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Y luego Vico pasa a mostrarnos la era d e la razón, no ya de la fantasía, esta edad nuestra en que nuestra mente está demasiado retirada de los sentidos, hasta en el vulgo, «con tantas abstracciones como están llenas las lenguas», y nos está «naturalmente negado poder formar la vasta imagen de una tal dama a que se llama Naturaleza simpatética, pues mientras con la boca se la llama así, no hay nada de eso en la mente, porque la mente está en lo falso, en la nada». «Ahora -añade Vico- nos está naturalmente negado poder entrar en la vasta imaginación de aquellos primeros hombres.» Mas ¿es cierto? ¿No seguimos viviendo de las creaciones de su fantasía, encarnadas para siempre en el lenguaje, con el que pensamos, o más bien el que en nosotros piensa?

En vano Comte declaró que el pensamiento humano salió ya de la edad teológica y está saliendo de la metafísica para entrar en la positiva; las tres edades coexisten y se apoyan, aun oponiéndose, unas en otras. El flamante positivismo no es sino metafísico cuando deja de negar para afirmar algo, cuando se hace realmente positivo, y la metafísica es siempre, en su fondo, teología, y la teología nace de la fantasía puesta al servicio de la vida, que se quiere inmortal.

El sentimiento del mundo, sobre el que se funda la comprensión de él, es necesariamente antropomórfico y mitopeico. Cuando alboreó con Tales de Mileto el racionalismo, dejó este filósofo al Océano y Tetis, dioses y padres de dioses, para poner al agua como principio de las cosas, pero esta agua era un dios disfrazado. Debajo de la naturaleza, φυσιζ, y del mundo κοσμοζ, palpitaban creaciones míticas, antropomórficas. La lengua misma lo llevaba consigo. Sócrates distinguía en los fenómenos, según Jenofonte nos cuenta (Memorabilia, i. I. 6-9), aquellos al alcance del estudio humano y aquellos otros que se han reservado los dioses, y execraba de que Anaxágoras quisiera explicarlo todo racionalmente.

Hipócra tes, su coetáneo, estimaba ser divinas las enfermedades todas, y Platón creía que el Sol y las estrellas son dioses animados, con sus almas (Phileb. c, 16. Leyes X), y sólo permitía la investigación astronómica hasta que no se blasfemara contra esos dioses. Y Aristóteles en su Física, nos dice que llueve Zeus, no para que el trigo crezca, sino por necesidad, σςάνάγχηζ. Intentaron mecanizar o racionalizar a Dios, pero Dios se les rebelaba.

Y el concepto de Dios, siempre redivivo, pues brota del eterno sentimiento de Dios en el hombre, ¿qué es sino la eterna protesta de la vida contra la razón, el nunca vencido instinto de personalización? ¿Y qué es la noción misma de sustancia, sino objetivación de lo más subjetivo, que es la voluntad o la conciencia?

Porque la conciencia, aun antes de conocerse como razón, se siente, se toca, se es más bien como voluntad, y como voluntad de no morir. De aquí ese ritmo de que hablábamos en la historia del pensamiento. El positivismo nos trajo una época de racionalismo, es decir, de materialismo, mecanismo y moralismo; y he aquí que el vitalismo, el espiritualismo vuelve. ¿Qué han sido los esfuerzos del pragmatismo sino esfuerzos por restaurar la fe en la finalidad humana del Universo? ¿Qué son los esfuerzos de un Bergson, verbigracia, sobre todo en su obra sobre la evolución creadora, sino forcejeos por restaurar al Dios personal y la conciencia eterna? Y es que la vida no se rinde.

Y de nada sirve querer suprimir ese proceso mitopeico o antropomórfico y racionalizar nuestro

pensamiento, como si se pensara sólo para pensar y conocer, y no para vivir. La lengua misma, con la que pensamos, nos lo impide. La lengua, sustancia del pensamiento, es un sistema de metáforas a base mítica y antropomórfica. Y para hacer una filosofía puramente racional habría que hacerla por fórmulas algebraicas o crear una lengua -una lengua inhumana, es decir, inapta para las necesidades de la vida- para ella, como lo intentó el doctor Ricardo Avenarius, profesor de filosofía en Zurich, en su Crítica de la experiencia pura (Kritik der reinen Erfahrung), para evitar los preconceptos. Y este vigoroso esfuerzo de Avenarius, el caudillo de los empiriocriticistas, termina en rigor en puro escepticismo. Él mismo nos lo dice al final del prólogo de la susomentada obra: «Ha tiempo que desapareció la infantil confianza de que nos sea dado hallar la verdad; mientras avanzamos, nos damos cuenta de sus dificultades, y con ello del límite de nuestras fuerzas.

¿Y el fin?... ¡Con tal de que lleguemos a ver claro en nosotros mismos!»

¡Ver claro!... ¡ver claro! Sólo vería claro un puro pensador, que en vez de lenguaje usara álgebra, y que pudiese libertarse de su propia humanidad, es decir, un ser insustancial meramente objetivo, un no ser, en fin.

Mal que pese a la razón, hay que pensar con la vida, y mal que pese a la vida, hay que racionalizar el pensamiento.

Esa animación, esa personificación va entrañada en nuestro mismo conocer. «¿Quién llueve?», «¿quién truena?», pregunta el viejo Estrepsiades a Sócrates en Las nubes, de Aristófanes, y el filósofo le contesta: «No Zeus, sino las nubes.» Y Estrepsiades: «pero ¿quién sino Zeus las obliga a marchar?», a lo que Sócrates: «Nada de eso, sino el Torbellino etéreo.» «¿El Torbellino? -agrega Estrepsiades -, no lo sabía... No es, pues, Zeus, sino el Torbellino el que en vez de él rige ahora.» Y sigue el pobre viejo personificando y animando al Torbellino, que reina ahora como un rey no sin conciencia de su realeza. Y todos, al pasar de un Zeus cualquiera a un cualquier torbellino, de Dios a la materia, verbigracia, hacemos lo mismo. Y es porque la filosofía no trabaja sobre la realidad objetiva que tenemos delante de los sentidos, sino sobre el complejo de ideas, imágenes, nociones, percepciones, etc., incorporadas en el lenguaje y que nuestros antepasados nos transmitieron con él. Lo que llamamos el mundo, el mundo objetivo, es una tradición social. Nos lo dan hecho.

El hombre no se resigna a estar, como conciencia, solo en el Universo, ni a ser un fenómeno objetivo más. Quiere salvar su subjetividad vital o pasional haciendo vivo, personal, animado al Universo todo. Y por eso y para eso han des cubierto a Dios y la sustancia, Dios y sustancia que vuelven siempre en su pensamiento de uno o de otro modo disfrazados. Por ser conscientes nos sentimos existir, que es muy otra cosa que sabernos existentes, y queremos sentir la existencia de todo lo demás, que cada una de las demás cosas individuales sea también un yo.

El más consecuente, aunque más incongruente y vacilante idealismo, el de Berkeley, que negaba la existencia de la materia, de algo inerte y extenso y pasivo que sea la causa de nuestras sensaciones y el sustrato de los fenómenos externos, no es en el fondo más que un absoluto espiritualismo o dinamismo, la suposición de que toda sensación nos viene, como la causa, de otro espíritu, esto es, de otra conciencia. Y se da su doctrina en cierto modo la mano con las de Schopenhauer y Hartmann. La doctrina de la Voluntad del primero de estos dos y la de lo Inconsciente del otro, están ya en potencia en la doctrina berkeleyana, de que ser es ser percibido. A lo que hay que añadir: y hacer que otro perciba al que es. Y así el viejo adagio de que operari sequitur esse, el obrar se sigue al ser, hay que modificarlo diciendo que ser es obrar y sólo existe lo que obra, lo activo, y en cuanto obra.

Y por lo que a Schopenhauer hace no es menester es forzarse en mostrar cómo la voluntad que pone como esencia de las cosas, procede de la conciencia. Y basta leer su libro sobre la voluntad en la naturaleza, para ver cómo atribuía un cierto espíritu y hasta una cierta personalidad a las plantas mismas. Y esa su doctrina le llevó lógicamente al pesimismo, porque lo más propio y más íntimo de la voluntad es sufrir. La voluntad es una fuerza que se siente, esto es, que sufre. Y que goza, añadirá alguien. Pero es que no cabe poder gozar sin poder sufrir, y la facultad de goce es la misma que la del dolor. El que no sufre tampoco goza, como no siente calor el que no siente frío.