera causa de su acto, así todo otro hombre, que es un hipnotizado también, pues que la vida es sueño, busca razones de su conducta. Y si las piezas del ajedrez tuviesen conciencia es fácil que se atribuyeran albedrío en sus movimientos, es decir, la racionalidad finalista de ellos. Y así resulta, que toda teoría filosófica sirve para explicar y justificar una ética, una doctrina de conducta que surge en realidad del íntimo sentimiento moral del autor de ella. Pero de la verdadera razón o causa de este sentimiento, acaso no tiene clara conciencia el mismo que lo abriga.
Consiguientemente a esto creo poder suponer que si mi razón, que es en cierto modo parte de la razón de mis hermanos en humanidad, en tiempo y en espacio, me enseña ese absoluto escepticismo por lo que al anhelo de vida inacabable se refiere, mi sentimiento de la vida, que es la esencia de la vida misma, mi vitalidad, mi apetito desenfrenado de vivir y mi repugnancia a morirme, esta mi irresignación a la muerte, es lo que me sugiere las doctrinas con que trato de contrarrestar la obra de la razón. ¿Es tas doctrinas tienen un valor objetivo? -me preguntará alguien-; y yo responderé que no entiendo qué es eso del valor objetivo de una doctrina. Yo no diré que sean las doctrinas más o menos poéticas o infilosóficas que voy a exponer las que me hacen vivir; pero me atrevo a decir que es mi anhelo de vivir y de vivir por siempre el que me inspira esas doctrinas. Y si con ellas logro corroborar y sostener en otro ese mismo anhelo, acaso desfalleciente, habré hecho obra humana, y sobre todo, habré vivido. En una palabra, que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza, el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.
Y nada tampoco se adelanta con sacar a relucir las ambiguas palabras de pesimismo y optimismo, que con frecuencia nos dicen lo contrario que quien las emplea quiso decirnos. Poner a una doctrina el mote de pesimista, no es condenar su validez, ni los llamados optimistas son más eficaces en la acción. Creo, por el contrario, que muchos de los más grandes héroes, acaso los mayores, han sido desesperados, y que por desesperación acabaron sus hazañas. Y que aparte esto y aceptando, ambiguas y todo como son, esas denominaciones de optimismo y pesimismo, cabe un cierto pesimismo trascendente engendrador de un optimismo temporal y terrenal; es cosa que me propongo desarrollar en lo sucesivo de este tratado.
Muy otra es, bien sé, la posición de nuestros progresistas, los de la corriente central del pensamiento europeo contemporáneo; pero no puedo hacerme a la idea de que estos sujetos no cierran voluntariamente los ojos al gran problema y viven, en el fondo de una mentira, tratando de ahogar el sentimiento trágico de la vida.
Y hechas estas consideraciones, que son a modo de resumen práctico de la crítica desarrollada en los seis primeros capítulos de este tratado, una manera de dejar asentada la posición práctica a que la tal crítica puede llevar al que no quiere renunciar a la vida y no quiere tampoco renunciar a la razón, y tiene que vivir y obrar entre esas dos muelas contrarias que nos trituran el alma, ya sabe el lector que en adelante me siga, que voy a llevarle a un campo de fantasías no desprovistas de razón, pues sin ella nada subsiste, pero fundadas en sentimiento. Y en cuanto a su verdad, la verdad verdadera, lo que es independientemente de nosotros, fuera de nuestra lógica y nuestra cardiaca, de eso, ¿quién sabe?
VII Amor, dolor, compasión y personalidad
Caín. ....................................
Let me, or happy or unhappy, learn.
To anticipate my inmortality.
Lucifer. Thou didst before I came upon thee.
Caín. ................................ How?
Lucifer. By suffenng.
(LORD BYRON: Caín, act. II, scene 1.)
Es el amor, lectores y hermanos míos, lo más trágico que en el mundo y en la vida hay; es el amor hijo del engaño y padre del desengaño; es el amor el consuelo en el desconsuelo, es la única medicina contra la muerte, siendo como es de ella hermana.
Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte
Ingeneró la sorte,
como cantó Leopardi.
El amor busca con furia a través del amado algo que está allende este, y como no lo halla, se desespera. Siempre que hablamos de amor tenemos presente a la memoria el amor sexual, el amor entre hombre y mujer para perpetuar el linaje humano sobre la tierra. Y esto es lo que hace que no se consiga reducir el amor, ni a lo puramente intelectivo, ni a lo puramente volitivo, dejando lo sentimental o, si se quiere, sensitivo de él. Porque el amor no es en el fondo ni idea ni volición: es más bien deseo, sentimiento; es algo carnal hasta en el espíritu. Gracias al amor sentimos todo lo que de carne tiene el espíritu.
El amor sexual es el tipo generador de todo otro amor. En el amor y por él buscamos perpetuarnos, y sólo nos perpetuamos sobre la tierra a condición de morir, de entregar a otro nuestra vida. Los más humildes animalitos, los vivientes ínfimos se multiplican dividiéndose, partiéndose, dejando de ser el uno que antes eran.
Pero agotada al fin la vitalidad de ser que así se multiplica dividiéndose de la especie, tiene de vez en cuando que renovar el manantial de la vida mediante uniones de dos individuos decadentes, mediante lo que se llama conjugación en los protozoarios. Únense para volver con más brío a dividirse. Y todo acto de engendramiento es un dejar de ser, total o parcialmente, lo que se era, un partirse, una muerte parcial. Vivir es darse, perpetuarse, y perpetuarse y darse es morir. Acaso el supremo deleite del engendrar no es sino un anticipado gustar la muerte, el desgarramiento de la propia esencia vital. Nos unimos a otro, pero es para partirnos; ese más íntimo abrazo no es sino un más íntimo desgarramiento. En su fondo, el deleite amoroso sexual, el espasmo genésico, es una sensación de resurrección, de resucitar en otro, porque sólo en otros podemos resucitar para perpetuarnos.