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No fue, pues, lo divino, algo objetivo, sino la subjetividad de la conciencia proyectada hacia fuera, la personalización del mundo. El concepto de divinidad surgió del sentimiento de ella, y el sentimiento de divinidad no es sino el mismo oscuro y naciente sentimiento de personalidad vertido a lo de fuera. Ni cabe en rigor decir fuera y dentro, objetivo y subjetivo, cuando tal distinción no era sentida, y siendo como es, de esa distinción de donde el sentimiento y el concepto de divinidad proceden. Cuanto más clara la conciencia de la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, tanto más oscuro el sentimiento de divinidad en nosotros.

Hase dicho, y al parecer con entera razón, que el paganismo helénico es, más bien que politeísta, panteísta. La creencia en muchos dioses tomando el concepto de Dios como hoy le tomamos, no sé que haya existido en cabeza humana. Y si por panteísmo se entiende la doctrina no de que todo y cada cosa es Dios -proposición para mí in dispensable-, sino de que todo es divino, sin gran violencia cabe decir que el paganismo era politeísta. Los dioses, no sólo se mezclaban entre los homb res, sino que se mezclaban con ellos; engendraban los dioses en mujeres mortales, y los hombres mortales engendraban en las diosas a semidioses. Y si hay semidioses, esto es, semihombres, es tan sólo porque lo divino y lo humano eran caras de una misma realidad. La divinización de todo no era sino su humanización. Y decir que el Sol era un dios equivalía a decir que era un hombre, una conciencia humana más o menos agrandada y sublimada. Y esto vale desde el fetichismo hasta el paganismo helénico.

En lo que propiamente se distinguían los dioses de los hombres era en que aquellos eran inmortales. Un dios venía a ser un hombre inmortal, y divinizar a un hombre, considerarle como a un Dios, era estimar que, en rigor, al morirse no había muerto. De ciertos héroes se creía que fueron vivos al reino de los muertos. Y este es un punto importantísimo para estimar el valor de lo divino.

En aquellas repúblicas de dioses había siempre algún dios máximo, algún verdadero monarca. La monarquía divina fue la que, por el monocultismo, llevó a los pueblos al monoteísmo. Monarquía y monoteísmo son, pues, cosas gemelas. Zeus, Júpiter, iba en camino de convertirse en dios único, como en dios único, primero del pueblo de Israel, después de la humanidad y, por último, del Universo todo, se convirtió Yavé, que empezó siendo uno de entre tantos dioses.

Como la monarquía, tuvo el monoteísmo un origen guerrero. «Es en la marcha y en tiempo de guerra - dice Robertson Smith, The Prophets of Israel, lect. I- cuando un pueblo nómada siente la instante necesidad de una autoridad central, y así ocurrió que en los primeros comienzos de la organización nacional en torno al santuario del arca, Israel se creyó la hueste de Jehová. El nombre mismo de Israel es marcial y significa Dios pelea, y Jehová es en el Viejo Testamento Iahwé Zebahát, el Jehová de los ejércitos de Israel. Era en el campo de batalla donde se sentía más claramente la presencia de Jehová; pero en las naciones primitivas, el caudillo de tiempo de guerra es también juez natural en tiempo de paz.»

Dios, el Dios único, surgió, pues, del sentimiento de divinidad en el hombre como Dios guerrero monárquico y social. Se reveló al pueblo, no a cada individuo. Fue el Dios de un pueblo y exigía celoso se le rindiese culto a él solo, y de este monocultismo se pasó al monoteísmo, en gran parte por la acción individual, más filosófica acaso que teológica, de los profetas. Fue, en efecto, la actividad individual de los profetas lo que individualizó la divinidad. Sobre todo al hacerla ética.

Y de este Dios surgido así en la conciencia humana a partir del sentimiento de divinidad, apoderóse luego la razón, esto es, la filosofía, y tendió a definirlo, a convertirlo en idea. Porque definir algo es idealizarlo, para lo cual hay que prescindir de su elemento inconmensurable o irracional, de su fondo vital. Y el Dios sentido, la divinidad sentida como persona y conciencia única fuera de nosotros, aunque envolviéndonos y sosteniéndonos, se convirtió en la idea de Dios.

El Dios lógico, racional, el ens summum, el primum movens, el Ser Supremo de la filosofía teológica, aquel a que se llega por los tres famosos caminos de negación, eminencia y causalidad, viae negationis, eminentiae, causalitatis no es más que una idea de Dios, algo muerto. Las tradicionales y tantas veces debatidas pruebas de su existencia no son, en el fondo, sino un intento vano de determinar su esencia; porque como hacía muy bien notar Vinet, la existencia se saca de la esencia; y decir que Dios existe, sin decir qué es Dios y cómo es, equivale a no decir nada.

Y este Dios, por eminencia y negación o remoción de cualidades finitas, acaba por ser un Dios impensable, una pura idea, un Dios de quien, a causa de su excelencia misma ideal podemos decir que no es nada, como ya definió Escoto Eriugena: Deus propter excellentiam non inmerito nihil vocatur. O con frase del falso Dionisio Areopagita, en su epístola 5: «La divina tiniebla es la luz inaccesible en la que se dice habita Dios.» El Dios antropomórfico y sentido, al ir purificándose de atributos humanos, y como tales finitos y relativos y temporales, se evapora en el Dios del deísmo o del panteísmo.

Las supuestas pruebas clásicas de la existencia de Dios refiriéndose todas a este Dios-Idea, a este Dios lógico, al Dios por remoción, y de aquí que en rigor no prueben nada, es decir, no prueban más que la existencia de esa idea de Dios.

Era yo un mozo que empezaba a inquietarme de estos eternos problemas, cuando en cierto libro, de cuyo autor no quiero acordarme, leí esto: «Dios es una gran equis sobre la barrera última de los conocimientos humanos; a medida que la ciencia avanza, la barrera se retira.» Y escribí al margen: «De la barrera acá, todo se explica sin Él; de la barrera allá, ni con Él ni sin Él; Dios, por lo tanto, sobra.» Y respecto al Dios-Idea, al de las pruebas, sigo en la misma sentencia. Atribúyese a Laplace la frase de que no había necesitado de la hipótesis de Dios para construir su sistema del origen del Universo, y así es muy cierto. La idea de Dios en nada nos ayuda para comprender mejor la existencia, la esencia y la finalidad del Universo.

No es más concebible el que haya un Ser Supremo infinito, absoluto y eterno, cuya esencia desconocemos, que haya creado el Universo, que el que la base material del Universo mismo, su materia, sea eterna e infinita y absoluta. En nada comprendemos mejor la existencia del mundo con decirnos que lo creó Dios. Es una petición de principio o una solución meramente verbal para encubrir nuestra ignorancia. En rigor deducimos la existencia del Creador del hecho de que lo creado existe, y no se justifica racionalmente la existencia de Aquel; de un hecho no se saca una necesidad o es necesario todo.

Y si del modo de ser del Universo pasamos a lo que se llama orden y que se supone necesita un ordenador, cabe decir que orden es lo que hay y no concebimos otro. La prueba esa del orden del Universo implica un paso del orden ideal al real, un proyectar nuestra mente fuera, un suponer que la explicación racional de una cosa produce la cosa misma. El arte humano, aleccionado por la Naturaleza, tiene un hacer consciente con que comprende el modo de hacer, y luego trasladamos este hacer artístico y consciente a una conciencia de un artista, que no se sabe de qué naturaleza aprendió su arte.

La comparación ya clásica con el reloj y el relojero, es inaplicable a un Ser absoluto, infinito y eterno. Es, además, otro modo de no explicar nada. Porque decir que el mundo es como es y no de otro modo porque Dios así lo hizo, mientras no sepamos por qué razón lo hizo así, es no decir nada. Y si sabemos la razón de haberlo así hecho Dios, este sobra, y la razón basta. Si todo fuera matemáticas, si no hubiese elemento irracional, no se habría acudido a esa explicación de un Sumo Ordenador, que no es sino la razón de lo irracional y otra tapadera de nuestra ignorancia. Y no hablemos de aquella ridícula ocurrencia de que, echando al azar caracteres de imprenta, no puede salir compuesto el Quijote. Saldría compuesta cualquier otra cosa que llegaría a ser un Quijote para los que a ella tuviesen que atenerse y en ella se formasen y formaran parte de ella.